En 2004 optó por dejar Ecuador cuando aún no se llamaba Yésica. Llegó a Argentina con el sueño de crecer y encontrar una nueva vida. Unos años después, sumergida en el mundo de la prostitución, la violencia y el delito, Yésica fue asesinada, descuartizada y sus restos arrojados frente a un restaurante.
Por Fernando del Rio
Yésica tenía 29 años. Se hacía llamar Yésica, pero ese no era el nombre al que respondía en su infancia. En la adultez, tampoco era el que aparecía en su pasaporte. Su nombre era mucho más extenso: dos de pila, dos apellidos. Yésica era la manera en la que había decidido que la conocieran para conseguir una correspondencia con lo que sentía. No era ya aquel hombre ecuatoriano, sino lo más próximo a una mujer de ninguna parte. Cierto día, mientras las acechanzas del hambre arrinconaban a su familia en el cantón de Machala, se travistió y empezó por buscar el camino que le reportara dinero. Vio en Argentina su horizonte. No alcanzó, porque el futuro se esconde, en nociones generales, a ver su muerte.
Era Yésica para el mundo de la prostitución y Carlos Enrique Pullua Córdoba para el Poder Judicial Argentino, el mismo que resolvió penar con prisión sus delitos y que debió ocuparse de investigar su estremecedor asesinato. Claro que con una paradoja: el crimen de Carlos Enrique Pullua Córdoba tuvo como víctima a Yésica. Porque a la travesti Yésica fue a quien encontraron descuartizada dentro de dos bolsas de consorcio negras a las puertas de un restaurante, el 20 de julio de 2008.
Fue un militar de 39 años el que descubrió el escabroso bulto a las 7.35 de la mañana del Día del Amigo mientras se dirigía a buscar su automóvil a una cochera. Primero vio en la vereda del restaurante La Angostura, de Urquiza y Juan B. Justo, un rojo intenso en contraste con el plástico negro y pudo haber pensado que se trataba de restos de carne que el cocinero de La Angostura había sacado para que el basurero los recogiera. Pero enfocó mejor su mirada y distinguió que lo que sobresalía era una mano humana. Logró contenerse y llamar a la policía.
El crimen de Carlos Enrique Pullua Córdoba tuvo como víctima a Yésica. Porque a la travesti Yésica fue a quien encontraron descuartizada dentro de dos bolsas de consorcio negras a las puertas de un restaurant, el 20 de julio de 2008.
El frío hacía resoplar aliento condensado a cada uno de los que hasta la escena del crimen llegaban y los hacía ver como pequeños dragones bufando contra la perplejidad. El fiscal Mariano Moyano, los jefes policiales, un periodista, varios vecinos. Era domingo y no había clases, tal vez lo único amigable aquel Día del Amigo, porque las bolsas con los restos descuartizados de Yésica estaban tiradas en una vereda distante a solo 200 metros de dos escuelas.
En verdad, eran las partes de una persona cuya identidad se desconocía y habría de establecerse provisoriamente en una sala de autopsia, por la memoria de un policía.
La identificación
VIOLENCIA Y ESCANDALOS. Los peritos forenses depositaron los restos en la mesa de metal y confirmaron a primera vista algunas impresiones advertidas en la escena del crimen. A ese cuerpo no le faltaban partes. El descuartizador había realizado su tarea sin precisión ni utensilios de corte bien afilados, pero había decidido mantener junto todo el cuerpo y con deliberada maniobra -o torpeza, vaya uno a saber- deshacerse de él en un lugar a la vista de todos, para que alguien lo encuentre.
La comisaría novena, con jurisdicción en el lugar del hallazgo, envió a un par de sus miembros a observar la autopsia, entre ellos al teniente Carestía. De solo 26 años el policía observó el rostro de la víctima y creyó reconocer en él los mismos rasgos de una travesti que meses atrás había aprehendido en la vía pública. Entregó los datos y en ese momento comenzaron a apilarse los primeros ladrillos que edificarían un pasado cuyo límite era la madrugada del Día del Amigo. Viajar hacia lo remoto para poder regresar al instante previo de la barbarie fue la intención de los investigadores, avistar en esa regresión al asesino y poder detenerlo. Sabían entonces que habrían de sumergirse en un submundo de violencia, droga y prostitución.
De sólo 26 años, el policía observó el rostro de la víctima y creyó reconocer en él los mismos rasgos de una travesti que meses atrás había aprehendido en la vía pública.
El policía Carestía aseguró en su corazonada que la víctima era la travesti Yésica. Mientras se aguardaba el resultado de la base de datos de huellas digitales el aporte del policía sirvió como anticipo. La travesti a la que hacía referencia había sido demorada el 17 de abril anterior por una pelea en Alsina y Brown. Esa travesti era conocida como Yésica y su identidad jurídica era Carlos Enrique Pullua Córdoba. Aquel día, a las 19, Yésica había peleado con Fernando Kleinman (42) un vendedor ambulante con el que tenía una turbulenta relación amorosa. Eran conocidos por sus escándalos.
El sistema Afis, cuando aún no había finalizado la autopsia, procesó la huella obtenida de aquella mano en cuya muñeca se enroscaba una bombacha y confirmó que era Yésica.
Asesinada por la barbarie del odio, la furia de la venganza o el impulso psicópata de un enfermo.
Un pasado
VIAJE AL FIN DE LOS DIAS. En el año 2004 Yésica viajó a Buenos Aires y dejó atrás a su familia en Ecuador. Cuando era un niño pequeño, de apenas 11 años, había sufrido un ataque sexual en los predios de la Autoridad Portuaria de Puerto Bolívar que le cambió la vida. No era para menos: lo que le hicieron los cuatro hombres esa tarde lo transformaron para siempre en un chico temeroso y sumiso que lo intentó todo para superarse. Trabajó en el puerto, en un restaurante, en un lavadero y en un gabinete de belleza. Le gustaba que la llamaran Laila y eso enojaba a su padre.
Su madre y su hermana se esforzaron para conseguirle dinero y cumplirle el sueño de viajar a Argentina. Una vez instalada en Palermo supo que el futuro la iba a atar a la prostitución, al menos durante una etapa, que luego saldría adelante y volvería a cambiar de vida. Pero lo único que cambió fue de ciudad y entonces se dejó tentar por Mar del Plata.
Yésica no resultó tener un aspecto agraciado. Era de estatura media, robusta y para encontrar líneas más femeninas comenzó a inyectarse Perlutal, un anticonceptivo de larga duración que aporta una buena dosis de hormonas. También en esos tiempos se volcó al consumo de alcohol y, con menos frecuencia, a las drogas. Pero fue en Mar del Plata donde desarrolló otro vicio, el de robar a sus clientes junto con Sofía, una travesti de Mendoza que tuvo que huir.
En noviembre de 2004 Yésica conoció a Kleinman en un locutorio marplatense e iniciaron un noviazgo en el que ambos exteriorizaban sus frustraciones sin importar el lugar. Se los podía ver discutiendo o peleando en la vieja terminal de Omnibus. Los vencía el alcohol y se dejaban con la misma determinación con la que volvían días después.
Yésica adoptó la parada de Gascón y Lamadrid y se forjó una mala fama entre las travestis, aunque muchas insistían en ayudarla. Vivía algunas veces en pensiones, en hoteles o de prestado en casa de alguna colega. También en el departamento que Kleinman utilizaba, de Corrientes casi Alberti. En ese edificio una noche hubo un escándalo de gritos, golpes y amenazas, y Kleinman terminó preso. Estuvo desde el agosto del 2006 a octubre del 2007 en Batán.
Los investigadores, al indagar en el pasado inmediato al crimen, se enfocaron, naturalmente, en Kleinman y en el borroso limbo de la prostitución de travestis. Un mundo aparte, casi un gueto, una especie de universo oculto, una cofradía de pocos, con códigos de discreción y silencio difíciles de vulnerar.
Para entonces Yésica ya parecía presa de una pendiente que la deslizaba hacia el pozo del cual no saldría más. Por esos tiempos había sido víctima de una especie de secuestro cuando un grupo de hombres la llevó a una fiesta en la zona de Alem donde fue desnudada y ridiculizada. Luego la abandonaron en la calle sin haberle pagado. En diciembre de 2007 le robó una cámara de fotos a un peatón en pleno centro y terminó tras las rejas algún tiempo. Al recuperar la libertad la relación con Kleinman era sísmica y en mayo de 2008 lo atacó con una botella en la calle. Volvió a caer detenida, pero firmó el 22 de mayo una condena de un mes de prisión en suspenso.
Los investigadores, al indagar en el pasado inmediato al crimen, se enfocaron, naturalmente, en Kleinman y en el borroso limbo de la prostitución de travestis. Un mundo aparte, casi un gueto, una especie de universo oculto, una cofradía de pocos, con códigos de discreción y silencio difíciles de vulnerar. Era 2008 y las travestis todavía ganaban el dinero con sus cuerpos y no con la mercancía que los “dealers” les acercaban a sus paradas.
Así se supo que Yésica y Kleinman habían tenido una relación amorosa cimentada en la violencia pero que estaba acabada al momento del asesinato, aunque Yésica insistía en retornar. De hecho, lo fue a buscar la semana anterior a morir y tembló el suelo. Desesperada por el rechazo y la violencia Yésica fue a ver a Paola, otra travesti, y le mostró la boca lastimada. No podía siquiera tomar mate. Dijo que le había pegado Kleinman. Unos días después, el jueves previo al domingo de su muerte, Yésica volvió a ver a Paola. Tenía nuevas heridas.
Porque en los mundos pequeños todo está al alcance de una mirada, Paola se cruzó esa misma tarde del 17 de julio a Kleinman y le reclamó aquello que Yésica le había dicho. “A ese puto de mierda lo voy a matar, me voy a comer ocho años pero lo voy a matar, no me importa”, aseguró Paola que Kleinman le dijo.
El miércoles 16 Yésica se había presentado a las 4 de la madrugada en el hotel Nueva California, donde se alojaba Kleinman, quien a pedido del dueño del lugar debió salir a la calle a calmarla. Hubo escándalo en la puerta y corridas. Yésica llevaba piedras y debió intervenir un vecino, miembro de Prefectura, para que Yésica se retirara. Kleinman fue echado del hotel a la tarde y buscó lugar en el hotel Pergamino.
El sábado 19 a la tarde Yésica había logrado dar con la nueva dirección de residencia de Kleinman, pero la dueña del hotel -la abogada Alejandra Rubianes- la rechazó. Conocía su conflictividad.
Para el fiscal Mariano Moyano esos datos surgidos de la declaración de Paola el día posterior al crimen y los antecedentes de violencia entre ambos fueron suficientes: había un motivo. El 22 de julio Kleinman fue demorado en la calle mientras un grupo de policías allanaba el hotel Pergamino, donde se alojaba.
Había dos hipótesis. O a Yésica la había matado Kleinman o algún cliente furioso por un robo. No existían otros canales de odio. Y de esos dos caminos, el de Kleinman parecía allanado.
El reloj asesino
LAS ULTIMAS HORAS. Varios testigos dijeron que en la madrugada del domingo Kleinman no salió del hotel Pergamino. Llegó a las 20.45 del sábado con una bolsa de mandarinas y manzanas verdes y no salió más. A las 8 de la mañana pidió agua caliente.
Según la autopsia, a Yésica la asesinaron y descuartizaron entre las 22 del sábado y las 2 del domingo, aunque este cálculo contiene una imprecisión porque hubo testigos que la vieron a las 4. De todos modos, por más equivocado que estuviese ese margen forense, Kleinman quedaba de inmediato fuera de toda sospecha. El no había sido el asesino. Fue liberado el mismo día que lo habían detenido.
Con esa línea de investigación agotada, hubo que centrarse en la actividad de Yésica, rehecha a partir de testimonios de otras travestis y algunos clientes.
Nueve horas antes de que su cuerpo apareciera descuartizado a metros de la avenida Juan B. Justo, Yésica estaba en la parada de 20 de Septiembre y 9 de Julio, en La Perla. Allí le comentó a Wanda que tenía que juntar 40 pesos para pagar el hotel, que en realidad era una pensión de 11 de Septiembre y Salta de la que se había ido sin pagar el viernes. Aceptó la oferta de un cliente y se fue, aunque regresó minutos más tarde. Ocho horas antes todavía estaba allí.
Entre las 0.15 y las 2 del domingo, seis horas antes, se la vio en la parada de Gascón y Lamadrid. Yésica le pidió un cigarrillo a Mariela. Minutos después con su bolso negro al hombro, un cuidacoches la vio caminar por Santiago del Estero hacia Colón. A las 2.10 Yanina la vio en un taxi en Salta y Balcarce y a las 4, tres horas y media antes de que hallaran su cadáver, Yésica charló con Tamara y Maia en la parada de 9 de Julio y 20 de Septiembre.
-Me vuelvo para la terminal –les dijo.
En ese lapso de menos de cuatro horas alguien tuvo que levantar a Yésica, llevarla a un sitio cerrado, posiblemente tener relaciones sexuales, matarla, descuartizarla y conducirla hasta la vereda del restaurante en donde arrojó los restos.
Menos de cuatro horas tuvo el asesino para no dejar rastros, excepto un guante de látex, dos bolsas de consorcio, un gesto de perversión en el atado de la bombacha en la muñeca y un par de cabellos sobre el ombligo de Yésica.
Los enemigos
SIN RESPUESTAS. En la perfección descansa muchas veces el azar. ¿Es acaso obra de un experto aquello que no se puede explicar? ¿O tal vez una acción contaminada de inhabilidad obtenga, inusualmente y por su propia naturaleza, un resultado insuperable? Ejecutar un crimen sin planificación suele conducir a un bazar de cabos sueltos, donde el investigador sólo tiene que anudarlos para alcanzar la verdad. Más aún cuando el crimen es tan grosero y expuesto. Sin embargo, en el cruel asesinato de Yésica las reglas se destrozaron en sí mismas.
Del estudio forense del cuerpo sólo pudo rescatarse el perfil genético de un cabello que jamás tuvo un sospechoso con el cual cotejarlo y unas fibras sintéticas que podrían haber sido de la propia ropa de la víctima. El guante de látex, un descuido del criminal, no ofreció pericialmente demasiado. Tampoco las bolsas y fue imposible investigar el lugar en donde se cometió el descuartizamiento. Aunque hubo dos intentos.
Un testigo que sacó a pasear el perro a las 2.20 de la madrugada del domingo dijo haber reconocido a Yésica, quien tocaba el portero del edificio de calle Corrientes donde alguna vez había vivido con Kleinman. Aseguró que Yésica tocó timbre, se pintó los labios y que luego entró. Pese a que otras travestis la habían visto más tarde en otro lugar, se ordenó revisar el edificio y los peritos hallaron manchas de sangre en el ascensor y un pasillo. El estudio de ADN descartó que fueran de Yésica: era sangre de mujer.
Un mes después del crimen un canillita dijo que había visto manchas de sangre en la esquina de Gascón y Corrientes, donde funcionaba entonces un mercado. Una inspección ocular permitió ver que aún la vereda y el cordón de la calle presentaban una coloración diferente. La tecnología forense hizo lo suyo y se extrajo una pequeña muestra que, analizada en laboratorio, descartó que fuera sangre humana.
Por falta de un enemigo o por demasiados (se investigó la Galería 2001 donde, según otras travestis, Yésica solía vender celulares o relojes robados a clientes) no hubo nuevos sospechosos. No había un asesino perfilado, no había una escena del crimen y no había un móvil definido. Muy poco para avanzar en la causa, de modo que se optó por aquello a lo que los investigadores recurren cuando ya no hay expectativas. El 5 de noviembre de 2008 se publicó una recompensa a cambio de información sobre el asesinato de Yésica. Una persona se acercó a contar su historia.
Con la identidad preservada, un hombre dijo que escuchó que a Yésica la habían matado por quedarse con un kilogramo de cocaína. Indicó que esa frase (“Al puto feo lo hicieron puchero por quedarse con un vuelto de droga”) la dijo una travesti en una fiesta de cumpleaños y que él la había oído mientras tomaba cocaína en el baño. El relato no resultó verosímil.
La causa se archivó en 2013, sin embargo, en un sobre blanco rotulado como “12.084-A6” se preserva hoy la conclusión de un estudio de ADN que define un perfil genético que no le pertenece a Yésica. Sí al asesino. Lo obtuvieron durante la autopsia de una de las uñas de la mano en la que le ataron su propia bombacha y de un cabello hallado en su ombligo. Un cabello tan delgado como la esperanza de descubrir quién, dónde y por qué.