Cultura

Una larga charla con Héctor Olivera

Una crónica personal sobre el encuentro del cineasta con el escritor.

Por Eduardo Balestena

Fue gracias a Marta Pato y a Rosanna Lemmi, de la Asociación Amigos de la Villa Victoria Ocampo, que pude establecer contacto con Héctor Olivera y hacerle llegar mi artículo A cincuenta años de la filmación de La Patagonia Rebelde (que el diario LA CAPITAL publicó el 9 de abril). Dolores Bengolea, la esposa del cineasta, me escribió –justo el día de mi cumpleaños – diciéndome que él estaba encantado con el artículo y que me recibiría con todo gusto en Buenos Aires; le contesté que era un preciado regalo que recibía justo ese día.

En Buenos Aires, donde me encontraba circunstancialmente por motivos de salud, debí vencer toda mi timidez para llamarlo. Había seguido numerosas de sus entrevistas y visto muchas de sus películas y cuando su voz clara y jovial contestó mi llamado literalmente me quedé mudo; alcancé a expresarle todo lo que significaba para mí poder hablar con él y las razones de ello, en tono de broma me dijo que ya sabía algo de mí: que era “un exagerado”.

No esperaba verlo en esa oportunidad sino viajar en algún momento, expresamente para entrevistarlo, sin embargo me invitó a visitarlo en su departamento esa misma tarde.

Visión e Intuición

Películas como La Patagonia Rebelde y luego No habrá más penas ni olvido o Plata Dulce, cada una a su modo, definieron a una época y significaron obstáculos y riesgos diferentes.

La impresión que siempre tuve fue la de que las películas centrales de su filmografía habían sido el resultado de una repentina intuición que surgía a veces de la lectura de una obra; algún hecho no tratado antes por el cine; una injusticia notoria y otras por una idea, y que una vez que esa revelación surgía, seguida de la decisión de hacer una película, se instalaba en el centro, desplazando a todo lo demás y que a partir de eso él era capaz de idear las estrategias para llevar ese propósito adelante y lo hacía hasta el final, aceptando los riesgos y concibiendo las estrategias para hacerles frente.

También que –como en el caso de Plata Dulce- sus filmes hacían una lectura diferente de la realidad y la mostraban como vista desde afuera, revelando algo que antes no se veía del mismo modo.

Pensé también que ese riesgo era parte del efecto que la película sería capaz de producir. Algo que todos ven y aceptan no significa riesgo alguno, pero algo que o no se había visto antes de un modo nuevo, o no se acepta, sí produce un riesgo que puede ser grande. Ahora vemos La Patagonia Rebelde desde la consagración de la película y de la obra de Osvaldo Bayer, pero en 1974 fueron muchos quienes la atacaron –recuerdo, por ejemplo, a Armando Bo y un artículo de uno de los soldados conscriptos del Regimiento 10 de Infantería, justificando a sus superiores, en una revista del tipo de Gente o 7 días-. Eso sin hablar de que –mientras triunfaba en el exterior- la película era prohibida en Argentina y de todo lo que había significado hacerla y lograr que se estrenara. No habrá más penas ni olvido mostró las facciones violentas en que el peronismo se dividía en la década del 70, en momentos en que esa violencia estaba todavía latente y podía volver al poder.

Al mismo tiempo que Aries, la productora y luego también distribuidora que crearon con Fernando Ayala, fue una empresa de entretenimiento, en otro plano actuó con libertad creativa y valor para llevar los proyectos adelante, en momentos en que la libertad era amordazada por la censura.

Impresiones

Con ansiedad pulso el timbre del portero eléctrico que corresponde a su departamento y una voz entusiasta responde diciendo –en tono interrogativo- mi nombre y al par que le respondo “sí” recuerdo la fuerte impresión que La Patagonia Rebelde me produjo a los 19 años, cuando la vi por primera vez. De pronto, apenas salido del ascensor, se abre la puerta de su departamento y allí está él, el cineasta que recorrió el mundo y que conoció a infinidad de directores, actrices y actores. No sé por dónde empezar, pero su sencillez y afabilidad allanan todos los pruritos y de pronto estamos charlando animadamente, como si nos conociéramos desde antes.

Fabricante de sueños, su autobiografía, es a la vez una historia chica de la política argentina así como el recuento de sus películas y el modo en que una cosa se vincula a la otra. Ese título obedece a que en una oportunidad solicitó un préstamo en un banco y el gerente le preguntó qué fabricaba; al decirle que era un cineasta le respondió peyorativamente que solo era un fabricante de sueños.

Le comento que, siendo chico, vi la película Inspiración, de Jorge Jantus –que menciona en su libro- sobre la vida de Franz Schubert, parte de cuyo rodaje Héctor Olivera vio en 1946, cuando acompañó a su madre –asistente del escenógrafo Gori Muñoz- a los estudios Baires Film. Aquel momento definió su suerte.

Es rápido y ocurrente y su vida personal y el cine no se encuentran separados, no hay una línea que divida una y otro sino que todo es uno donde las historias van y vienen. El cine es vida y la vida es cine.

Le cuento que al leer su autobiografía iba viendo algunas de las películas que menciona, como El Jefe y volviendo a otras, como Las Venganzas de Beto Sánchez o No habrá más penas ni olvido y que de pronto advertí que un motivo musical de El Jefe fue la cortina de la productora Aries. Cuando Lalo Schiffrin lo supo lo orquestó nuevamente, me dice.

La charla es intensa; él no tiene actitudes críticas respecto a personas con las que no ha estado de acuerdo, simplemente señala los hechos. No habla mal de nadie, sabe escuchar y se refiere con humildad a sí mismo.

Las Venganzas de Beto Sánchez, le digo, es un filme original y profundo pero la lista de películas es enorme y las anécdotas vinculadas a ellas también. Alguien le dijo que contar anécdotas es cosa de viejo y le contesto que no, que esas anécdotas son un acervo de historias, un bagaje que lo define y que es necesario que sea conocido por otros.

La Patagonia Rebelde

Es La Patagonia Rebelde la que me trajo a este lugar en este momento. Aquellos hechos enterrados bajo una vergonzosa lápida de silencio -tan espantosos que nadie hablaba de ellos- fueron parcialmente abordados en dos fascículos de la revista Polémica, Historia Integral Argentina, del Centro Editor de América Latina, en 1970/71, que Osvaldo Bayer criticó por ciertas inexactitudes en su vasta obra que abordó ese tema, lo sacó definitivamente a la luz y lo instaló en el debate público.

Le pregunto por el cambio de título, de Los Vengadores de la Patagonia Trágica al definitivo y cuál fue el paso siguiente a la decisión de hacer la película y me responde que fue escribir el guión el siguiente paso y luego su presentación al ente respectivo y que al preguntársele por el título que llevaría el filme, criticando la extensión del de Osvaldo Bayer, de inmediato pensó en La novicia Rebelde y con toda seguridad dijo que la película se llamaría La Patagonia Rebelde.

A veces los grandes filmes parecen ser el resultado de una serie de circunstancias únicas –favorables algunas y adversas otras, presentándose al mismo tiempo- que las hacen ser el resultado de determinados elementos. Citizen Kane, por ejemplo, estuvo marcada por la confluencia del guión de Herman Mankiewicz –una verdadera obra de la mejor literatura- , la fotografía de Gregg Toland y las ideas del expresionismo alemán que puso en práctica, los actores del Mercury Theatre y muchos técnicos que vieron en ella la oportunidad de, bajo la dirección de Orson Welles filmando su primera película, hacer un trabajo creativo. The Third Man estuvo signada por los diálogos de Carol Reed, su director, con Graham Greene, el autor del esquema inicial de la historia (ambos reunidos por Sir Alexander Korda), la música de Anton Karas y la extraordinaria fotografía de Robert Krasker, en el escenario de la Viena ocupada durante la inmediata posguerra. Algo semejante sucedió con La Patagonia Rebelde, con la fotografía de Humberto Caula, el notable vestuario de María Julia Bertotto y el montaje de Oscar Montauti, que, versando sobre un hecho soterrado cuya exposición causaría mucho malestar, fue pensada bajo una circunstancia política –la primavera camporista- y filmada bajo otra muy distinta –el dominio de la ultra derecha-, con amenazas y –según lo refiere Osvaldo Bayer- exigencias de detener la filmación, que pudo seguir gracias a Jorge Cepernic, cuyo padre había sido huelguista, entonces gobernador de Santa Cruz, amigo de Osvaldo Bayer; juntos recorrían las estancias en un Fiat 600, en busca de testigos. Según el historiador, ese empeño de Cepernic –sin quien la película muy probablemente no hubiera podido ser hecha- contribuyó a la intervención que sufrió su provincia al año siguiente. También estuvo marcada por el esfuerzo por rodarla en esas condiciones, que no desmereció en lo más mínimo la importancia y la calidad del filme.

Una película de esa magnitud, filmada en el lejano sur, con gran demanda de elementos (autos, camiones, trenes y gran cantidad de personas) alojándose en carromatos en alguna oportunidad y las mujeres en un hotel que había sido un burdel, en una escena política violenta, es de por sí una especie de épica.

En la filmación de la escena tan intensa del fusilamiento de Daniel Shultz -Pepe Soriano-, teniendo que aprovechar las pocas horas de luz para filmarla con la luminosidad necesaria, algunos actores llegaron hasta el director diciéndole que se negaban a filmar si Bayer se encontraba presente. La reacción de Héctor Olivera fue tajante –la rememora repitiendo con el mismo énfasis las mismas palabras- y los conminó a seguir filmando. El resto de las peripecias están mencionadas en el artículo A cincuenta años….

Es una especie de ironía, le señalo, que David Viñas, que supervisó el guión, fuera hijo del juez Ismael Viñas –que aparece en el filme- durante la primera huelga y que –lo mismo que José María Borrero, el autor de La Patagonia Trágica- dejó solos a los trabajadores durante la segunda huelga y luego, como juez, no investigó ninguno de los delitos que le fueron denunciados por quienes sobrevivieron.

Hablamos largamente del filme, se entusiasma, revive los diálogos y de pronto me mira y exclama “¡cincuenta años!” como preguntándose cuándo pasaron, si todo parece sucedido ayer.

Héctor Alterio, Luís Brandoni, Osvaldo Terranova, Tacholas, Max Berliner, Emilio Vidal, Eduardo Muñoz, Carlos Muñoz, José María Gutiérrez, Federico Luppi y tantos extraordinarios actores en un elenco único y una serie de peripecias también únicas.

“No puedo imaginar qué música puedo hacer para esto” le dijo Cardozo Ocampo; “pensá que es un dibujo animado“ le contestó Héctor Olivera y el rostro del músico se iluminó y fue concibiendo aquella música que terminó siendo lo que subraya todos los climas del filme.

Lo mismo que Osvaldo Bayer, Héctor Olivera quería terminar la película con la escena de las meretrices enfrentando a escobazos a los soldados. “Es demasiado”, le dicen, “mostrar que el Ejército no solo fusiló sino que fue rechazado a escobazos” y el final terminó siendo el que conocemos, uno parece sintetizarlo todo.

Poco después la película se consagró en el Festival de Berlín y recibió el elogio del mundo cinematográfico y a los 43 años de edad Héctor Olivera surgía como un gran director.

Colofón

Las referencias a las películas se suceden: El Arreglo, El Caso María Soledad: “un grupo de colegialas termina haciendo caer a una dinastía política que había manejado Catamarca por décadas” reflexiona. Los títulos surgen y cada uno tiene una historia.

Le pregunto por Plata Dulce. Es conocida la anécdota de que el titulo sería “Dios es Argentino” y que, coincidente su filmación con la Guerra de Las Malvinas alguien dijo a Fernando Ayala en la calle que esa era la clase de películas que hacía falta, porque íbamos a ganar, con lo cual el sentido dado a ese título cambiaba absolutamente; otro posible era “Deme dos” pero terminó siendo el que conocemos, que define a una época, precisamente la época de la plata dulce.

La película es una radiografía de la economía de entonces -le digo- de las operaciones y maniobras y me responde que el llevar adelante la productora Aries le hizo aprender todos aquellos rincones de la economía y que por eso conocía tan bien el tema.

Un gran guión se caracteriza no sólo por diálogos y situaciones sino por el peso y el brillo de cada palabra, por su funcionalidad en la historia y por el ingenio de los giros verbales; frases como “Bonifatti, Carlos Teodoro, estamos entrando en la patria grande”; “Hacé todo el líquido que puedas” o “Con una buena cosecha nos salvamos todos” están llenas de ironía, reflejan las creencias de una época y forman parte del habla; nuestro lenguaje las adopta, se apropia de ellas.

“Es mía la historia y el argumento y también hice el guión”, me dice, en el que además trabajaron Oscar Viale, ese gran guionista y dramaturgo, y Jorge Goldemberg. El argumento es perfecto: la acción no se detiene nunca y no hay una sola fisura en la historia.

De a poco, sin notarlo, advierto que el cielo se ha ido oscureciendo y que ya son las siete; luego de más de dos horas el diálogo sigue vivo, sin languidecer, pero no quiero abusar más de la hospitalidad de Héctor y –comenzando a despedirme- le digo que, como él, mi mamá también nació en 1931 y que al verlo pienso que podría estar hablando con ella. Se lamenta de que ella haya muerto tan joven.

Edelmiro Correa Falcón, el mejor hombre que tuvieron los estancieros en 1921, ex policía y ex gobernador, así como miembro de la sociedad rural, recibió a Osvaldo Bayer en su departamento de Buenos Aires, le ofreció whisky escocés y le dijo que durante la sangrienta represión le pidió a Varela que no fusilara a tantos chilotes porque iban a tener que darles las labores de esquila a los argentinos, siendo que a los chilotes podían pagarles todavía menos. Esos son los intereses en cuya defensa asesinaron Varela, Viñas Ibarra y Anaya.

Los huelguistas iban de un sitio a otro, esperando negociar y creyendo que podrían lograrlo se rindieron en la estancia La Anita, el lugar donde el número de fusilados el 7 de diciembre de 1921 fue el más alto, ente 250 y 150 según los anarquistas y 120 y 140 según el cálculo de estancieros y policías1.

Siento que ya no puedo ir más allá, que fui a las fuentes mismas de aquella historia que conocí en 1974; que necesité llegar a este punto, hablando con Osvaldo Bayer primero y ahora con Héctor Olivera, quien me muestra los osos de plata que ganaron La Patagonia Rebelde en 1974 y No habrá más penas ni Olvido, en 1984. El primero le fue entregado por Giulietta Masina y el segundo por Liv Ullmann.

“Estoy planeando hacer un viaje en moto para recorrer los memoriales de los fusilamientos” le comento poco antes de despedirnos y lo abrazo y en ese abrazo se confunden el que fui entonces, en 1974, con el que soy ahora, girando en la misma historia y estrechando con mis brazos a quien, poniendo todo en riesgo, la contó al mundo.

Salgo y en la calle ya es noche y –después de un curioso viaje- me parece estar regresando a otro mundo.

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