Por Alberto Farías Gramegna
“Actitud: Disposición de ánimo manifestada de algún modo” (Diccionario RAE)
“El abc de la Psicología Positiva es la de coger hábitos” -Víctor Küppers
“No siempre gana distancia el hombre que más camina. A veces, por ignorancia, andar se vuelve rutina”
– Alberto Cortez (Ni poco ni demasiado)
Ni poco ni demasiado, todo es cuestión de medida, decía el recordado Alberto Cortez en su clásico tema musical. Todo es cuestión de medida y de actitud, me permito agregar; pero ¿qué es la actitud? La Psicología, -ciencia mayor cuyo objeto riguroso de estudio no es el “alma” (sic), ni “la psiquis” (sic), ni el “inconsciente” (sic), sino el comportamiento-, aborda e intenta explicar y comprender (ambos conceptos son enfoques complementarios pero diferentes) la conducta resultante de una “actitud”, es decir una tendencia hacia un determinado objetivo final y en una situación dada (variable contextual esta última de relevancia). Tendencia que a su vez es determinada de manera compleja por causas y motivaciones ligadas a perfil de carácter, creencias, ideologías, intereses,
curiosidades, necesidades, reacciones defensivas, etc. La actitud, además, también debe vincularse con el telón de fondo del estilo y estructura de la personalidad de cada sujeto.
La personalidad hace una diferencia
No es que una determinada actitud dependa de un tipo de personalidad, sino que las características de una personalidad pueden facilitar o eludir esta o aquella actitud. Pero vamos a un ejemplo simple y quizá insuficiente para ilustrar el concepto: supongamos que dos personas observan al mismo tiempo que una tercera -desconocida por ambos sujetos- cruza velozmente una calle sin esperar la luz verde que habilita al peatón en su derecho y lo hace por fuera del llamado “paso de cebra”.
Uno de los observadores censura ese comportamiento diciendo que “esa gente es antisocial e individualista y
debiera ser multada severamente y que se comportan así porque en el fondo son malas personas” (sic). Al otro observador también le parece incorrecta la conducta que transgrede la norma, pero no emite enseguida una conclusión inapelable, porque solo tiene datos insuficientes vinculado a la “conducta final observable”, que no habilita a conclusiones taxativas. Su actitud es más interrogativa que asertiva axiológica: se pregunta si ese comportamiento es singular de esa persona o un efecto genérico sociocultural e incluso puede imaginar un motivo puntual por el que a esa persona le urge llegar rápido a algún lugar.
Es decir, se permite relativizar las posibles causas del comportamiento por falta de datos e intenta buscar posibles causas y/o motivos que le permitan explicar y comprender esa conducta puntual. Ambas actitudes, las del primer y la del segundo observador son claramente diferentes, una asertiva punitoria de inicio y otra interrogativa prudente, aunque los dos coinciden en calificar como inadecuada la transgresión a la norma. Es decir que en el plano normativo axiológico (valorativo) hay coincidencias, pero en el volitivo pragmático no, porque en un caso prevalece el pre-juicio creencial como efector único (y quizá sistemático ideológico) y en el otro prevalece lo analítico que
justifique y valide un juicio posterior. De tal manera que las actitudes definen perfiles interactivos y
condicionan los vínculos interpersonales, reforzando tendencias y condicionando respuestas en una
dinámica de realimentación dialéctica.
Antes de continuar, es importante señalar que las actitudes tienen dos dimensiones coherentes entre
sí, esto es que son consecuentes y en parte retroalimentadas: uno es el patrón de pensamiento sobre
un tema o valor y otra la acción observable. Si creo que alguien es mentiroso, -lo sea o no- diga lo
que diga lo pondré en duda. Recuérdese el refrán popular “En boca de mentiroso lo cierto se hace
dudoso”.
Tres que son cuatro: los mosqueteros de la actitud
Mencionamos a la personalidad, a las creencias y a la situación como variables que inciden al momento de emerger la actitud, pero hay una cuarta variable en juego: el rol social. Las sociedades son escenarios en donde las personas actúan personajes encarnando roles, desde los roles familiares hasta los sociolaborales. Ellos nos definen, nos orientan, nos limitan y nos sujetan a las tareas prescriptas y esperadas: que el profesor en el aula enseñe, que el padre en la casa oriente, contenga y proteja, que el actor en la sala teatral simule el personaje que indica el guion de la obra, pero sin dejar de ser él mismo cuando termine de actuar. A esto se le llama “expectativa de rol”. Siendo el
rol una función operativa que sostiene una rutina de acciones y discursos desde un personaje, cuya dinámica es interactiva, ya que todo rol implica por defecto un contra-rol: no hay padre sin hijo, ni profesor sin estudiante, no hay democracia sin ciudadanía, ni república sin instituciones, ni libertad sin ley. Al mismo tiempo esos roles singulares que se expresan en la acción del “personaje” al tiempo que, imbricados en cada estilo de personalidad, se manifiestan sobre un “telón de fondo” continuo: la cultura de una sociedad dada.
Los sociólogos y antropólogos sociales han investigado lo que llaman el “carácter nacional” y la “personalidad básica social”. Ambas nociones pueden ser definidas simplistamente como la forma de ser, pensar y ver el mundo de un colectivo cultural, más o menos homogéneo en un momento histórico concreto.
Pero en este punto se hace necesario diferenciar al “personaje social” del “personaje teatral”; es decir, a la persona que actúa el personaje de sí mismo, de la del actor que actúa personajes ficcionales. Son formatos diferentes en su dimensión biunívoca de realidad-ficción y su elemento diferenciador nodal es la “identidad”.
El personaje social se fusiona con la persona que lo actúa sesgando y modelando su identidad, en tanto que el personaje teatral es solo una simulación consensuada que no altera la identidad del actor, salvo obsesión patológica.
En el primer caso una parte importante de la identidad personal está condicionada por el personaje social y actuamos respondiendo al tipo de “expectativas sociales” que la cultura nos propone. La calidad de aquellas
expectativas sobre las actitudes responsables o irresponsables de un personaje social determinará el
mayor o menor conformismo o insatisfacción del sujeto ante su propio comportamiento de rol.
Del comportamiento “normativo” al comportamiento “espontáneo”: una cuestión de actitud
positiva
Tal como dice Víctor Küppers (1) el comportamiento normativo (de rol) es condición necesaria, pero
con frecuencia no suficiente para facilitar actitudes positivas y constructivas. Es ahí donde se hace
necesario el comportamiento espontáneo, que no quiere decir irracional ni azaroso. El comportamiento espontáneo es producto de la “inteligencia emocional”, de la identificación con el otro y del razonamiento contextual y reflexivo que mencionamos al comienzo de esta nota.
No implica una actitud prescriptiva basada en el prejuicio, sino en una reflexiva hija de una lectura de contexto y “sentido común”. En este sentido el autor mencionado, enfatiza el valor de la actitud en
general y del componente del comportamiento espontáneo en particular, y lo sintetiza en la fórmula
siguiente a la hora de evaluar un desempeño cualquiera (laboral, por ejemplo): v = (c+h) x a. El
valor (v) es igual a conocimientos (c) + habilidad (h) x actitud (a)
Ni poco ni demasiado
Entonces el valor de una conducta eficaz, es decir el resultado positivo de la misma se integra por los conocimientos específicos más la “habilidad” (el saber cómo y la experiencia) multiplicados por la actitud ante la situación: En una de sus conferencias, Küppers da el siguiente ejemplo: la obligación normativa de un conductor de bus urbano, por su rol laboral profesional, es detenerse solo en la paradas designadas e identificadas. Y así lo hace regularmente. Supongamos que al trasponer una de ellas observa que un potencial pasajero no ha llegado a tiempo e intenta correr detrás del vehículo hasta la próxima parada para no perderlo también allí. Por normativa el conductor debiera seguir y detenerse en el lugar oficialmente designado, pero si responde con un comportamiento espontáneo, al
ver la escena, detiene el bus antes para que el pasajero pueda abordarlo sin tener que seguir corriendo
a su lado. Esta actitud obedece a una identificación contextual y situacional que trasciende a lo formal normativo. Es cierto que al detenerse antes el conductor trasgrede una norma de seguridad conforme a su expectativa de rol, pero al mismo tiempo humaniza el mismo, aún a costa del “riesgo” de hacerlo si sucediera un incidente en esa nueva situación. Una parte de la vida cotidiana en comunidad se asienta en el equilibrio entre lo normativo del personaje de rol y lo espontáneo de la persona de necesidad. Ni poco ni demasiado, todo es cuestión de medida.
(1) Küppers, V (2012) El efecto actitud, Sinergia- Ed Invisibles, Barcelona