Panorama político nacional de los últimos siete días
Por Jorge Raventos
Ya están lanzadas las campañas electorales, a mitad de camino entre las PASO y las elecciones generales ya se produjo el primer debate televisado entre candidatos porteños, mientras los candidatos bonaerenses se presentaban en el escenario de IDEA. El 14 de noviembre el país votará modificaciones en los elencos legislativos y algunos cambios en la relación de fuerzas en las cámaras. Después quedan dos años hasta las presidenciales.
Urnas y gobernabilidad
Los analistas de opinión pública vaticinan una confirmación de las tendencias observadas en las primarias y algunos se aventuran a asegurar que la derrota oficialista será más marcada en noviembre. Con anticipado optimismo, Patricia Bullrich y María Eugenia Vidal, aunque divergen internamente en el Pro, coincidieron en notificar que coalición Juntos reclamará la presidencia de la Cámara de Diputados si alcanza la condición de bloque más numeroso.
Cuando, a fines de 2001, el peronismo -bloque más amplio del senado entonces- designó presidente provisional de esa Cámara al justicialista Ramón Puerta; la alianza gobernante de entonces, formada por radicales y frepasistas (una especie hoy extinguida o transmutada), denunció una operación destituyente (evocando un concepto que no había sido inventado aún). En rigor, aunque tanto el vicepresidente como el presidente de aquel gobierno (Carlos Alvarez, Fernando de la Rúa) dejaron sus cargos sucesivamente y por dimisión voluntaria, aquella objeción hizo carrera. Se suponía que los titulares de las Cámaras, que están constitucionalmente en la línea sucesoria en caso de acefalía, debían pertenecer a la misma fuerza del presidente. Al parecer esa doctrina está siendo abandonada.
La quimera de la asamblea
Si el tema adquiere alguna actualidad se debe a que, a partir de la fuerte caída experimentada por el oficialismo en las PASO de septiembre y del zipizape posterior (audios, cartas, renuncias, etc.), algunos observadores han empezado a fantasear la eventualidad de una crisis terminal que empuje fuera del escenario a Alberto Fernández y determine también un alejamiento de la vice que, según esos cálculos, “es tan conciente de que no está en condiciones de gobernar que por eso eligió dos años atrás a otro más potable que lo hiciera por delegación”.
La sospecha deriva de la hipótesis de que una derrota dramática del oficialismo hará estallar la gobernabilidad, y viene acompañada de comparaciones con situaciones políticas complicadas atravesadas en las cuatro décadas de la actual etapa democrática: así surge la analogía con la crisis del año 2001.
Es cierto que nuevamente la gobernabilidad está comprometida: la figura presidencial ya venía perdiendo autoridad antes de las PASO y esa elección operó como un plebiscito que lo golpeó ferozmente (no solo a él, sino a todo el sistema de poder que lo llevó a la Casa Rosada).
La Argentina es un país de instituciones débiles, en el que, cuando hay poder político, éste puede contener y sostener un traspié institucional. En julio de 1989, cuando la hiperinflación suscitó crisis social y saqueos y se convirtió en insoportable para el gobierno de Raúl Alfonsín al que aún le restaban seis meses, el sistema político pudo dar una respuesta porque ya había un presidente electo y éste contaba no sólo con la legitimidad de su victoria en las urnas, sino que ostentaba una gran legitimidad en su propia fuerza, pues había alcanzado la candidatura a través de un multitudinaria comicio interno del que participaron casi dos millones de afiliados al justicialismo. La crisis se pudo contener porque hubo un traspaso anticipado del poder: ese anticipo institucionalmente heterodoxo, apoyado en un poder político que tenía solidez, legitimidad y consenso permitió surfear la crisis y consolidar el edificio institucional.
El certificado de gobernabilidad qué aportaba entonces Carlos Menem estaba dado no solo por haber triunfado en la elección general sino por el poder político que emanaba de la autoridad democráticamente sostenida por su propio partido.
La legitimidad del gobierno de Alberto Fernández, aunque incuestionable por su triunfo de 2019, arrastra una debilidad de origen: su candidatura no surgió de una elección interna, dependió de un solo voto, de la decisión de una sola persona. Y, además, de una sola persona qué internamente había sido vetada por el conjunto de su fuerza y sobrellevaba una altísima cuota de rechazo, factores que lúcidamente la llevaron a declinar una candidatura propia.
Por tales motivos, la presidencia de Alberto Fernández cuenta con pilares políticos vulnerables, que han sido azotados por el resultado de las PASO y ahora deben atravesar otra prueba exigente.
Dicho esto, es preciso consignar que “la quimera de la asamblea legislativa” guarda una cierta simetría invertida con la “metáfora del helicóptero”, empleada en su momento para augurar un final prematuro al gobierno de Mauricio Macri (que no se produjo): suena más bien a wishful thinking de analistas impacientes, que no se sienten satisfechos con arrebatarle algunas bancas en Diputados o en el Senado al oficialismo y temen que en los dos años siguientes -lo que resta hasta las presidenciales de 2023- el peronismo se encargue de enderezar el rumbo del gobierno, corrija las fallas centrales del dispositivo que fue derrotado en septiembre y pueda retomar la iniciativa.
De hecho, el núcleo central del peronismo histórico (sindicatos, poderes territoriales y los movimientos sociales) se está poniendo al timón de las rectificaciones. La figura clave en este etapa es Juan Manzur, el jefe de gabinete -o primer ministro-, que viajó a Estados Unidos a mantener conversaciones con el gobierno de Joe Biden y con sectores financieros y para respaldar ostensiblemente la negociación con el Fondo Monetario Internacional que pilotea el ministro de Economía, Martín Guzmán.
Realismo versus ideologismo
El viento que sopla desde el peronismo tradicional, que Manzur expresa, tiende a reemplazar el ideologismo por el realismo en el ejercicio del gobierno. El viaje de Manzur indica el interés por estrechar los lazos con Washington.
Según admite un analista que lo quiere poco, “Manzur se propone como amigo del ‘imperio’ y vinculado al sector empresarial”. El sector que prefería tener enfrente una jefatura autolimitada por su ideologismo, se inquieta ante una política que decide no navegar contra la corriente, sino a favor de ella.
Manzur viajó a refirmar el interés argentino por cerrar el acuerdo con el FMI. Quienes venían reclamando que ese acuerdo se concretara, se inquietan ahora ante la posibilidad de que el peronismo lo cierre. Es tan curiosa la situación, que esos sectores llegaron a alentar desde lejos el eventual desplazamiento de Kristalina Georgieva de la dirección general del FMI sencillamente porque ella, como señaló Guzmán en un tweet, ha dado “pasos que cambian el ethos del FMI, dejando atrás aquel moldeado por el poder financiero global que contribuyó a un mundo más desigual e inseguro” y, en la práctica, trabaja con el Gobierno argentino en la elaboración de un programa que “permita inducir el crecimiento y el empleo”.
Georgieva, que había sido cuestionada por aspectos de su gestión cuando conducía el Banco Mundial, superó el examen del directorio del Fondo Monetario Internacional, incluyendo allí el voto positivo de la representación de Estados Unidos.
Instituciones y política
La administración que conduce Manzur y preside Alberto Fernández ha dado más señales claras de cambio de rumbo. El protagonista de varias de esas señales es Julián Domínguez, el ministro de Agricultura. Esta semana volvió a reunirse con el Consejo Agroindustrial, que reúne a los actores de toda esa cadena de valor. Se comprometió a no provocar cambios que no se informen y negocien previamente en ese ámbito. Lo hizo después de poner en práctica su promesa de levantar el cepo de las exportaciones de carne.
Así, el gobierno va encarando un giro para avanzar no contra la corriente, sino a favor de la realidad del mundo. Ese giro se apoya en los poderes territoriales, los movimientos sociales y el movimiento obrero. Mañana los sindicatos exhibirán a pasos de la CGT su capacidad de movilización, su reivindicación del peronismo histórico (se recuerda el 17 de octubre de 1945) y su programa actual: desarrollo, producción y trabajo.
Una semana atrás, el analista Sergio Berenstein aludía oblicuamente, en La Nación, a la configuración particular que parece adoptar el gobierno con un presidente empalidecido por las circunstancias y un jefe de gabinete que adquiere centralidad. Berenstein recordaba que Constitución de 1994 incorporó la figura del jefe de gabinete por idea de Raúl Alfonsín, inspirado por su fuente jurídica preferida, el fallecido pensador Carlos Nino. Alfonsín pretendía impulsar “un sistema semiparlamentario similar al formato de la 5ª República francesa. Buscaba generar una suerte de fusible en caso de crisis para preservar la gobernabilidad democrática: que en circunstancias en las que sufra un debilitamiento la autoridad presidencial, el Jefe de Gabinete de Ministros pudiera tener los recursos políticos e institucionales como para sostener el gobierno y garantizar la estabilidad política. De este modo, instauraron una suerte de híbrido entre un sistema que continúa girando alrededor del presidente y un JGM que aspira a moderar esos atributos y complementar al titular del Poder Ejecutivo en casos de crisis o debilidad”.
La centralidad que alcanzó Manzur -señala Berenstein- es exactamente lo que buscaban los constituyentes de 1994 cuando incorporaron la figura del JGM”. Ese armado institucional, tiene viabilidad si la política lo contiene. Y la política puede contener si se confirma el cambio de rumbo en curso, el protagonismo de las poderes territoriales, la convergencia de los sectores del trabajo y la producción, si la unión nacional reemplaza la confrontación estéril y el realismo ocupa el lugar del ideologismo anacrónico.