Policiales

Un episodio de alcohol y muerte en el bar Francés

Se iba la primera semana de septiembre de 1908 cuando un hecho de sangre sacudió el centro de Mar del Plata. Quedó oculto en la historia como un suceso que tuvo como víctima a un bebedor. Aquí se rescata con el dilema de aventurarse a sostener que tal vez se trate del primer caso de "gatillo fácil" registrado periodísticamente.

Todas las imágenes de esta nota fueron generadas con Inteligencia Artificial (Image Creator).

 

Versión leída por Elena, avatar Inteligencia Artificial.

 

Por Fernando del Rio

 

Eran las 10.30 de la noche del 7 de septiembre de 1908 cuando Ernesto Gómez se negó a pagar la cuenta en el bar Francés de Belgrano y Catamarca. Al menos eso fue lo que habría de decir después de la tragedia el dueño del local Don Juan Marletti cuando le preguntaron qué lo había iniciado a todo aquello.

Ernesto Gómez era un pastelero que trabajaba en su propio horno ubicado en las afueras de Mar del Plata, “afueras” que en los tiempos modernos se entiende por una ubicación no mucho más distante de la actual calle San Juan. El bar Francés era sitio de reunión y esparcimiento, donde se podía tomar algunos tragos, tal como Gómez y su amigo Francisco Figueroa habían decidido hacer esa noche. Pero llegado el momento de retirarse y pedir la cuenta, hubo un desacuerdo. El ya conocido desacuerdo etílico, ese comportamiento en busca de una justicia que se cree esquiva y cuyo brazo ejecutor es siempre el dueño del bar.

La discusión se montó sobre la cantidad de vasos que Gómez y su amigo Francisco Figueroa habían consumido, algo sobre lo cual no estaba para nada de acuerdo Don Marletti que, ante el tono que percibía ya inminente, se ordenó a sí mismo llamar a la policía. En tanto, encomendó a su mujer que impidiera la fuga de ambos hombres. Esta circunstancia empeoró la situación, dado que ambos parroquianos entendieron no solo que se les quería cobrar de más, sino que lo que se les oponía era “apenas una mujer”. Poca cosa para detener el ímpetu, pensaron. Entonces los insultos y faltas de respeto fueron la chispa que le faltaba a aquel polvorín. Hubo una pelea de magnitud suficiente para involucrar a Don Marletti, su esposa, los dos clientes disconformes y varios otros que tomaban partido por alguna de las dos posturas.

En medio de la confusión, Gómez acertó la puerta con sus pasos y la atravesó hacia Belgrano, donde, creyéndose librado de cualquier riesgo y confiado en que su amigo Figueroa haría lo mismo, empezó a correr para alejarse. Sin embargo, a los pocos metros de allí se le apareció el escribiente de la policía Ernesto Sánchez Medina acompañado por dos agentes. Los tres habían trotado un par de cuadras desde la comisaría primera sin demasiadas expectativas más que las de intervenir en uno de los tantos problemas entre borrachos que se desconocen. Tampoco tenían asignadas tareas mucho más complejas que esas, hay que decir todo.

 

La cerrada noche enfrentó a dos mundos en la calle Belgrano. El del que creía tener el poder para poner orden y el desordenado. Mientras que del bar Francés provenían ruidos a vidrio roto y a revuelo, el silencio repobló el encuentro y el tiempo pareció estancarse bajo la luz cálida de la farola. El escribiente Sánchez Medina y sus agentes dudaron unos segundos en comprender que ese hombre que ya había detenido su marcha en medio de la vereda sorprendido por sus presencias no era una víctima en busca de resguardo, sino más bien el provocador de todo. Pero fue apenas un segundo.

—¡Deténgase ahí mismo! —ordenó Sánchez Medina.

Algunos declararían después que se escucharon tres detonaciones. Que la primera de ellas justificó las dos siguientes. Otros dicen que cómo podía ser posible eso si nadie encontró más armas que las que tenían los policías. De lo que nadie tendría dudas fue que el pobre Ernesto Gómez cayó derrotado por las dos balas que, tras salir rugiendo del revólver de Sánchez Medina, se incrustaron una en un brazo y otra en el vientre.

Los policías, ignorando la gravedad de las lesiones, se abalanzaron sobre el pastelero Gómez y le aplicaron algunos golpes más en su afán por minar del todo su resistencia. No fue necesaria intervención alguna sobre el bar porque fueron las mismas detonaciones las que acabaron con la trifulca.

Gómez, malísimamente herido, fue llevado en primera instancia hasta la comisaría primera, dependencia en donde el médico de policía, de apellido Adrán, dijo que no podía hacer nada más que trasladarlo al hospital. La bala del vientre había hecho suficiente daño y la vida se le fue a Gómez entre maldiciones y lamentos por su mala suerte.

Como era de esperar, hubo varios testigos de la pelea, pero muy pocos de la balacera. Sánchez Medina adujo que Gómez le había disparado primero y en respaldo de esa narración una inspección en el bar Francés dio con un proyectil en una de las habitaciones. Se dijo que esa bala podía haber atravesado una ventana de la calle Catamarca y acabar su trayectoria allí.

La actuación policial, acaso indulgente hacia sus agentes involucrados, fue deliberadamente mala. Un testigo mudo quiso aportar su versión, la que aseguraba que Gómez no había disparado primero y que había recibido una golpiza después de herido. Se apertrecharon en esa incapacidad del habla para explicar las dificultades enormes en comprender lo que intentaba graficar. Otro parroquiano de apellido Ballina pretendió declarar, pero ni siquiera se lo consultó. Figueroa, con lesiones por todas partes por el trato que le habían dispensado dentro del bar, intentó una defensa de su amigo caído en desgracia. Recién pudo hacerla unos días más tarde cuando fue trasladado a Dolores, donde estaban los juzgados por aquellos años.

Con Sánchez Medina detenido preventivamente, la investigación quedó a cargo del inspector Pedro H. Duffau y su escribiendo Ernesto Vignoles, ambos de la policía. En menos de una semana pudieron (¿re?)construir lo sucedido y elevaron un informe al juez Gilberto Míguez que, además, tomó declaración por su cuenta a algunos policías más y a Venancio Mendoza, un ordenanza municipal que tenía en su memoria algunos recuerdos del sangriento hecho por haber sido testigo directo.

A pesar del interés de la viuda Corina S. de Sánchez por demostrar que su marido no era un hombre de malvivir como se había difundido en un principio y que jamás llevaría un arma encima, el juez falló en favor del policía.

“El escribiente Sánchez Medina obró en legítima defensa de su persona y vida de modo que corresponde declarar su definitivo sobreseimiento en este proceso”, remarcó la sentencia.

Algunos creyeron en Mar del Plata que no se había hecho justicia y que el policía había gatillado sin necesidad. También que en el bar Francés se había fraguado un desproporcionado enojo hacia Gómez, origen de la tragedia. Tal vez por eso, dos semanas después del crimen y apenas conocida la noticia del sobreseimiento del policía, un ignorado y audaz personaje de la noche aguardó a que el bar estuviera repleto. La gente jugaba naipes, otros al billar, los demás charlaban animados por los tragos que Don Marletti expendía. Se acercó a la ventana de la calle Catamarca y por una pequeña ventana lanzó hacia el sótano dos bombas. Una sola detonó. El sobresalto en el bar fue tal que todos abandonaron sus placeres y salieron a la calle.

Minutos después, el oficial Loza de la comisaría primera llegó para corroborar que no había sido más que un petardo de estruendo.

Los parroquianos, como si nada, volvieron a sus cosas en el bar Francés.

 

 

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