Cultura

Tarde de domingo

por Marta Ferro

El cine arte cuyas funciones tienen lugar en el teatro Auditorium ha cambiado transitoriamente de lugar con motivo del fin de semana largo. ¿Será sede de un espectáculo de música o de cualquier otro tipo, de acuerdo a las prioridades de alguna autoridad vigente? Nos parece raro, pero, quedamos calladas. Además, recibimos la información, no en la boletería como correspondería, sino después de recorrer esa larga recova, húmeda, gris, en un frío y ventoso día como los típicos de pleno invierno.

La entrada a la desconocida sala está dentro del mismo complejo del Provincial. Tiene altas y blancas paredes, algunas con murales de atletas, en vivos colores, con cuerpos perfectos, musculosos. Asocio con los espacios públicos, sobredimensionados del nazismo y el valor endemoniado atribuido a la raza aria.

Al fondo, un ascensor lleva al primer piso. Desembocamos en un ancho y largo corredor. Después de recorrerlo aproximadamente hasta la mitad, a la derecha, hay una puerta vaivén y un hombre que nos hace señas para que hablemos en voz baja. Nos indica que el film acaba de comenzar. Es alto, flaco, con el cabello y ropas oscuras, rasgos afilados y una palidez tirando al amarillento-verdoso como el de aquellos que no ven jamás el sol y llegan a Mar del Plata a fines de febrero, donde contrasta su extraño color con el de los veraneantes crónicos. Me resulta vagamente familiar, pero no logro saber de dónde. En su mano huesuda y grande resalta, por contraste, una minúscula y ridícula linterna. Toma nuestras entradas y nos conmina a pasar.

Ni bien cruzamos la puerta no vemos nada, pero nada, como si nos hubieran tapado los ojos con el más grueso de los pañuelos. ¿Dónde estamos? ¿Qué ocurre? En semejante oscuridad, la desorientación es total. Ni siquiera sabemos dónde está la pantalla. No nos atrevemos a avanzar. ¿Por qué no hay una flecha con luz que marque la salida de emergencia o una pequeña iluminación en el extremo de cada fila de butacas? Además, ¿ellas, dónde están?

Al adentrarnos en esa negrura espesa envolvente, se acelera mi imaginación. Es como estar perdida en medio de un campo minado, donde el sadismo humano previó que un paso en falso es muerte segura. U obviando escenas de guerra, ser víctima inesperada de un cazador furtivo que, con apenas ramas endebles, tapa una trampa asesina; descubrirnos en arenas movedizas, ante un precipicio,…y caer, caer…

Un escalofrío recorre mi cuerpo.

El acomodador, dándose cuenta de que así no podemos dar un solo paso más, me toma del brazo, susurra que no tenga miedo, que me va a conducir. Mi amiga se aferra a mi abrigo como si fuera, pobrecita ella, su tabla de salvación. Arrastramos los pies sobre ese piso inquietante que puede presentar desniveles invisibles y traicioneros.

Como nos movemos cada vez con mayor rigidez y lentitud, el acomodador aclara que estamos cerca y para apurarme, toma mi mano, la aprieta y tira de ella. Siento algo húmedo, frío e imagino la piel de un sapo. El asco es casi tan grande como mi miedo.

Busco la pantalla que no aparece por ninguna parte. Después de un recorrido que se hace eterno, cabecitas, casi todas iguales, como figuritas recortadas en cartulina negra por un niño, se destacan sobre un telón sonoro.

El acomodador anuncia que llegamos y me suelta con tanta brusquedad que estoy a punto de caer. Casi me empuja sobre una butaca. Tanteo y reconozco el asiento. Mi compañera que viene cada vez más pegada, queda súbitamente sola. Vuelvo a tantear y le anuncio que hay otra butaca libre. Nos encogemos y sentamos. Suspiro fuerte y trato de sobreponerme. Mi amiga se mantiene muda.

Me parece escuchar que ese hombre que se aleja, con esa minúscula linterna que ilumina menos que una vela, profiere algún sonido de alivio, una risa ronca que supongo acompañada de una mueca irónica y un pensamiento del tipo “y esto les pasa por estúpidas, por no llegar a tiempo, por viejas, por poco elásticas, por miedosas”.

Y de golpe Catherine Deneuve, cincuenta años después, que sigue siendo bella, sigue siendo Catherine, y sigue hablando en francés.

El clima de la película es denso, asfixiante. Las escenas oscuras con muebles apretados en ambientes pequeños, aumentan la sensación de encierro que el director se propone transmitir. Y todo termina con la muerte del conserje, por sobredosis, en una ambulancia con una luz, ahora sí fuerte que se prende y apaga, estacionada a una cuadra de la casa de departamentos donde trabaja. Manos que aprietan costillas, y el tiempo que pasa…y más esfuerzo y más presión…y ese corazón que deja de latir.

Y luces que se prenden y butacas que se abandonan y mi amiga demacrada con claustrofobia. Para colmo, la película… todo junto, demasiado. Trato de consolarla, ya pasó, enseguida podrá tomar aire fresco.

El acomodador, al vernos, hace un rictus burlón, o eso me parece. Justo frente a nosotras se agacha para levantar un programa. Mis ojos, como hipnotizados, no pueden apartarse de aquello que sobresale, accidentalmente, de su cinturón: la culata de un revolver.

Ahora recuerdo. Escenas macabras se agolpan en mi cabeza. Gritos, llanto, cuerpos desnudos, ultrajados; almas en pena… Un terror sin nombre me invade. Aprieto fuerte nalgas y genitales, temo orinarme encima. Tiemblo imperceptiblemente y toco sin darme cuenta la protuberancia que, imborrable, conserva mi nuca. Ordeno a mis piernas moverse. Logro salir, mirando para otro lado, haciéndome la distraída.

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