Una marca que la autora observa en el período de entresiglos, entre fines del XIX y 1910. En su libro traza una radiografía del legado del ideario positivista que nutrió a la primera literatura fantástica de Argentina. Cómo circuló la imaginación científica en circuitos ajenos a ese campo, como el periodismo, la ficción y los espiritualismos.
Mucho antes de que Borges le diera un giro decisivo al género, la literatura fantástica se abasteció de un imaginario científico atravesado por el optimismo frente a los avances del conocimiento que captó el interés de escritores como Horacio Quiroga, Eduardo Holmberg o Leopoldo Lugones, según rastrea Soledad Quereilhac en su libro “Cuando la ciencia despertaba fantasías”.
Entre fines del siglo XIX y 1910 se dio un tiempo inédito e irrepetible, donde la ciencia ocupó el centro de la escena y tanto la ficción como el periodismo dieron cuenta de los hallazgos de la época con un entusiasmo que conjuró la incertidumbre finisecular y recogió un clima de época delineado por el cruce entre lo espiritual, lo científico y lo pseudocientífico.
Más avanzado el siglo XX se instalarían la ambigüedad y la duda por el alcance de esos conocimientos pero de esa declinación ya no se ocupa “Cuando la ciencia despertaba fantasías”, el ensayo de Quereilhac que tuvo como punto de partida la coincidencia entre una nota publicada en 1880 sobre el caso de una niña atacada por un bicho alojado en su cama y el célebre relato “El almohadón de plumas”, que el uruguayo Quiroga escribió un cuarto de siglo después.
¿Cuántos otros cruces entre la literatura y el periodismo dedicado a la divulgación científica se habían producido durante esos años? La hipótesis no tardó en tomar forma y la autora se internó durante meses en archivos y bibliotecas para desentrañar una saga de relatos fantásticos disparados por la agenda científica de la época, la mayoría empecinados en tornar verosímil lo sobrenatural con argumentos expropiados de la ciencia.
Concebido originalmente como la tesis de grado con la que se doctoró en Letras, “Cuando la ciencia despertaba fantasías” (Siglo XXI) dejó en el camino parte de la solemnidad académica para convertirse en un libro donde la investigadora del Conicet se dedica a radiografiar el legado del ideario positivista sobre las configuraciones sociales de entresiglo y consigna cómo circuló la imaginación científica en circuitos ajenos a ese campo, como el periodismo, la literatura fantástica y los espiritualismos.
Bajo la figura de la conjeturalidad, un término acuñado por el italiano Umberto Eco, Quereilhac analiza las narrativas dispares y heterogéneas de escritores como Eduardo Holmberg, Leopoldo Lugones, Horacio Quiroga y Atilio Chiappori en una doble operación que documenta la fascinación de estos autores por la ciencia y desmonta las visiones clásicas en torno al surgimiento de la literatura fantástica en la Argentina.
“Autores que frecuentaron el género en el período de entresiglos, mucho antes de los aportes que hizo el grupo Sur, hay muchos: Ricardo Rojas, Juana Gorriti, Eduardo Wilde, Carlos Monsalve… Hablamos de escritores del siglo XIX que tal vez no sean tan memorables pero si la pregunta no es tanto por la calidad de esa literatura si no por aquello de la cultura de su tiempo que logró cifrar, se vuelven interesantes -destaca Quereilhac-. Estos autores y sus textos componen documentos culturales: es la forma en que la literatura habla de su historia. El tema de si son buenos o malos textos es sólo atendible a la hora de pensar un canon”.
“Obviamente que el grupo Sur complejiza la literatura fantástica y expresa todo un clima de época centrado en toda esa élite que se siente desplazada por el curso de la política argentina. En estos textos las masas son siempre la amenaza, el elemento conflictivo. Sin embargo, hay diferentes expresiones del género en ese grupo y en ese sentido, Bioy Casares es un continuador de la línea cientifista de fines de siglo. Su novela ‘Dormir al sol’ reproduce la lógicas del siglo XIX, no de la ciencia ficción contemporánea”, precisa.
-Cuando un campo específico es abordado por otro, en ocasiones se producen lecturas enriquecedoras y en otras se genera una distorsión o malversación de ese saber. ¿Cómo transcurre esa reapropiación que hace la literatura y el periodismo de la agenda científica del período de entresiglos?
-Es un mosaico diverso porque lo científico despierta todo tipo de proyecciones. En el caso de la prensa, la primera marca visible es la heterogeneidad. El núcleo común que tienen los registros periodísticos de la época es la perspectiva maravillada ante los avances. Hay una mirada atravesada por la sorpresa. En el caso de la literatura, esta reapropiación de contenidos sirve para construir buenos relatos y para dialogar todo el tiempo con el imaginario de los lectores.
-Tu libro da cuenta también de una suerte de maridaje inédito entre lo espiritual y lo científico, un vínculo que décadas más tarde se resquebrajará…
-Es una constante de la época: lo espiritual y lo material o la voluntad de que la ciencia avance hacia los terrenos de lo espiritual, que hoy vemos como contrapuestos. No es una reacción anticientífica sino todo lo contrario: es una mirada esperanzada y positiva respecto a cuán lejos va a llegar la ciencia. ¿Hasta el alma? ¿Hasta el espíritu? ¿Hasta los fenómenos psíquicos? Esta época sin duda fue una gran generadora de subjetividades candorosas.
-La investigación llega hasta 1910 pero se podría prolongar en tanto este imaginario es retomado por otros autores representativos de la literatura fantástica como Bioy Casares, ¿no?
-Sí, se podría extender hasta la década del 30 e incluso hasta el 40 quizá en formas más residuales. Bioy Casares es un ejemplo emblemático. Muchos críticos lo toman como un autor de ciencia ficción. Sin embargo creo que está más cerca del paradigma de la fantasía científica del período de entresiglos que de la ciencia ficción contemporánea porque Bioy cuando escribe está pensando todo el tiempo en una ciencia que es la del siglo XIX, con ese raro maridaje entre lo espiritual y lo material. Lo más llamativo es que Bioy escribe esta novela casi al mismo tiempo que Horacio Quiroga cuentos como “El espectro” o “El vampiro”. Son fantasías muy similares escritas con estilos muy distintos. Pero a nivel de imaginarios ambos trabajan con un ideario decimonónico.
-Lo más llamativo del corpus de autores que trabajás es la manera en que se posicionan al narrar el evento científico: prevalece siempre una necesidad de explicar y validad el hallazgo, nunca de cuestionarlo o relativizarlo ¿Este sesgo está atravesado también por el clima de época?
-Lo llamativo es que todos van en contra de la definición de lo fantástico planteado como una literatura de la duda, tal como postula Tzvetan Todorov. Me refiero a esa idea de la literatura fantástica que presenta un acontecimiento disruptivo que puede ser sobrenatural pero que nunca afirma qué es lo que sucede. En el caso de las fantasías del período de entresiglos llama la atención que van en un sentido contrario: lo fantástico es la explicación del fenómeno. El paradigma es “El almohadón de plumas” de Quiroga: no contento con contar un caso de vampirismo, en un cuento medio gótico que retrata a una mujer recién casada que padece la frialdad de su marido, incluye en el cuento un último párrafo donde a la manera de la entrada de un diccionario da una definición del bicho que succiona la sangre de la protagonista. En el resto de los escritores suceden cosas parecidas. Lugones escribe cuentos prácticamente para narrar los fenómenos científicos. No le interesa tanto narrar sino describir y explicar. El caso de Holmberg ocurre lo mismo. Todos ellos terminan explicando las distintas fantasías científicas con fundamentos que refuerzan lo asombroso y no instalan dudas ni conclusiones pesimistas.