La historia personal de Rebeca Muñoz equivale a un frenético encadenamiento de eventos que no le sucede a todo el mundo. Su casa quedó destruida en la explosión de la embajada de Israel, viajó junto a familia de polistas, fundó una empresa de seguridad y hoy vive su vida en Mar del Plata.
Por Fernando del Rio
El mediodía del 17 de marzo de 1992 Rebeca Muñoz había salido del porteño Colegio Bermejo con ganas de no cocinarse. Solía hacerlo siempre y no era un problema, pero ese martes quería darse el gusto de pasar por un Mc Donald’s y hacer tiempo hasta las dos y media de la tarde, horario en el que debía regresar al Pensionado de las Hermanas Franciscanas Misioneras de María para empezar su horario de trabajo. También era el lugar en el que vivía desde que era bebé.
Comió con gusto su hamburguesa, las papas fritas, dejó solo hielo en el vaso de Coca Cola y agarró sus útiles para regresar a tiempo. Entonces se dio cuenta de que era tarde, que a las dos y media ya no iba a llegar. Salió a paso apurado para tratar, al menos, de estar a las tres menos diez. Era una tarde soleada y agradable para caminar. Todavía era verano.
Bajó por Santa Fe hasta la avenida 9 de Julio, cruzó a Carlos Pellegrini y avanzó hacia Arroyo. Preguntó la hora y ya habían pasado las “menos cuarto”. Rebeca estaba a 10 metros de doblar por Arroyo. Luego era cuestión de completar la cuadra final. ¿Tal vez 30 segundos? No más que eso. De pronto todo se movió. El piso, los vidrios del Banco Galicia, los autos, el aire… Alcanzó a agarrarse de alguien que caminaba a su par y pensó que así eran los terremotos.
Rebeca, con 17 años, esperó que el temblor cesara y sin entender demasiado se asomó por la esquina de Arroyo. De en medio de una gran nube blanca de polvo apareció corriendo un hombre anunciando que huyeran, que iba a estallar otra bomba. “¿Otra?”, pensó Rebeca. Y apenas la nube se disipó vio escombros, autos retorcidos y su vida cambió para siempre en ese instante.
El frente destruido del Pensionado donde vivía Rebeca. El techo derrumbado aplasta la vivienda donde residía junto a su madre.
“Por 30 segundos, lo que me hubiera llevado ir desde la esquina de Carlos Pellegrini al Pensionado, estoy viva. Si hubiera salido un poquito antes del Mc Donald’s yo habría sido una víctima más del atentado en la Embajada de Israel”, dice Rebeca ahora, una mujer de 48 años, afincada en Mar del Plata y dueña de una historia de vida que bien encajaría en una novela de la aristocracia más encumbrada o en la de un thriller de terrorismo internacional. En un manga japonés. O simplemente en una novela costumbrista argentina.
Pasaron 30 años de aquella tarde en la que Rebeca Muñoz avanzó desorientada por Arroyo hacia su casa y vio la atrocidad del atentado a la Embajada de Israel sobre una rama: “Una pierna estaba arriba de un árbol y en la vereda otros pedazos de cuerpos”, recuerda en un tono aseverativo, como para que se descarte cualquier exageración.
El pensionado, es decir su casa, estaba justo frente a la sede diplomática que acababa de ser atentada por el terrorismo antisemita, y Rebeca caminó como pudo por entre los escombros caídos sobre la calle, pasó por allí delante y se fue al kiosco de la esquina, de su amiga Patricia. “Me quedé ahí llorando y empecé a escuchar un sonido que todavía me perturba: las sirenas de los bomberos”, vuelve a recordar.
Rebeca semanas después de la explosión, en el kiosco de su amiga Patricia, en la esquina de Arroyo y Suipacha, con el Pensionado de fondo.
La niña del pensionado
Rebeca nació en Capital Federal en 1974, después de que su madre Mirta, una joven chaqueña criada en los campos de algodón quedara embarazada de un hombre que se marchó de sus vidas. La orden de las Hermanas Franciscanas Misioneras de María las llevó a vivir a ambas al Pensionado de “señoras mayores”, de Arroyo 909. Allí también funcionaba la Parroquia Madre Admirable y la escuela-jardín-taller Josefa Capdevilla de Gutiérrez.
Rebeca creció en ese ámbito en la década del ’70 y del ‘80, mientras su madre se encargaba de servirles el té a las ancianas. “Abuelas importantes, gente de alta alcurnia, era un asilo de ancianos pero de gente de renombre… digamos. Hice el jardín en el pensionado, después en la primaria fui al Lenguas Vivas y al French y Berutti, en Juncal y Basavilbaso. Era como una aventura vivir ahí, cuando llevaba a mis compañeros era todo al por mayor, puerta gigante, un patio gigante, gente que atendía el teléfono, comíamos en la cocina, el pan de manteca era industrial…”, rememora.
Fines de los ’70, Rebeca y su madre Mirta en la terraza interna del Pensionado.
La ausencia de figuras masculinas alrededor suyo la llevó cierto día a sorprenderse en la misma puerta de la escuela. “Yo vivía rodeada de mujeres –dice Rebeca- y no tenía padre, y un día le pregunté qué era eso que llevaba a mis compañeros. Eran sus padres”.
Fue en el colegio Bermejo que hizo la secundaria y a punto estaba de terminarla cuando sucedió lo del atentado. Rebeca, era para entonces ya una mujer de 17 años con trabajo pago en el pensionado, y se quedó de un momento para el otro en la calle. Un empresario japonés tenía un departamento cercano que Rebeca limpiaba un par de veces por semana. Ese hombre le ofreció que se quedara a vivir allí hasta conseguir algo. “Lo acepté porque no tenía donde ir. Mi mamá, que se había ido del pensionado, era el ama de llaves de Bernardo Neustadt y trabajaba para la familia de María Luisa Bemberg y yo no quería ir con ella. Entonces me quedé ahí en lo de esta pareja japonesa unas semanas hasta que, por medio de los Bemberg, me ofrecieron algo que no pude rechazar”, adelanta con algo de suspenso.
Rebeca como una uva mientras, con otra niñera, cuida a Polito y Tatiana Pieres en Francia.
“Yo sabía inglés, sabía nadar, un requisito fundamental, era buena en la cocina, tenía una formación católica… Bueno la familia Pieres me contrató para ser la ‘nanny’ de sus hijos en Francia, mientras jugaban al polo. Hablé en la escuela, porque me faltaba medio año para terminar, y me dieron permiso. Entonces me fui a cuidar a Tania y a Polito Pieres a la ciudad de Dourdan, cerca de París”, recuerda Rebeca mientras muestra fotos con otras “nannys” encargándose de otros chicos bien.
A los dos meses, tiempo en que ya acababa su trabajo con los Pieres y debía retornar a Argentina, Angie Vestey, una aristócrata británica casada con otro polista argentino, Martín Vidou, le pidió si podía cuidar a su hijo Luca pero que todo iba a ser bien diferente. “Bien diferente me dijo y la verdad que lo fue. Fue un viaje atrás del otro, Italia, España, Hollywood donde tenía una casa, Ibiza viviendo en un super yate, Francia, Alemania, Inglaterra. Yo cuidaba a Luca, hoy es Luca Coleman un skater superconocido en el mundo que era hijo de un matrimonio anterior. Íbamos a los campos de polo, mientras Angie acompañaba a Vidou en los torneos. En uno de esos jugó el príncipe Carlos y yo ahí en el medio. Yo estaba en el jet set internacional”, recuerda en medio de risas.
Rebeca junto a Luca Coleman en Inglaterra.
¿Mar del Plata? Sí, Mar del Plata
Llegado casi el final de aquel frenético 1992 Rebeca regresó a Argentina con la intención de reencontrarse con su madre y prepararse para una nueva gira por Europa. Sin embargo, su madre ya no estaba en Buenos Aires sino que había optado por mudarse a Mar del Plata, donde tenían un familiar.
Rebeca vino a la ciudad con 18 años y, acostumbrada a tener su propio dinero, decidió tomar un trabajo solo por el verano. De rodearse de aristócratas y polistas pasó a atender el café de una estación de servicio en la avenida Constitución. “De la parte de arriba de la sociedad bajé al lugar de donde yo era. La gente común. Y pasó lo que muchas veces pasa: llega la vida”, dice sin una pizca de resignación o reproche.
Surgió el amor con un hombre mayor que ella al que conoció en la estación de servicio y quedó embarazada. Tiempo después nació Macarena y más adelante llegarían Zoe y Akemi, para un tríptico de mujeres marplatenses que hoy ya son adultas.
Rebeca en el centro, la única mujer del Dojo en una foto de semanas atrás.
Los años 90 fueron el inicio de una empresa familiar de seguridad que aún hoy perdura. Aunque ya separada del padre de sus hijas, siguen siendo socios en una de las pocas firmas autorizadas como cuerpo de serenos en Mar del Plata. Con sus automóviles particulares provistos de una baliza les dan seguridad a los vecinos de Parque Luro y Los Pinares.
Rebeca no dejó pasar la oportunidad de reforzar sus clases de japonés con una “magnífica mujer, Hozumi Yamashiro que le dio el nombre a Akemi, espíritu libre” y poco a poco se introdujo en la cultura del gran país oriental. Así fue como conoció el kendo, un arte marcial que recrea las técnicas de combate de los samurái. Lo practica desde hace años y junto a su sensei desarrollan la actividad en la sociedad de fomento de Villa Primera. “Mi sueño es tener un dojo para niños y conocer Japón con el kendo. Creo que en Mar del Plata soy la única mujer adulta haciendo kendo, una esta disciplina que invito a todos a conocer. El samurái tenía su propio código que es el bushido y los valores que pregona te cambian la forma de entender el universo”.
Pasaron 30 años de aquel momento en que su vida se derrumbó junto con los muros del Pensionado por la explosión en la embajada de Israel. Luego el destino la llevó a lugares impensados hasta que en uno de ellos, Mar del Plata, se quedó para siempre. “Sí, pude haber sido un personaje de todas esas novelas. De la aristocracia, del terrorismo internacional, de esas novelas comunes o de una de samurái. Las cosas por algo pasan y estoy feliz con todo este recorrido que llevo hasta ahora”, reflexiona Rebeca mientras refuerza esas dos últimas palabras. “Hasta ahora”.