La noche mágica del Clásico Centenario hizo revivir las mejores épocas de la Liga Nacional en un Polideportivo a tope.
Viernes de básquetbol por la noche. Soñado por donde se lo mire. Con añoranzas lógicas de aquello que fue y ya no es. Pero puede volver a serlo. ¡Qué duda cabe! Después de la muestra que ofrecieron Peñarol y Quilmes (o viceversa), cómo no ilusionarse.
Fue un espectáculo mayúsculo, a la altura de los que encumbraron el clásico al máximo nivel de consideración en el país. Y todos y cada uno aportaron lo suyo. Jugadores actuales, Leyendas, entrenadores, dirigentes, integrantes de los dos cuerpos técnicos, las chicas del 3×3 y, por supuesto, el público de ambas divisas, capaz de generar un escenario inigualable.
Por supuesto que importaba ver a los profesionales. Algunas caras nuevas para conocer y reconocer, otras más familiares y ya registradas, rendimientos para evaluar, estimaciones por realizar y todo lo que rodea a una especie de ensayo general para la nueva temporada que ya comienza, tanto en la Liga Nacional como en la Liga Argentina. Con el agregado que volvían a medirse los tradicionales adversarios de la ciudad como para seguir incrementando la historia de un clásico sin igual.
Las credenciales NBA de Al Thornton marcaron la diferencia en un partido de desarrollo más apretado de lo que podía suponerse, y más allá de que el premio MVP fue para Joaquín Valinotti, otro de muy buena actuación.
Del otro lado, con menos argumentos individuales, Quilmes ofreció una resistencia apreciable. Con buenas respuestas defensivas, discusión de igual a igual en la lucha por el rebote y acaso algunas limitaciones en ataque, las que por momentos pudo disimular con la conexión entre Luis Cequeira y Tomás Nally.
Pero un buen rato antes de ese partido “de fondo”, la noche había comenzado con otra propuesta. Tal vez la que más movilizó a los 5.000 espectadores que poblaron el Polideportivo “Islas Malvinas”: el juego entre las Leyendas del “milrayitas” y el “tricolor”.
Difícil poder explicar con palabras la avalancha de sentimientos y sensaciones por las que atravesaron no solo los protagonistas, sino también los espectadores. Desde la entrada en calor, el partido propiamente dicho y el cierre, con el homenaje a Juan Pablo Sánchez. Una montaña rusa de emociones, de situaciones, de vivencias, de momentos que parecieron detener el tiempo.
Después, lógico, a la hora de entrar a la cancha -y como no podía ser de otra manera- todos quisieron ganar. La mayoría con menos pelos (o más blancos), menos piernas y más kilos, salvo algunas excepciones que quedaron expresamente en evidencia, pero impulsados por la misma eterna pasión y el inmenso amor por este deporte. Solo así se puede explicar el placer de verlo a Adolfo “Gurí” Perazzo, a los 71, correr, frenar, golpearse, caer, cortinar, rebotear y tirar al aro con el mismo espíritu de un chico que recién empieza. Nombrarlo a él en representación de todos constituye un verdadero reconocimiento para los que hicieron posible esa noche inolvidable.
El simpático empate en 56 (insólito, dirán los más puristas, porque el reglamento no lo contempla) le puso un broche genial a la confrontación “retro”, tras la “consensuada” decisión entre el árbitro Noel Leguizamón y los dos entrenadores.
Y para el final, entre tanto sacudón a la sensibilidad, enterarse del fallecimiento de un referente como Osvaldo Echevarría fue un golpe imposible de asimilar. Se fue de este mundo un irremplazable, formador de muchos de los que estuvieron el viernes adentro y afuera de la cancha, maestro de la vida. Y eligió para irse (si es que eso resulta posible) un día muy significativo para el deporte que amó con locura.