Por Alberto Farías Gramegna
“Un prejuicio es una forma distorsionada de interpretar la realidad, puesto a que tiene una base real, pero a su vez, contiene información errónea, exagerada o generalizaciones accidentales ocasionadas por una experiencia previa o ajena…” Diccionario de la vida cotidiana
“Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio” – Albert Einstein
“Las cosas no siempre son como las vemos. Las vemos en parte como somos” – Juan Miró de Lacalle
Estrictamente, “percibir” es el resultado de una “sensación” (nivel bio-sensorial) más la decodificación-interpretación (nivel neuro-psicológico). Así, toda percepción está condicionada por los límites bio-fisiológicos y psico-sociales.
Afectos, inteligencia, hábitos, cultura, ideología y situación coadyuvan para establecer el sentido y el valor que enmarca y define lo percibido, más allá (o más acá) de sus características “fuertes” y unívocas (la cosa objetiva). Por lo tanto, toda percepción “normal” (es decir, dentro de la “norma” estadística, y equiparada por defecto como “no patológica”) será “percepción objetiva-objetivada”, de tal suerte que la subjetividad del “percipiente” objetivará particularmente al objeto real. Siguiendo el esquema de la dialéctica hegeliana, diremos que lo objetivo universal (real), al ser subjetivado por la persona particular, resulta en un objeto “nuevo” (ideal), que llamaremos singular, y que es tomado por el sujeto como “verdadero” en su valor y sentido. Al percibir subjetivamos axiológicamente (valoramos) y por tanto significamos la realidad exterior.
La “naturaleza” perceptiva del prejuicio
Toda percepción es selectiva. Se sostiene en un pre-juicio de la cosa percibida, porque no es posible percibir -inicialmente- por fuera de nuestras creencias y marco de representación-referencia. Por lo que ese inevitable marco se constituye -paradójicamente- como obstáculo para acceder a una percepción diferente. Al respecto el epistemólogo Gastón Bachelard sentenció: “El conocimiento (anterior) es un obstáculo para el conocimiento”.
El ciclo perceptivo sigue la secuencia: creencia-representación-valores-actitudes, es decir, primero creo (pre-juicio), entonces represento (imagino) y valoro (afectividad), por fin actúo (tendencia y acción observable).
En otras palabras, creo que tal o cual cosa tiene tal o cual efecto, entonces le otorgo determinados atributos buenos o malos y los ordeno con arreglo a mi escala valorativa general; por fin actúo, aceptando o rechazando la cosa examinada.
La significación de la experiencia también actúa como valor pragmático anticipatorio-preventivo, y a veces como prejuicio generalizado: Se dice que “si me quemé con leche, veo una vaca y lloro”
La comunicación conversada y sus dos modalidades
Conversar (hablar-con-el-otro) implica siempre la posibilidad de polemizar (polemos; lucha, guerra), antes que dialogar (dia; a través y logos, palabra, alcanzar el conocimiento por la palabra compartida). Pero cuando el otro está inficionado por una percepción fuertemente “ideologizada”, el dialogo se obstaculiza. La característica prejuiciosa de toda percepción, -que ya hemos señalado- no debe confundirse y homologarse con la “ideología”.
Toda ideología es un gran pre-juicio, pero no todo prejuicio es ideológico. Efectivamente no todo es ideológico en el mundo social, como muchos erróneamente creen. El pensamiento ideológico “sensu estrictu” implica un sistema de ideas coherentes, integradas y universales, al modo de una doctrina sobre la realidad, que tiñe toda la percepción, a cualquier nivel, dotándola de una meta-sentido que produce lo que llamaré la “certeza ideológica de verdad”. Para finalizar, el gran problema de establecer una “comunicación dialogante” efectiva con el otro, en tanto sea un “percipiente ideológico”, es que se parte de un dramático malentendido por ambas partes: creer que hablamos de la misma cosa, pero valorándola distinto. Lo cierto es que la valoramos diferente porque no percibimos lo mismo, ya que la creencia condiciona la cosa mudando su misma “esencia” significante. A tal punto llega esta muda, que dejamos de percibir lo que no significa interés para nuestros esquemas de referencia, y de esta forma hacemos desaparecer a la misma realidad “real”. Desde luego no nos referimos a discutir la ontología de un objeto físico contundente, sino de percibir un gesto, entidad, discurso o situación investidos “per se” con un valor “natural” (bueno, malo, justo, injusto, etc.) ostensiblemente indudable y verdadero. Tal como en este momento le ha de ocurrir al lector de esta nota.
La naturaleza del prejuicio
En “La naturaleza del prejuicio” y “La personalidad prejuiciosa”, Gordon Allport escribe que “en todos los casos de intenso prejuicio caracterológico emerge un factor común: la tendencia a sentirse amenazado”. El sujeto pareciera que se teme a sí mismo, a sus instintos, y su conciencia, le teme al cambio mismo y a su propio ambiente social. Y concluye: “Puesto que no puede vivir cómodo consigo mismo ni con los demás, se ve forzado a organizar todo su estilo de vida. (…) No se trata de que comiencen por estar deformadas sus actitudes sociales específicas, sino que es su yo el que está lisiado”.
Y es que los prejuicios -en particular aquellos de las ideologías fundamentalistas, los fanatismos utópicos- son refractarios a cualquier prueba de realidad. Anidan en la incapacidad del “hombre mediocre” -diría Ingenieros- de trascender su propia mirada del mundo que cree única, universal y verdadera. Es también el miedo a abandonar su “zona de confort”, aunque esta sea fuente de constante frustración y sufrimiento.
Parafraseando a Gastón Bachelard, es que el seudoconocimiento creencial es un obstáculo para el conocimiento crítico, lo que suele generar la paradoja de un seudo-progresismo reaccionario y conservador. Es pues el sesgo del pensamiento mítico fundamentalista, soporte de variopintas utopías sociales dogmáticas, sean de signo ideológico que sean. Como dice Juan José Sebreli: “Suele ocurrir con las utopías, que sus consecuencias resultan contrarias a las propuestas de aquellos que las sostienen”.
¿Qué ves cuando me ves?
En “Emoción y Sentimientos”, López Rosetti señala que el hombre es un ser emocional eventualmente capaz de raciocinio. ¿Es posible una mirada no ideologizada de las cosas y los hechos? Sí, pero a condición de evaluarlos por su validación práctica en el logro de los resultados buscados y no por sus presuntas “esencias” enunciadas como buenas o malas intenciones. Lo que no resulta posible es desligarlos del marco ético-moral que de él se desprende en los comportamientos de los actores: puedo creer estar haciendo el bien con mi adhesión a tal o cual discurso, pero si a poco de comprobar que termino haciendo el mal no cambio mi actitud, habré traicionado mi moral por falta de ética. Como dijo Machado: “Es de sabios cambiar de opinión, cuando la realidad la objeta”, para no caer en la autojustificación que se daba a sí mismo Tomás de Aquino: “No hago el bien que quiero, más sí el mal que no quiero”.
Ciertamente toda percepción del mundo es selectiva. Se sostiene en un pre-juicio de la cosa percibida, porque no es posible percibir -inicialmente y hasta que nos enfoquemos en una mirada reflexiva no prejuiciosa- por fuera de nuestras creencias sociales, culturales y políticas, es decir con independencia de nuestro marco de representación y referencia cotidiana. Por lo que ese inevitable marco espontáneo se constituye, paradójicamente, como obstáculo para acceder a una percepción diferente a la inicial, susceptible de ser despojada de los “clichés” y las etiquetas propias del espíritu de cuerpo, tribu política o clan ideológico, endogámico como toda secta, en la que por labilidad identitaria o por pragmáticos intereses psicológicos o pecuniarios muchos se incluyen como atributo de identidad de pertenencia.
Las creencias responden al mecanismo conocido como “sesgo de confirmación”: se encuentra siempre “el dato” (“sesgo de disponibilidad”) que presuntamente confirma aquello en lo que se cree, desestimando la información que lo contradice. De todo eso sobran ejemplos cotidianos, donde la “posverdad” y el prejuicio ideológico manda sobre la razón evidente. Esta realidad cultural fáctica, es aprovechada muchas veces con intención por unos y aceptada ingenuamente por otros.
(*): Este artículo es la primera parte de un texto mayor y se inscribe en el estudio de la identidad personal y colectiva y sus efectos en la interacción social, en el marco de un estudio sobre el trabajo y la vida en sociedad, del que el libro “Ser en el hacer”, de próxima edición española durante el corriente año, es un primer testimonio.
(**): Psicólogo social y consultor en RRHH y Psicología del Trabajo – Profesor invitado en la Universidad de Murcia, España.