Su sexo biológico no definió su identidad de género, y así lo manifestó desde antes de los dos años. Un recorrido por cómo una familia marplatense, con ayuda del Estado y la Escuela, acompañó la transición de su hijo menor.
Por Julia Van Gool
@juliavangool
Al año y medio, A. lloraba cuando le ponían un vestido. Lloraba mucho, se lo intentaba arrancar. No quería vestirse como su hermana Isabella, tres años mayor, aunque todos señalaban que “las hijas” de ese matrimonio marplatense eran iguales. A., en cambio, disfrutaba cuando le ponían la ropa de su primo: un pantalón y chomba. Ahí sonreía, le gustaba, posaba para las fotos. A. tampoco jugaba. Ya de más grande mostraba que no le gustaba ninguno de los juguetes que había en esa casa en la que, hasta el momento, parecía haber dos nenas. Pero lo que sí empezó a disfrutar A. eran las películas, le encantaban. Shrek lideraba el ranking cuando a los dos años Guadalupe, su mamá, se ocupaba de su baño diario. “Poné para atrás la cabeza, princesa”, le dijo. Y A. balbuceó: “Princesa no, caballero”. Para entonces, A., que hoy ya tiene cinco años, aún no era Tito, al menos para los demás, pero estaba en camino a contarlo.
Ser una persona transgénero implica tener una identidad de género que difiere del sexo biológico con el que se nace. Es decir, por ejemplo, nacer con vagina y autopercibirse varón. No se trata entonces de elegir ser varón, sino simplemente sentirlo, serlo. Y Tito no tenía dudas: él era un varón y lo decía hasta sin hablar.
Tito tampoco quería jugar a las muñecas, pero no porque las considerara “cosas de nena”, sino porque percibía que jugar con ellas, como lo hacía su hermana, lo acercaba más a vestir la ropa que tenía su hermana, a peinarse como peinaban a su hermana o hasta exigirle que se comporte como lo hacía su hermana. Una vez que logró ser él, tanto externa como internamente, las muñecas entraron a la escena. También “Boy”, el muñeco que lo acompaña a todas partes.
“Boy”, uno de los tantos muñecos con los que hoy juega Tito.
“No nos dejaba que lo peinemos. Siempre estaba con el pelo en la cara o con un flequillo todo desprolijo porque se lo cortábamos a las apuradas, para despejar la mirada. Pero él no quería. Al tiempo solo nos dejaba que le atáramos el pelo. Pero bien tirante”, cuenta Guadalupe, su mamá, a LA CAPITAL, en la tranquilidad de su casa en uno de los prestigiosos barrios privados que tiene Mar del Plata.
Al tiempo Tito empezó a hablar en masculino. También interpretaba el rol de hombre en todos los juegos que compartían con Isabella, porque no había forma que él accediera a participar bajo otros términos. Un día hablaban de lo que serían “cuando sean grandes” y Tito lanzó otra aspiración futura: “cuando sea nene”.
Guadalupe y Matías, su papá, consultaron primero en la guardería. Ahí le dijeron que sí, efectivamente, Tito, que en ese momento era A., jugaba más con varones. Pero desde la institución les dijeron que “no se preocuparan”, que era “solo una etapa”. “Cuando empezó salita de tres, Tito ya estaba hacía un año y medio con la supuesta ‘etapa’ y empezó a aparecer la necesidad de un nombre”, recuerda la mamá.
Isabella tenía un compañero en el colegio que se llamaba Vicente, pero su apodo era Tito. El nombre sonaba a veces en la casa, por eso entienden que de ahí pudo haber sacado la idea cuando un día se apareció en la cocina y dijo: “Yo soy Tito, no soy A.”.
Y así fue. Tito no permitía que lo llamasen por otro nombre y si alguna maestra osaba llamarlo A. se ponía colorado, no le gustaba. Guadalupe tuvo que interceder y aclarar que si él quería que lo llamen Tito, lo iban a llamar Tito.
“Los chicos no tuvieron inconvenientes. Al ser A. un nombre poco común, no sabían si era de nene o nena. De hecho un día una nena dijo que un chico la había empujado. Cuando la mamá y la maestra recorrieron la lista de varones con ella, no aparecía en ningún lado el nene en cuestión. Después ella nombró a A. Para ellos él ya era un varón”, relata Guadalupe.
A los pocos meses hicieron consultas con profesionales de la psicología. La experiencia no fue buena. Al principio les costó encontrar a alguien que se dedicara a niños y sea especialista en cuestiones de género. Finalmente dieron con un nombre, pero cuando visitaron a la psicóloga ella les preguntó, sin tapujos, si había otro “desviado” en la familia. Guadalupe se levantó y se fue.
Al tiempo dieron con otro profesional especializado en la materia pero que sólo atendía a adultos. De todas maneras hizo la excepción y los recibió a los tres: a Tito, a Guadalupe y a Matías, y el resultado fue lo que ellos ya sabían: nunca tuvieron una nena, tenían en casa un nene trans.
De todas maneras no terminaron las consultas ahí, pero para evitar pasearse por consultorios, un pediatra y una psicóloga se acercaron a la casa. Cuando a modo de juego le pidieron a Tito que se dibujara a sí mismo, él agarró un papel, dibujó a un “nene” y puso arriba “Tito”. Se los entregó y se fue a jugar con su hermana. Ya estaba claro: la etapa no era tal.
Aceptada la identidad, Guadalupe empezó a leer sobre el tema. Ahí conoció el caso de Luana, la primera nena trans del mundo en hacer la rectificación de género en su DNI. Ella lo hizo en 2013, cuando tenía seis años, pero al igual que Tito, fue cerca de los dos años cuando identificó su género al balbucear, en su casa de Gran Buenos Aires, “Yo nena, yo princesa”. Frase que tiempo después se convertiría en el título del libro que Guadalupe no sólo leyó hasta el cansancio, sino que compró en cantidad. Se lo regaló a familiares, amigos y hasta llevó una caja repleta de ejemplares a las escuela, para que los docentes puedan entender. “Si yo pude dejar de lado el nombre que le había elegido, todos iban a tener que poder”, cuenta que dijo el día que ofició de distribuidora de libros.
A finales de salita de tres, Tito se negó a ponerse el disfraz de bombera mujer para el acto de fin de año. En cambio, pidió ser bombero y actuar con sus amigos. Con sus mechones en la cara, su tamaño miniatura y sus pantalones rojos, Tito fue él único nene trans en un escenario lleno de nenes cis (con sexo biológico coincidente con la identidad de género). Luego, actuaron las nenas con sus respectivos disfraces con pollera. Ahí ya no estaba A. y no iba a volver a estar.
Ese verano Tito se negó a usar bikini y anduvo todos los días con una remera para agua. También había empezado a manifestar que no quería tener el pelo largo y que su nombre, en el colegio, podía ser el de un compañerito que se había ido a España. Había quedado libre un espacio y él lo quería ocupar. Tito, de todas maneras, es y será su apodo siempre.
Isabella y Tito, inseparables en una tarde de pileta.
Con estas ansias de iniciar la transición, empezó el año pasado salita de cuatro. Si bien Guadalupe ya venía hablando en el colegio, percibía que él se iba a adelantar a cualquier intervención que llevaría adelante la institución. Pidió entonces una charla con padres y docentes, al tiempo que manifestó su preocupación al notar que en los cuadernillos de Educación Sexual Integral, disponibles en las páginas del ministerio de Educación, solo se reflejaban los géneros binarios: nene o nena. “¿Se va a hacer algo con respecto a esto?”, consultó. En el aula había un nene con vagina, y no se podía pasar por alto.
En abril del año pasado llegó el momento de hacer visible su verdadero ser. Acompañado por los abuelos paternos, Tito entró a la peluquería con mechones rubios y salió con pelo corto. También salió hablando “como hombre”. “Nos reíamos porque hablaba grave, cerrando la boca. Estaba feliz”, cuenta la mamá. Así se lo ve en las fotos de unos días después, mientras practica caras para la cámara después de probar el gel para hacerse peinados.
La reacción de algunos padres del colegio fue complicada. Si bien mostraban poco interés en las primeras convocatorias, Guadalupe sabía que Tito era tema de conversación en todos los chats y reuniones. Llegó incluso a enterarse que una madre estalló en lágrimas cuando relataba el caso en un café y acusaba a los padres “de llevarlo por ese camino”. Un padre evangelista no sólo se acercó para invitarla a la iglesia “para tratar el tema”, sino que también le decía a Tito “princesa” cada vez que podía. Una violencia difícil de describir y a lo que Guadalupe sólo responde: “Yo no pretendo que todos entiendan, pero sí que al menos lo respeten”.
El momento cúlmine llegó el año pasado cuando en el colegio empezaron pileta, algo clásico en salita de cuatro. Unas semanas antes de la transición, y con Tito aún luciendo como A., la sola idea de que lo obliguen a usar bikini dibujó en su cara una expresión de tristeza y enojo, gesto que quedó registrado en una de las tantas fotos que sacan los padres el primer día de clases. En medio de niños y niñas que reían felices, Tito, que por fuera aún era A., le dedicaba una mirada fulminante a su madre. Él no iba a ponerse esas mallas femeninas que andaban dando vueltas por la sala. Y no fue así. Un par de fotos después, aparece Tito, subido a una silla, posando con su malla “de varón” y mostrando una sonrisa en una cara donde hace unos días solo se leía tristeza.
Ya en pileta, Tito empezó a pedir ir al vestuario de varones. Quería ir con sus amigos. También empezó a contar que en el vestuario los compañeritos le preguntaban porqué ahora, que tenía pelo corto, era varón. “¿Y qué le respondes?, le pregunté. Que soy un nene trans, me dijo”, cuenta Guadalupe.
Algunas complicaciones ante la aprobación de la presencia de Tito en los vestuarios masculinos fue lo que la llevó a consultar a la Dirección Municipal para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos cuáles eran los pasos a seguir en estos casos. Ahí, guiada por el equipo de profesionales a cargo de Sonia Rawiki, Guadalupe inició un camino que desembocó, primero, en una charla para padres y docentes a cargo de Samuel, un hombre trans de 27 años, que logró conmover con su historia de vida esa tarde de noviembre del año pasado.
El segundo paso tuvo lugar este jueves, cuando Eduardo Otero Torres, representante de la Dirección de Políticas Integrales de la Diversidad Sexual de la Subsecretaria de Derechos Humanos de Nación, fue invitado por la Municipalidad a brindar una jornada de capacitación a docentes de la institución a la que concurre Tito y otras de la ciudad -tanto públicas como privadas- interesadas en la temática.
La charla giró entorno al marco normativo que establece la Ley de Identidad de Género, sancionada en 2012, con especial referencia a los contenidos legislativos en torno a las distintas edades de las personas, derechos, modos de ejercerlos, autoridades de aplicación y abordajes. Para Guadalupe la actividad fue muy rica, aunque se mostró sorprendida por la falta de información que había sobre el tema.
De hecho, no fue la primera vez que debió enfrentarse al desconocimiento ajeno sobre lo que implica ser transgénero. En la clínica, en varias oportunidades, los profesionales de la salud insistieron en ver a la “nena” que les figuraba en la pantalla. Enfrente de ellos, un nene esperaba ser atendido. “Y eso que tanto el padre como yo somos médicos y corremos con la ventaja de que a veces ya nos conocen”, cuenta Guadalupe y se pregunta cuánto más sufre un niño o niña trans que asiste sin acompañamiento alguno.
Sin embargo, la peor experiencia la tuvo en el Registro de las Personas, cuando el año pasado fue a averiguar los trámites para hacer la rectificación de género, algo habilitado por la ley. “¿Vos estás loca? ¿Cómo le vas a cambiar el género a una nena de cinco años?”, le dijo la empleada. Otra violencia difícil de describir.
Guadalupe tiene la esperanza que el DNI pueda conseguirse este año. Un error en su propio documento generó una demora, pero cree que es solo cuestión de unos meses para que la nueva identidad sea un hecho. Así lo garantiza el artículo 2 de la ley: “Se entiende como identidad de género a la vivencia interna e individual del género tal como la persona siente”.
Es jueves por la tarde y Tito no está en la casa, pero sí todos sus juguetes y su ropa. A simple vista quedaron en las escaleras, tiradas, sus ojotas de los Angry Birds. Seguro Guadalupe o Matías le habrán advertido que debía cambiárselas por zapatillas y en lugar de llevarlas a su cuarto las dejó ahí, a medio camino. También en un rincón está la moto de plástico con la que junto a Isabella salen a repartir pan por el barrio. “Le gusta cocinar y llevárselo a la gente de por acá, en la moto”, cuenta Guadalupe. También pidió tener una “mochila térmica” como los “chicos que ve en la calle”, y así fue como se le fabricó una casera con el logo de la nueva aplicación de entregas domiciliarias.
Isabella y Tito, dos hermanos inseparables.
En la casa de Tito no hay muchas fotos a la vista, pero dos de las más grandes son los típicos retratos escolares. Uno es de Isa y el otro, de Tito. No hay rastro de que en algún momento hubo otra nena en esa casa. Los únicas imágenes que pelean contra el paso del tiempo y la tecnología están en el celular de Guadalupe, quien comparte algunas.
Ahí está el día en el que trajo dos bebés de juguete e Isabella tuvo que posar con ambos en los brazos porque Tito se negaba a sostenerlos (aunque ahora, ya varón, se permite jugar con nenucos). O el cumpleaños en el que contrataron un inflable e Isabella vistió de princesa mientras que Tito lucía feliz un conjunto enteramente blanco de pantalón y camisa. Innumerables retratos de “ella” con camisetas de fútbol de vestido, el único que dejaba que le pongan.
También quedó registrado el día que Guadalupe trajo unas uñas esculpidas de juguete para ambas. Isabella posó como modelo de manos, apoyando sus delicados dedos en su mentón y sonriendo a la cámara. Tito hizo de las uñas largas unas garras e imitó a un león al momento de la foto.
Consultada por si alguna vez tuvo miedo Guadalupe respondió que siempre. Si alguna vez quiso creer que lo de Tito era solo una etapa fue porque sabía que ser transgénero implicaba un camino mucho más difícil para su hijo.
Todavía recuerda cuando el año pasado, charlando con Tito sobre el collar que ella tenía -en el que se lucía la piedra que dio lugar al nombre de A.-, él la miró y le dijo: “A. ahora está solo en tu collar”. “Lloré veinte días seguidos”, recuerda.
-¿Y si tuvieras la oportunidad de decirle solo una cosa, el día de mañana, cuando quizás quiera estudiar en otra ciudad o empezar a vivir solo?
Guadalupe se queda en silencio unos segundos y vuelve a hablar.
“A los tres años hubo una actividad en el colegio en el que nos pidieron a los padres que escribamos una frase de lo que le deseas a tu o tus hijos. Le tocó ir a Matías y él le puso una frase, que creo que sería la que le diría tanto a Tito como a Isabella. Siempre. De hecho, me la tatué”, dijo y mostró el antebrazo.
“No permitas que nunca cuestionen tu libertad”. Alrededor, una explosión de colores.
Tito ahora no llora por no querer ser princesa o por tener puesto un vestido. Si llora, será por la misma razón por la que el resto sus amigos y amigas lo hacen. Y así es como tanto Matías como Guadalupe quieren que sea siempre.