Cultura

Para que las infancias repiensen el mundo: un libro sobre filosofía con aventuras y ejercicios

"El Gran Deleuze" está escrito por el marplatense Matías Moscardi. Lleva al terreno infantil las ideas del pensador francés Gilles Deleuze. De manera lúdica, propone ir en contra de todo lo establecido. Un libro que critica el mundo de los aburridos "adultos adultizados", que va en contra del capitalismo y que busca estimular el poderoso mundo de la infancia.

Por Paola Galano

 

Ejercicios, juegos, humor, poesía, ilustraciones y la explicación de conceptos originales con un espíritu siempre lúdico forman “¡El Gran Deleuze!” (Beatriz Viterbo Editora), un libro para las infancias escrito por Matías Moscardi. Lleva por subtítulo: “Para pequeñas máquinas infantes” y abreva, sobre todo, en una idea: abrir el mundo de la filosofía y hacerlo de manera descontracturada y divertida.

En ese sentido, no deja afuera a nadie: chicas y chicos pueden sumergirse en él, lo mismo que los grandes villanos del libro: “los adultos adultizados”.

La inspiración del volumen fue la filosofía del pensador francés Gilles Deleuze (1925-1995), cuyo universo de ideas habilitó la llegada al mundo poroso de las infancias, de acuerdo a la lectura que hizo Moscardi.

“El libro parte de esta intriga: ¿será posible llevar los conceptos deleuzianos a la literatura infantil? Esa fue la inquietud inicial”, dispara el autor, que es marplatense, Doctor en Letras e investigador del Conicet, también coautor junto a Andrés Gallina del “Diccionario de separación. De Amor a Zombie”, entre otros libros de poesía y novelas de los que es autor.

 


“La adultización es seria, trágica, consumista, racionalista, individualista. Las máquinas infantes, al revés, son lúdicas, cómicas, colectivas y afectivas”


 

“Pienso que no hay ninguna extravagancia, ni ninguna pretensión de excentricidad. Todo lo contrario: me atrevería a decir que el cruce entre Deleuze y la literatura infantil se dio con espontaneidad y hasta con cierta naturalidad”, sigue el autor, que recurrió a las ilustraciones del artista Aruki y al diseño gráfico de su hermano, Santiago Moscardi, para generar un objeto que también sea ameno desde el punto de vista visual.

Moscardi se remitió a un libro de Deleuze para señalar que, ya el mismo filósofo francés, había conectado su pensamiento con el mundo infantil. Lo hizo en “Lógica del sentido”, “un libro sobre Alicia en el país de las maravillas”. “Si releemos las obras en colaboración entre Deleuze y Guattari encontramos una preocupación filosófica y política constante por aprender nietzschianamente del universo infantil, de sus juegos, de su relación con el lenguaje, de sus líneas de fuga y devenires, sobre todo con el objetivo de pensar alternativas lúdicas para eludir las formas coercitivas que tiene el capitalismo para segmentarizarnos, estancarnos y volvernos infelices”, observó, en una entrevista con LA CAPITAL.

 


La tapa del libro que editó Beatriz Viterbo Editora.


“Después viene el Windows XP de la adultización y todos terminamos normalizados, posteando nuestras opiniones en Facebook, comiendo hamburguesas y viendo cómo llegar a fin de mes. Pero a un niño no le interesa nada de eso, ni siquiera tiene sus emociones separadas unas de las otras”, siguió.

Y confió que, en sus páginas tan originales, sobrevuela algo de revancha: “Es una especie de provocación para los adultos adultizados indignados con Deleuze, para todos aquellos que se fastidian cuando no entienden algo, para aquellos a los que la incertidumbre los saca de quicio”.

“¡El Gran Deleuze!” es también un libro político, en cuanto llama a los lectores y a las lectoras a romper el mundo, en el mejor sentido: repensarlo, desubicarlo, regenerarlo y volver a enumerarlo para crear otras categorías de análisis y otras maneras de relacionarnos con las cosas, con el lenguaje, con el territorio, con los animales, con las música, con las abuelas y hasta con el tiempo y la lluvia.

Dividido en nueve lecciones, una de ellas es la dedicada al nomadismo. Moscardi escribe: “Un nómade sabe que la vida de todos los días da vueltas como una calesita; que la vida está llena de multiplicidades y rizomas, de conexiones, agenciamientos y devenires, nada está quieto, nada es estático, todo vibra, porque la vida misma es la gran nómade por excelencia: porque todo lo que vive, respira y todo lo que respira, se encuentra en movimiento. Un nómade sabe todo esto y se embarca en la aventura de vivir y de pensar, de respirar, nadar y bailar, de imaginar y de crear. Un nómade se la pasa creando lo que sea, cualquier cosa”.

-¿Qué ideas de Deleuze tomaste para desarrollar el libro?

-Mientras escribía, a la par tuvo lugar un ejercicio de relectura muy intenso. Repasé fundamentalmente El AntiEdipo, Mil mesetas y ¿Qué es la filosofía? porque ahí estaban las figuras centrales o por lo menos los conceptos que, para mí, eran más transportables a la literatura infantil: las multiplicidades, los rizomas, el devenir animal, el nomadismo, entre otros. A medida que releía, iba anotando al margen las siglas “EGD”, como recordatorio. Después, en una tercera instancia de lectura, directamente rastreaba las zonas donde aparecía la sigla y, ya con las manos en el teclado, veía cuáles de esos subrayados me servían y pensaba en cómo llevarlo al plano de expresión infantil.

-Nunca mencionás a la infancia como infancia, ni decís chicos ni chicas ni chiques, ni nenes ni nenas, sino que la llamás “Pequeñas máquinas infantes”. ¿Por qué está denominación extraña, fría, lejana?

-Es curioso porque en ningún momento pensé que era extraña, ni fría. Todo lo contrario: me resultaba afectiva, graciosa y divertida. La idea de las máquinas infantes tiene que ver con la posibilidad de pensar conexiones, a qué y a quiénes estamos conectados. O sea que es una idea empática, solidaria, colectiva –por lo tanto, cálida–, que incluye a los otros como parte de nuestra vida y de quiénes somos. En este sentido, pienso que la imagen de “máquina” habilita a pensar un enlace vital con el mundo, con los demás, pero también con los animales, los insectos y hasta con los objetos. Las máquinas infantes no se definen por edad, sino en función de sus conexiones, de sus afecciones, de sus modos de sentir y pensar. El adulto adultizado, en cambio, es la reafirmación de la burocracia capitalista: ahí está la verdadera frialdad. Las máquinas infantes son como micelios: están abrazadas de manera invisible entre sí.

-¿La propuesta del libro es desarmar el mundo, ir en contra de lo establecido, del sentido común?

-Lo establecido no es más que una forma de subjetivación. El capitalismo hace precisamente eso: dictamina cómo hay que ser un sujeto, qué hay que comer, cómo hay que sentir, a quién hay que amar, qué hay que pensar, cómo hay que hablar. Se entiende: un sujeto individualista, consumidor, normalizado. El mundo de las máquinas infantes vuelve visible el artificio de la adultización. Basta con observar cómo juega y cómo usa el lenguaje un niño para darnos cuenta de que el salto a la adultización no es de ninguna manera “natural”. Hace poco presentamos El Gran Deleuze en una charla interesantísima con Darío Sztajnszrajber. Darío decía precisamente eso: para él lo que yo llamo “adultización” hace sistema con el logocentrismo que Derrida alienta a deconstruir. Y esto no es casual, porque en la base de ese logocentrismo se encuentran todos los binarismos metafísicos que heredamos de la cultura occidental. La adultización es seria, trágica, consumista, racionalista, individualista. Las máquinas infantes, al revés, son lúdicas, cómicas, colectivas y afectivas.

-Hay, además, una intencionalidad constante de quitarle solemnidad a la filosofía.

-Sí, totalmente. La solemnidad es otra afección a combatir. Para mí es el mal. Lo único que me parece que vale la pena tomarse en serio es el humor.

-Decís, citando a Deleuze, que en la imaginación está la filosofía, en ese sentido, el libro con sus ejercicios y juegos ¿es una estimulación a la imaginación?

-La idea fue escribir un libro-artefacto-dispositivo-instalación que no solo sea “para leer” sino para jugar, para escribir arriba, para moverse, para ver películas, para desordenar la casa, para charlar con amigos, familiares. Es un libro de grupo, un libro que invita a la ejercitación y al juego. Por eso, cada capítulo tiene sus propuestas sus experimentos, sus ejercicios. Imaginar otro mundo posible requiere, necesariamente, hacer otras cosas, moverse de otra manera, estar en otras posiciones, tener otras experiencias. Jugar con la cara, o usar la nariz como dedo, o desordenar la habitación, o jugar a ser hormiga… El libro propone que la imaginación no solo es una actividad mental, sino también física: la imaginación es una gimnasia. También es un libro muy relacionado con el dibujo y la ilustración, con la imaginación visual y gráfica.

-Una de las ideas claves del libro son las pecideas. ¿Cómo aparecen?

-Las pecideas surgieron de un libro de David Lynch que se llama Atrapa el pez dorado. La figura parte de la proximidad entre pensar y pescar. Sin embargo, la palabra “idea” traiciona de alguna manera el pensamiento inmanentista de Deleuze. Decidí dejarla porque, en su fusión con la pesca, recupera todo un espectro de aspectos físicos y materiales del pensamiento: sentarse, esperar, tener una caña, una carnada, paciencia. La pecidea está en el lugar del concepto deleuziano. Deleuze dice: “la filosofía es el arte de crear conceptos”. Pero esos conceptos de los que habla no son estáticos sino, precisamente, fluviales, móviles, en constante desplazamiento y conexión con otros conceptos. Son como peces. Por eso, las pecideas me parecieron adecuadas a esta condición pululante y escurridiza de los conceptos deleuzianos.

-La perspectiva de género en este libro aparece cuando mencionás la necesidad de abandonar el binarismo, la división del mundo en una o en otra cosa, cuando en realidad se trata de una multiplicidad de categorías. ¿Se trata de una mirada más actual sobre cómo contarle el mundo a la infancia? ¿Es un aporte a la educación sobre las nuevas sexualidades?

-El libro nunca “enseña” nada, en el sentido de que no pretende dictaminar una verdad de las cosas. El libro se limita a señalar: mirá lo que hacen los adultos, mirá cómo piensan, mirá lo que nos hacen hacer, mirá las frases que usan para retarnos. ¿El mundo será como nos dicen que es o puede ser de otra manera? ¿Qué alternativas tenemos? En este sentido, creo que es un libro impulsado por preguntas antes que por respuestas.

-Los grandes villanos de esta historia, esa suerte de antagonistas, son los adultos adultizados. El libro parece estar escrito para ellos, para que dejen de lado sus casilleros, se animen a volar un poco más y se amiguen con el desorden y el caos. ¿Coincidís?

-Totalmente, es un libro para grandes y chicos. Ese fue también un tema de la charla con Darío Sztajnszrajber: ¿hay una edad para la filosofía? El Gran Deleuze no está escrito para ninguna edad en particular, es un libro sin edad, que descree de las edades. Darío decía que El Gran Deleuze es un libro que le habla al famoso “niño interior” pero también un libro que articula una “escritura niña”. Me parece que, en todo caso, es un libro difícil de encasillar: porque puede conectar con la maternidad y la paternidad, con talleres literarios, talleres de plástica y de música, a la vez que puede leerse como una introducción a Deleuze por fuera de la lógica que imparten los libros “para principiantes”. Quiero decir, si la divulgación lo que hace es intentar “explicar” el significado de los conceptos filosóficos, dejando de lado el lenguaje que los acuña, acá ocurre exactamente lo contrario, porque el lenguaje está puesto en un primer plano. No se trata tanto de explicar Deleuze como de crear un lenguaje que vuelva experimentable cada concepto, un lenguaje que permita vivenciarlos, sentir la afectividad de los conceptos.

-Ideas como la del cambio permanente, los ciclos, el movimiento, la multiplicidad, lo heterogéneo, la fusión atraviesan a El gran Deleuze. ¿Te parece que los discursos que consumen las infancias adolecen de estas ideas?

-Pongamos como ejemplo Ponyo en el acantilado. O Mi vecino Totoro. O El viaje de Chihiro. Las películas de Studio Ghibli, en general, son muy deleuzianas. Por supuesto, seguramente existen libros para las infancias que no cuadran con las posturas filosóficas de Deleuze, con el imaginario de su filosofía; libros acaso más convencionales, incluso conservadores. Pero lo que quiero decir es que la literatura infantil tiene una proyección que, en algunos casos, se anticipa a Deleuze. Recordemos, por ejemplo, las descripciones de cartografías móviles que hay en Peter Pan (1911) o la noción de “falta” que mueve a los personajes de El Mago de Oz (1900) en la novela de Lyman Frank Baum. Muchos clásicos infantiles articulan una visión del mundo de avanzada, donde los problemas centrales de la filosofía de Deleuze están ya intuidos.

-Silvia Schujer, Javier Villafañe, María Elena Walsh, Graciela Montes y otros escritores y escritoras aparecen citados, ¿investigaste en la literatura infantil actual?

-Mientras escribía el libro, fui leyendo libros de literatura infantil que me pasaba Larisa Cumin, mi pareja. Siempre me gustó mucho la literatura infantil. Para escribir, tuve que sistematizar un poco ese gusto, concentrarme y elegir algunos libros que se acoplaran de manera especialmente conveniente con los conceptos deleuzianos, que los potenciaran. Pero también están los dibujitos animados. Yo soy muy fan de los dibujitos y creo que la voz que atraviesa el libro es la voz de un dibujito animado: el narrador habla un poco como un dibujito. También está la experiencia de ser padre, de ver a mi hijo jugar, reírse, deambular, llorar, cagarse, comer y volver a reír. Creo que esa es la potencia que está en el libro, ese amor y esa fascinación. Por eso pienso El Gran Deleuze como un libro de aventuras, pero también como un libro de amor.

-Deleuze se suicidó, ¿cómo explicás que la riqueza de su pensamiento se apague de manera tan trágica?

-El suicidio de Deleuze es todo un tema. Yo, personalmente, no lo considero un suicida. Para mí, suicidas son David Foster Wallace, Kurt Cobain, Edouard Levé, Alejandra Pizarnik o Alfonsina Storni. Deleuze tenía 70 años cuando se tiró por la ventana. Sufrió toda su vida un problema respiratorio muy grave. En la Biografía cruzada, de François Dosse cuenta que Deleuze tenía un amigo muy enfermo que le manifestó el deseo de suicidarse. Deleuze le aconsejó que no lo hiciera, que mientras pudiera sostener una lapicera en la mano, suicidarse no tenía sentido. Digo: Deleuze ya estaba muy enfermo y no podía sostener más la escritura. Pienso que su suicidio está más cerca de un acto de eutanasia. Por otro lado, en su obra, no hay ni una sola molécula que aliente a la muerte. Todo lo contrario: es una obra vitalista, llena de furor punk.

-Me pareció que el gran libro Historias de cronopios y de famas, de Cortázar, sobrevuela tu nuevo libro. ¿Puede ser?

-No lo leí. Leí muy poco a Cortázar. Me aburre.

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