Cultura

Para matar la poesía: El agujero

Por Federico Bagnato

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Al final, pensar que podía caer ahí era una idiotez, pero sucedió. Es que miraba a la anciana cruzando y le tomaba el tiempo y tarareaba en cuanto el cronómetro marcaba un nuevo tiempo récord para ella, porque la pobre vieja cada día tenía menos vida y su velocidad bajaba. Y yo, que me paso en bicicleta y en cámara lenta para espiarla, tuve que atarla a un árbol y continuar caminando mientras me acercaba para advertirle del pozo. Pero ella, además de lenta, es sorda; y le grito y le grito y no le saco los ojos de encima porque el semáforo ya cortó y la vieja, que está encorvada como gancho de carnicería, solo se mira las puntas de los pies y va a volar por el aire cuando la agarre el 71 y le sigo gritando sin que se inmute hasta que corro dando nueve pasos en cuanto ella da uno y me acerco tarde para decirle que preste atención y que mire de dónde vienen los autos, porque nadie quiere esperar a que una anciana cruce la calle porque todos estamos apurados y salimos de casa con una batería de insultos para regalar al primero que se nos cruza. Y la vieja me mira los labios porque no escucha y me sonríe y yo me quedo mudo sin saber qué decirle y me voy, pensando en cómo sobrevivirá a la siguiente esquina, pensando en que está demasiado vieja como para los pozos que tienen las calles. Y en cuanto vuelvo por mí bicicleta atada al árbol esquivo al colectivo que viene a sesenta queriendo cruzar independencia en el parpadeo que dura el amarillo del semáforo y caigo en ese pozo del que quise prevenir a la vieja. La caída es libre y tengo tiempo de acomodarme y pensar en cómo voy a sentir menos dolor, así que caigo casi sentado. Grito y grito, pero el pozo es tan profundo que mi voz se la traga la tierra de las paredes y veo la sombra de los autos que pasan por encima y la luz intermitente, hasta que la sombra se instala en lo más alto del pozo. Con algo de esfuerzo reconozco un rostro y veo que es la anciana que sonríe desde arriba de todo con toda la inocencia que una anciana puede tener; y de pronto abre la boca y su voz hace eco en el lúgubre tubo de tierra, pero no entiendo nada más que ruidos distorsionados que cesan cuando de pronto la anciana sale despedida por el colectivo que volvió a pasar y que, esta vez, no tuvo piedad.

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