por Alberto Arébalos
La semana pasada no anduvo WhatsApp por dos horas. Desde el diluvio universal la Humanidad no sufría una calamidad de ese calibre.
Mientras escuchaba los aullidos de dolor de quienes presuntamente se vieron obligados a hablar con alguien de carne y hueso y observaba las filas de atribulados usuarios dispuestos a arrojarse de puentes y edificios de varios pisos, pensé que francamente odio a WhatsApp. Eso, lo dije.
Nacido como el intento de ser el Blackberry Messaging de quienes no tenían Blackberry, era al principio una aplicación simpática que hacía bien una cosa: permitir intercambiar mensajes de texto a costo cero entre gente que se conocía.
De pronto, WhastApp se había convertido en una aplicación insidiosa, generadora de discusiones, entrometida.
Las dos rayitas azules que llenan de ansiedad al que envía algo, y que se pregunta me leyó pero no me contesta, ¿qué le pasa? cuando el que recibió puede estar manejando, hablando con alguien (dudoso) o sentado en el baño (para eso no hay apps todavía, horror).
Pero en todo caso, las dos rayitas azules han desencadenado innumerables discusiones entre amigos, parejas y colegas: ¿por qué leés mis mensajes y no contestás? ¿qué te pasa?
Y me pregunto por qué los genios de Menlo Park (WhatsApp es de Facebook) piensan que poner dos rayitas azules es un servicio necesario. ¿Por qué debo sufrir la tiranía de que quien me escriba sepa si leí o no? Y si no me canta contestar ahora, ¿debo dar explicaciones? ¿por qué?
Claro, me dirán, podés sacarlo. Pero así se genera otra serie de preguntas: ¿y por qué no tenés las rayitas azules?, ¿por qué no querés que sepan si leés o no?, ¿de quién te estás ocultando?.
Lo mismo con la última hora que uno aparece conectado. ¿Por qué? Te levantás a las tres de la mañana para tomar agua o hacer pis (según la edad). Prendés el teléfono para iluminar el camino y a la mañana no falta quien te diga ¡Uy! ¿Qué hacías despierto a las 3? ¿¡Qué te importa!?
Lo mismo si te ven la foto o no, el status, etc. WhatsApp es un violador de privacidades, un generador de problemas, un ojo inhumano que nos obliga a adoptar una etiqueta de comunicación que nos altera lo más preciado: la privacidad.
Y no me hagan hablar de las llamadas telefónicas. Antes lo bueno era que el chat no interrumpía. Ahora te llaman por cualquier cosa y si declinás la llamada, otra serie de explicaciones.
Qué bueno que se cortó WhatsApp dos horas. Ojalá se corte más tiempo. Ojalá dejen de ver qué hacemos, cuánto hablamos y con quién, a qué hora encendemos o apagamos, para seguir construyendo nuestros perfiles de consumidores. Porque eso somos.
Nada es gratis. Menos WhatsApp.
(*): Vicepresidente de Estrategia y Contenido de Milenium Group.