Por Vito Amalfitano
esde Boston, Estados Unidos
El viaje a Argentina?Venezuela fue casi tan caótico como la odisea de llegar a Colombia?Perú. Aunque mejor vestido. Confortable bus a Boston muy temprano desde la Estación Portuaria de Nueva York, cuatro horas de viaje a 51 dólares. Y luego un tren también muy cómodo hasta Mansfield, un pueblo fantasma en medio de la nada, con una pequeña estación de película en la que solo esperaban un puñado de taxis, imposibles de cubrir la demanda de los cientos de aficionados que bajaron del convoy.
Entre taxis y ubers finalmente se sacó de allí a la mayoría de aficionados con camisetas de Argentina y Venezuela, muchos de ellos norteamericanos y norteamericanas amantes del “soccer” o familiares de residentes argentinos aquí.
Ahí empezó el otro problema. En las cercanías al estadio el tránsito por la avenida Patriot Place se transformó en paso de hombre y otra vez la incertidumbre por llegar a horario al estadio de quienes salimos con cuatro horas de anticipación y la imposibilidad de arribar a horario, aun con su ticket , de quienes llegaron por detrás nuestro y en el tren siguiente.
Como en ninguna Copa América ni ningún acontecimiento deportivo de nivel internacional de este tipo, los aficionados, y también los periodistas, son dejados a la buena de Dios. Tanto en Argentina 2011 como en Chile 2015 y mucho más aun en Venezuela 2007 el transporte y los accesos no fueron un problema. Aquí los sobrepasó la dimensión del acontecimiento.
Pero, ¿cómo? Los norteamericanos, que están preparados para organizar grandes encuentros mundiales, ¿no pueden albergar una Copa América?. No, sencillamente que no le dieron importancia, no tomaron la dimensión y la indiferencia se transformó en desidia y eso en incomodidades para los espectadores.
No hay buses de prensa, como en cualquier otro certamen de este tipo, pero tampoco hay para los aficionados. Y llegar por carretera para quienes se decidieron a alquilar un auto, fue aun más complicado que por la vía del tren.
Regresar es otro problema.
En la Copa América de Chile del año pasado, por ejemplo, y por citar un caso, había micros cada media hora desde el final del partido para la vuelta de los periodistas desde los centros de prensa y los estadios. Aquí no hay nada de eso. Y el último tren, desde el pueblo fantasma Mansfield, al que hay que llegar en taxi, es a las 22.25. El partido termina cerca de las 21. Hay que apurarse porque sino uno tiene que quedarse en esta comarca esperando un nuevo tren hasta las 7 de la mañana. Por lo tanto, quienes no vinimos en auto, ni siquiera podemos quedarnos a la conferencia de prensa de Gerardo Martino y la zona mixta con el diálogo con los jugadores. En este caso nos cubren Héctor Laurada y los colegas de la agencia Télam.
En el estribo, antes de que se nos vaya el tren, contamos un nuevo episodio que contribuye al grotesco de organización de esta Copa, no por no estar en condiciones de hacerla, sino por desidia por un lado y esquematización por el otro. Después de todas las dificultades del viaje, a 15 minutos del comienzo del partido, quedamos unos 10 periodistas en la puerta del ascensor hacia la tribuna de prensa. Quedamos junto a Hernán Castillo, Monroig de ESPN, Marcelo Espina, más camarógrafos, y un par de colegas venezolanos. El encargado del ascensor no nos dejó subir porque lo tenía “reservado para una delegación importante de 10 personas que estaba por llegar”. Insolito, un ascensor reservado, y parado. Como si se esperara a Obama. El colega Castillo llamó a un supervisor, Federico, quien tardó más de 5 minutos en explicarle al “dueño” del ascensor que debíamos subir porque teníamos que trabajar y empezaba el partido. No hubo caso. Entonces Federico le dijo que todos teníamos tarjeta azul ( de la organización), lo que no era cierto, y nos hizo entrar de prepo. Insólito todo.