Cultura

No tiene nombre

Por Federico Bagnato

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Ella no quería hablarme porque se enojó. Una pavada sin sentido. Sólo le dije que me molesta que coma chicle con la boca abierta y se enculó. Así que la conversación se detuvo como cinta de cassette pausado, pero yo tengo sentimientos y no puedo hacerme el boludo. Estábamos hablando y quería seguir haciéndolo, pero ella se negó. Y entonces yo puse cara de culo y me enojé y ella se enojó más cuando me vio enojado. Quizá fue indignación, no lo sé. Pero nos quedamos los dos con cara seca y nadie se animaba a romper con eso, porque una cosa era dejar de hablar y otra era irse de al lado del otro. Eso era más violento y yo nunca lo haría, así que esperé y ella terminó yéndose. Entonces me enojé más y golpeé algunas cosas con más fuerza que la regular, como el interruptor al apagar la luz de la cocina, la puerta o la tabla del inodoro al bajarla. Y ella tomó eso como un camino de ida, un enojo mayor; y como ella nunca afloja, no importa qué pase, se puso furiosa y rechinaron sus dientes. Y quiso evitar que lo notara, pero le pregunté ¿estás rechinando los dientes? Ella odia que le pregunte cosas obvias, más cuando está enojada. Cuando siente que tengo que pedirle perdón por alguna cosa que ya me olvidé de lo tonto que era. También fue tonto pegarle. Le di una cachetada fuerte. No supe cómo hacerlo, siempre di golpes de puño y nunca a una mujer. Pero la cachetada era lo apropiado para ella, para que reaccionara y dejara de enojarse. Porque si ella se enoja por uno, yo me enojo por dos. Pero cuando le di la cachetada me arrepentí, y tampoco funcionó como esperaba. Más que calmarla, perdió la cabeza y me clavó la bombilla del mate en el antebrazo… ¡Qué lo…! ¡A quién se le ocurre! Y ahí se arrepintió ella. Quedó paralizada. Yo me desangré el brazo y sonreí un poco. Por fin se había callado.

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