Por Jorge Raventos
Se ha iniciado en Argentina un año electoral. A juzgar por lo que se va viendo, será un año muy electoral: en un número creciente de provincias los comicios locales no coincidirán con los nacionales. En una docena de distritos se votará (en diferentes fechas) para autoridades de los pagos chicos, luego en las primarias nacionales, más tarde en la elección general de autoridades del país (octubre) y finalmente, casi con seguridad, en diciembre se producirá la segunda vuelta para decidir el próximo presidente.
En Cumelén, el country de Villa La Angostura donde descansa desde las vísperas del nuevo año, el Presidente recibió a tres gobernadores “propios”: Horacio Rodriguez Larreta (porteño y del Pro), el jujeño Gerardo Morales y el mendocino Alfredo Cornejo (ambos de la UCR), para convencerlos de que no desdoblen y se mantengan solidarios con su proyecto de reelección. Salvo Larreta, que ya estaba convencido de votar en Capital el mismo día de las presidenciales, el tema quedó para volver a ser conversado. Después de que se resuelva el dilema bonaerense.
Inclusive la provincia de Buenos Aires: la gobernadora María Eugenia Vidal parece inclinarse por el desdoblamiento, contra la preferencia de la Casa Rosada (aunque en la coalición oficialista aseguran que ella difícilmente la ponga en práctica sin acuerdo con Mauricio Macri. Lo discutirán en febrero).
Las democracias son minoría
Tanto uso de la urna no es necesariamente sinónimo de democracia plena. Según el estudio más reciente sobre el tema de The Economist Intelligence Unit (Democracy Index 2018), Argentina es una “democracia defectuosa”. En rigor, sólo el 4,5 por ciento de la población mundial vive en condiciones de “democracia plena”: unos 340 millones sobre 7.500 millones. La investigación analiza a 167 países del planeta y se repite anualmente.
En América del Sur los exigentes analistas británicos sólo encuentran democracia plena en Uruguay, una isla en un océano de “democracias defectuosas” en el que apenas se distingue a Chile con un tono prometedor, aproximándose (sin alcanzarla) a la plenitud que consiguen los uruguayos junto a apenas otros 18 estados, principalmente ubicados en Europa. La América del Norte también exhibe en esta muestra democracias defectuosas;la plenitud democrática sólo se le reconoce a Canadá. Previsiblemente, la presencia de Donald Trump ha desmejorado la calificación que The Economist asigna a Estados Unidos.
Como corolario general, para los investigadores los que prevalecen en el mundo son los “regímenes autoritarios” a los que agregan un grupo de “estados híbridos”, una especie de vestíbulo del autoritarismo (en su índice anterior The Economist anotaba aún a Venezuela en esa categoría; ahora ya cayó).
The Economist expresa su júbilo por el hecho de que el último año la democracia “dejó de declinar”, aunque sospecha que sólo se trata de una pausa. Irónicamente, uno de los parámetros considerados que más creció -la participación de la gente en los procesos políticos- está entre los que más suspicacia despierta en los investigadores: ven allí un peligro para la democracia, un elemento de volatilidad que puede generar próximas inestabilidades. Olfatean el espíritu del populismo.
Una misma ley para el léon y para el buey
El diagnóstico de la ponderada revista se asienta, si se quiere, sobre una conjetura que se difunde como si se tratara de un saber incontrastable; según ella, todas las naciones del mundo pueden ser (merecen ser) medidas con un mismo sistema métrico. Ese tipo de homologación permitiría describir a un camello o a un burro como caballos imperfectos o a un tigre como un gato autoritario, pero se trataría, claro está, de una narrativa sesgada por la visión particular de caballos o gatos en la que lo distinto perdería especificidad e identidad.
Es probable que algunos fenómenos que inquietan a los analistas de The Economist sean una reacción contra, entre otros tics, esa pretensión de homologar procesos diversos y, en última instancia, imponer a todo lo distinto un rasero unificador. Como advirtió William Blake, es mala una misma ley para el león y para el buey.
Si es obvio que la organización económica mundial impulsa procesos de integración, ésta no debería concebirse como una reducción a la “mismidad”, sino como una rica articulación de las diferencias, una convergencia de lo diverso. Las personas -las sociedades- se resisten a ser tratadas como números, y emparejadas en el lecho de Procusto de algún discurso único.
La crisis de las democracias liberales
Desde una perspectiva en varios aspectos diferenciada de la del conservador-liberal The Economist, el sociólogo Manuel Castells, un estudioso insoslayable de la sociedad de redes y la globalización que simpatiza con la socialdemocracia, también registra la pérdida de sustento de las democracias representativas. Significativamente, su último libro se titula Ruptura: la crisis de la democracia liberal.
“La democracia liberal ha colapsado porque ha perdido legitimidad en las mentes de los ciudadanos en todo el mundo. – afirma el pensador- .Dos terceras partes de la gente no cree en sus gobiernos ni en los medios;la democracia liberal ha agotado su recorrido histórico, el occidentalismo estableció la democracia liberal como un imperialismo cultural, el liberalismo ha hecho tabla rasa de muchas cosas”.
Castells no propicia por cierto el enclaustramiento de las sociedades en una época -que él ha investigado como pocos- en que el planeta se encuentra conectado como nunca (internet, 7.000 millones de celulares inteligentes con una población de 7.500 millones). Pero comprende también que el vértigo del cambio tecnológico y las imposiciones homologadoras del globalismo generan temor y reacción. “La identidad, eso que tanto desprecian los autoproclamados ciudadanos del mundo (porque se lo pueden permitir), es el refugio comunitario que da sentido a quienes ya no confían en las instituciones. Ante el miedo a lo desconocido y a la pérdida de control sobre los mecanismos esenciales de la sociedad (con un dinero abstracto en mercados globales, unas fronteras permeables a gentes extrañas, unos flujos de comunicación y de imágenes sin códigos comunes), se apela a la tribu. Y aunque la invocación parece siniestra, la feroz competición individualista donde impera la ley de la selva tiene como consecuencia el protector espacio de lo comunitario”.
Argentina: democracia y grieta
Algunos de los trazos que dibuja Castells se observan en el cuadro argentino. La sociedad ha tomado distancia de la política. Todos los dirigentes que han anunciado ya su voluntad de candidatearse para ocupar la presidencia (Mauricio Macri incluido) cosechan saldo negativo en las encuestas de opinión. Sintomáticamente, registran leves mejoras en el momento en que se apartan del escenario: el Presidente, de vacaciones; la señora de Kirchner en un estratégico silencio de radio. Las fuerzas políticas están desestructuradas, a menudo dirimen sus rencillas internas en público y escandalosamente. A las naturales pujas por candidaturas se agregan las discusiones sobre alianzas (en el peronismo federal, qué hacer con el kirchnerismo; en el oficialismo: cómo relacionarse con el peronismo y cómo encauzar la ambición radical de mayor protagonismo en las decisiones y en el reparto de responsabilidades). Pero, sobre todo, hay una discusión que tiene que ver con la famosa brecha: ¿acentuarla y tratar de capitalizar la polarización o tender puentes?
Está claro que desde el rincón kirchnerista se prefiere la polarización: facilita el discurso binario y se beneficia del protagonismo político que el gobierno le concede, que la ayuda a condicionar a sectores más extensos del justicialismo.
El eje estratégico elegido por la cúpula del oficialismo se concentra en tratar de incentivar la polarización con el kirchnerismo y apostar a una renovada explotación del rechazo que despierta la señora de Kirchner en casi dos tercios del electorado.
Cómo gobernar
Complementariamente, ante las dificultades para defender los resultados de sus propios tres años de gestión, el oficialismo ha decidido subrayar, junto a las menciones de la corrupción (siempre concentradas en la década K), el rechazo a “los últimos setenta años”, eufemismo destinado a evocar la idea de que el origen de todos los males coincide con los primeros años del peronismo (en este sentido, en el pasado se cuestionaba “desde los años 30”, una periodización que al menos tenía por detrás una lógica institucionalista: ruptura del orden constitucional, aval de la Corte Suprema de la época a un gobierno de facto, etc.; el hito que se invoca actualmente subraya la brecha con el justicialismo en su conjunto).
En rigor, el discurso oficialista (al que a menudo se define como una opción “de derecha”) pretende no tan paradójicamente pararse en el campo ideológico del progresismo: se identifica con el cambio, rechaza el pasado en nombre de un futuro que empieza a partir de la propia presencia (“somos distintos”). Toma distancia de las tradiciones. Busca la homologación con los valores de la “democracia plena” (que, se ha visto en The Economist, sólo incumbe a una ínfima minoría de la humanidad). Observa la acción política principalmente como gestión administrativa (el gobierno de las personas con las reglas de cálculo del gobierno sobre las cosas), motivo por el cual suele atribuir las resistencias a alguna variante de la irracionalidad o la ignorancia.
El gobierno -dando unilateralmente por sentado que conseguirá enderezar la economía en los dos primeros trimestres de este año- trabaja por ahora con la idea de que llegará a las fechas de la elección presidencial en buenas condiciones de aprovechar la polarización, sea en primera o en segunda vuelta.
Suponiendo que ese pronóstico se cumpliera, quedaría por responder al menos una pregunta crucial: ¿en qué condiciones de gobernar quedaría una presidencia surgida de la ampliación de la brecha que seguiría contando con minorías parlamentarias y con buena parte de las provincias en manos de la oposición (y con sus posibilidades de financiamiento externo prácticamente agotadas)?
En la última semana, más allá del eje polarizador, comenzó a insinuarse un esfuerzo para trabajar en pos de un proyecto “de unión nacional”. Considerando que cada uno de los polos actuales de la brecha reciben un rechazo de dos tercios del electorado, parece haber terreno cultivable para ese esfuerzo. El gobernador de Santa Fé, Miguel Ligschitz, visitó en Cariló a Roberto Lavagna, una personalidad bien mirada por las encuestas (junto a María Eugenia Vidal, ostenta superávit positivo) pese a que hasta agora, al menos, no ha admitido voluntad de ser candidato. El socalista Lifschitz considera que Lavagna puede ser un candidato “de consenso” en un proyecto de convergencia que reúna a peronistas, radicales, socialistas e independientes. ¿Podrá erigirse una opción superadora de la brecha?
En función de cómo evolucione el paisaje político nacional, el próximo análisis de The Economist -dejando de lado el juicio que merezca su criterio- ubicará a la Argentina más arriba o más abajo en el ranking de “democracias defectuosas”. O todavía mejor.