por Gabriel Palumbo
La política argentina nunca es calma. Nunca lo es, pero esta última semana las cosas se salieron de madre. Una parte de nuestra vida política, esa que se regodea en su propio conservadurismo, la que reinventa una y otra vez los mismos ritos, los mismos gritos y las mismas consignas, emergió y se pavoneó frente a nosotros con impunidad y falta de responsabilidad.
Como en uno de esos bellos cuadros de Escher, pero sin su belleza, la política argentina se pierde en esas escaleras incesantes que parecen no llevar a ningún lado. Nuestra vida pública puede adivinarse perdida, gris, en medio de los también grises senderos escherianos, sin saber bien hacia dónde continuar, dudando del camino y de su llegada a buen puerto.
Dentro de una semana pródiga en desatinos, el conflicto docente destaca por su importancia concreta. Los docentes de las escuelas públicas de todo el país, llevados por la lógica gremial y política del sindicato de la provincia de Buenos Aires, no comenzaron las clases el lunes 6 y llevaron el comienzo al miércoles o, incluso, al jueves en algunos distritos.
Este conflicto no es cualquier conflicto. El valor histórico y simbólico de la educación en nuestro país desafía al realismo que surge de la historia reciente. Hay una tensión explícita entre el registro cultural que se tiene sobre la educación y el valor concreto que se le asigna -por parte de los actores principales- en los hechos y percepciones del presente. Es cierto que el maestro está revestido de un aura impecable y casi religiosa, pero no es menos cierto que su papel en la sociedad ha cambiado para peor y que sus argumentos de autoridad están en plena crisis.
Desde el punto de vista social, si bien la costumbre ha colocado a la educación como uno de nuestros principales puntos de interés, no es menos cierto que el deterioro educativo es sostenido desde hace años sin que aparezcan revulsivos institucionales que lo atiendan. En esa misma dirección, basta recordar que hace pocos años las escuelas bonaerenses perdieron el primer mes de clases sin que pasara demasiado y que las pruebas internacionales dejan cada vez más lejos a la Argentina dentro del sistema educativo global, sin que eso genere más que algunas aisladas y ponderables reacciones de los especialistas.
El problema de la educación en Argentina es muy complejo, y existen quienes lo tratan con una solvencia de la que carezco, pero creo que puede resultar interesante utilizarlo para pensar nuestra experiencia política.
Resulta ciertamente lógico que, después de una década de omnipresencia de la política y de una desesperante exageración alrededor de la supremacía de lo político sobre otras dimensiones de la vida, la reacción sea la de creer que el conflicto es perjudicial, autoritario e incluso ficcional por definición. Casi inevitablemente, al proceso de exasperación populista lo sucede un momento de candidez conceptual en donde el conflicto es percibido unívocamente como un reflejo negativo.
Esto tiene su trampa. Insistir en que el conflicto es sólo reacción es un rasgo de conservadurismo y de nostalgia política que constituye una respuesta política posible, pero que no es la única. Esta reacción entendible frente a la centralidad que el conflicto tuvo durante los años populistas no permite ver su presencia dentro de la vida política y, peor aún, no reconoce la posibilidad de ser reinterpretado en clave democrática.
Hay una -varias- maneras de establecer una relación democrática con el conflicto. Para poder hacerlo hay que estar dispuestos a reformularlo y volverlo otra cosa. La idea de conflicto político que anida en nuestra cultura política es oposicional, esencialista y reaccionaria.
Es oposicional dado que requiere de un antagonismo total para su desenvolvimiento y para su episódica resolución. Necesita y reclama la simplificación que resulta de un conflicto binario en donde hay poderosos y débiles obvios y reconocibles, que llevan argumentos contrarios sin encontrar nunca un lugar en donde ampliar la conversación.
Es esencialista porque supone una lógica argumentativa irreductible, donde no hay lugar para acuerdos discursivos. Se puede llegar a un lugar de acuerdo temporal circunstancial, pero el desacuerdo final nunca se rompe precisamente porque no admite interrupciones narrativas.
Es reaccionaria porque nunca resuelve nada. Acuerda pero no resuelve. Compra tiempo mientras los actores insisten en los discursos y se refuerzan en las prácticas atávicas y conocidas.
Esta manera de entender el conflicto, además, fija retóricas inútiles, consagra ideas acerca del poder que no coinciden con el devenir de las sociedades contemporáneas y son sumamente útiles -habría que ver cuánto de esta dimensión colabora en el estado actual de las cosas- para fosilizar dirigencias y liderazgos.
La retórica de lucha, de apelación al sacrificio colectivo, de épica movimientista termina siendo una torre romántica donde se refugian líderes que no son controlados, dirigencias eternas y problemas irresueltos.
Volvamos por un instante al conflicto docente. En estos días circuló una fotografía en la que un hipotético maestro tiene un cartel que rezaba “estamos enseñando” y a su lado había un niñito con otro cartel que decía ‘estamos aprendiendo”. ¿Qué podríamos suponer que está enseñando ese docente? ¿a luchar? ¿es eso lo que está aprendiendo el pequeñito? ¿acaso la lucha es de por sí una forma pedagógica? ¿qué porción del problema educativo argentino se está solucionando en esta escena?
La pregunta que la democracia argentina podría hacerse, para éste y para otros conflictos genuinos y representativos de la hondura del problema social que tenemos a nuestra vista es: ¿no existe acaso otra manera de pensar los conflictos?
(*): Sociólogo y analista político.