Opinión

Concebir una política de Estado o seguir como el avestruz

Por Martín Balza

En el mundo entero, pero particular en Latinoamérica, el tráfico de drogas ilícitas es un delito transnacional ligado en mayor o menor medida con otros como el tráfico ilegal de armas, la trata de personas, el lavado de dinero, el tráfico de migrantes y el crimen organizado.

Estos flagelos globalizados, dinámicos y poderosos avanzan exponencialmente en el uso de posibilidades tecnológicas y rutas a emplear, y en la región se los combate con medios arcaicos, que en muchos casos se limitan a las fronteras nacionales.

En Argentina estamos lejos aún de una “colombianización” o “mexicanización” del problema, pero el consumo y el tránsito han aumentado como consecuencia de la invención y la producción de nuevas sustancias psicoactivas, favorecidos también por el uso desviado de medicamentos legales. No aumentó significativamente el consumo de cocaína y marihuana, pero sí el del paco, también llamado “crac” o “bazuco”, que es la droga de los pobres, tiene bajo costo, es elaborada con el residuo de la pasta base de la cocaína, genera rápida dependencia y es altamente destructiva. Los mayores productores de clorhidrato de cocaína en el mundo se encuentran en América del Sur: Colombia, Bolivia y Perú, como así también el mayor productor de marihuana, Paraguay. Desde allí se inicia la ruta sur-norte hacia los centros de consumo.

Fronteras permeables, espacios aéreos desprotegidos y facilidad de rutas marítimas y fluviales colaboran en la llegada a los centros de consumo mundial, principalmente a Estados Unidos.

A este país entrarían, se presume, unas 700-800 toneladas métricas de cocaína por año por la ruta del istmo centroamericano, donde operarían más de 300 bandas criminales con más de 40 mil miembros. No es un dato menor señalar que más de 300 mil armas ilegales salen desde Estados Unidos hacia esa ruta norte-sur.

Según un reporte del Global Financial Integrity, en varios países de la región el dinero sucio proveniente del narcotráfico alcanzaría una participación del orden del 2%-3% de sus respectivos productos brutos internos (PBI). En los últimos años, eso está siendo evaluado por el Grupo de Acción Financiera de Latinoamérica (Gafilat) para verificar el cumplimiento de las 30 recomendaciones del organismo a fin de evitar “lavaderos de activos” y combatir el financiamiento del terrorismo a nivel mundial.

En América Latina, la violencia y la inseguridad aumentaron desde los países del Cono Sur hacia el norte, donde en 2015, según las Naciones Unidas (ONU), los índices de homicidio triplican el promedio mundial y alcanzan una tasa de 70-80 asesinatos por cada 100 mil habitantes al año. Los menores índices (mayor seguridad) los tienen: Chile, con 3; Uruguay, con 5,8 y la Argentina, con 6.

El sistema internacional de fiscalización, principalmente la Oficina de la ONU contra la Droga y el Delito, debe velar en el cumplimiento de los tratados sobre drogas ilícitas, pero no existen mecanismos efectivos de coordinación para actuar de forma mancomunada en la consecución de tales fines. Es imprescindible concientizar que el narcotráfico, que en el mundo tiene un ingreso ilegal del orden de 400-500 mil millones de dólares anuales, debe ser tratado en el marco multilateral como un asunto no solamente delictivo, sino también de derechos humanos, de bienestar de la población, de educación, de atención migratoria y de salud pública.

Actualmente no es sólo una actividad ilegal sino, además, en muchos casos, una forma de vida. Comparto lo expresado por el doctor Juan Gabriel Tokatlian: “La Argentina carece de un diagnóstico integral y veraz sobre el narcotráfico y se empeña en persistir en políticas que ya han demostrado su rotundo fracaso en otros países del mundo”.

Hace varios años, en una reunión informal, le pregunté a un reconocido entendido e investigador del tema, el ex presidente del Brasil, Fernando Henrique Cardoso, sobre el resultado en la lucha antidrogas. Su respuesta fue contundente: “En el mundo y en la región se va perdiendo, como consecuencia de invertir sumas significativas en operaciones represivas y poco en la prevención”.

En un reciente reportaje, el citado investigador y docente Tokatlian coincidió con tal opinión y precisó sobre nuestro país: “Destina el 95% de su presupuesto a la lucha antidrogas, específicamente al control de la oferta, y un 5% a la educación y la prevención. Esto, en comparación con lo que sucede actualmente en el mundo, es un porcentaje abismalmente errado”. Me permito recordar que no en pocos países de la región el dinero que reporta el ingreso de drogas ilícitas ha tenido, entre otros destinos, el financiamiento de la política.

No puedo omitir tampoco mi opinión totalmente desfavorable a la participación activa y operativa de las Fuerzas Armadas de nuestro país, como algunas voces los proponen, en la estrategia de seguridad en la lucha contra el narcotráfico. La experiencia internacional ha sido negativa y puso en evidencia que el excesivo empleo de la fuerza produjo reiteradas violaciones a los derechos humanos, un innecesario grado de letalidad y un rédito final no exitoso.

Ellas constituyen la última ratio en el monopolio legal de la violencia, y su misión esencial es constituir un elemento disuasorio en defensa de intereses vitales de nuestro país, principalmente dos joyas de materias primas: la Patagonia, con el 30% de la superficie del país y sólo un 5 % de la población, y un litoral marítimo del orden de más de cinco mil kilómetros, ambas desprotegidas. Por lo expuesto, es un despropósito disponer de ellas para misiones ajenas como enfrentar a una delincuencia organizada, en particular el narcotráfico y su vinculación con otros delitos transnacionales.

Las leyes vigentes permiten su empleo en el marco interno a un eventual apoyo logístico, pero condicionan su participación a que las fuerzas de seguridad y las fuerzas policiales sean superadas, se declare el estado de sitio y se convoque al Consejo Nacional de Seguridad. No es el caso.

Un empleo prematuro afectaría su profesionalización y su moral. Nuestras fuerzas de seguridad y fuerzas policiales, en cambio, sí están capacitadas en la medida en que políticamente sean conducidas con profesionalidad, coherencia, respetando, entre otros, los principios de unidad de comando y economía de fuerzas, con el soporte de una Justicia comprometida para penetrar la coraza de la corrupción y la impunidad en su más amplio espectro. Y un servicio de inteligencia integrado que priorice, mutatis mutandi, la dirección del esfuerzo de reunión de información hacia la lucha contra los delitos transnacionales y el crimen organizado, en lugar de emplear una “espiocracia” vernácula para “espiar a los otros”.

Hasta ahora las capturas y las condenas se han concentrado en los eslabones más débiles. Mientras, los delincuentes organizados trascienden fronteras generando un “efecto globo” y se trasladan de acuerdo con las facilidades —programa Patria Grande, por ejemplo— que encuentran en distintos países o regiones.

No podemos seguir rehuyéndole a la problemática con meros parches vacíos de propuestas o hacer lo del avestruz. Huir del escenario hacia adelante no soluciona el problema, sólo lo pospone hasta que estalla. Se impone una previsión madura y responsable, una política de Estado nunca concebida, pues las consecuencias pueden ser duraderas y perniciosas. La lacra del narcotráfico es un ataque a la dignidad humana, a la paz y la convivencia civilizada.

Martín Balza es ex jefe del Ejército Argentino, veterano de la Guerra de Malvinas y ex embajador en Colombia y Costa Rica.

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