Por Cristina Alvaredo
He cerrado la puerta de calle.
En la soledad augusta de mi departamento la escucho chasquear la lengua contra el paladar mientras murmura: -¿No te lo dije acaso?, no servís para nada.
Me siento, una vez más, desamparado.
Camino por el barro hasta la casa. Es un cubo de paredes sin revocar, cercado por un alambrado de gallinero. Un perro sucio ladra y me muestra los dientes. Toco la puerta de chapa.
El chico está en la cama. Su tos es ronca, seca y cuando respira las sibilancias de su pecho parecen el estertor de un viejo asmático. Me duele mirarlo.
Hay una niña, de idénticos ojos oscuros, que me mira un momento y luego vuelve la atención a la muñeca, muñeca con curvas de mujer, con un brazo menos y desnuda, pero delgada, con pelo largo y enmarañado como el de su dueña.
La madre me dice: -Doctor, necesitamos una estufa y un nebulizador. Ayúdenos Doctor.
Le digo: – No soy doctor, señora, sólo un asistente.
Le digo: -Me mandaron a supervisar.
Miro a la niña, quisiera decirle que tire esa muñeca mutilada, que le voy a conseguir una nueva con un lindo vestido. No digo nada.
La madre me dice: -Doctor, ayúdenos, el nene necesita un nebulizador.
-Me mandaron a supervisar- le digo-. No soy doctor. La madre no me escucha.
Saco la planilla y anoto: paredes sin revoque, piso de tierra apisonada cubierto con cartones. Ventana pequeña con vidrio rajado y emparchado con cinta de embalar. Una cama, una mesa chica, como de bar, con una pata rota. ¿La habrán sacado de un basurero?, pienso. No digo nada y anoto: dos sillas plásticas, un banco, un calentador. La tos sibilante.
Los ojos de la nena me observan. Pienso: ¿Por qué tiene el pelo enmarañado? ¿Y si le presto el peine que llevo en el bolsillo? Me duele mirar al nene.
-Un nebulizador y una estufa, doctor. Ayúdenos por favor.
-Ahora te quiero ver -dice mamá- ¿vas a solucionar algo? Pregunto nomás…
Aprieto los labios. La nena me mira, levanta la muñeca y le acaricia el pelo enmarañado y el patético muñón de plástico rosa.
Mamá dice: -¡Vos sos patético!
Termino de escribir y le pido que firme la planilla. La mujer me mira. En sus ojos hay una hebra de desconfianza en un ovillo de miedo o confusión.
-Si serás pavote -dice mamá- no te das cuenta que no sabe escribir.
Pavote. El olor a kerosene del calentador me marea. Pavote, pavote… En una olla flotan unas papas y un bulbo de cebolla en un líquido turbio. Pavote.
La nena ahora abraza a la muñeca y se sienta a los pies de la cama. Bajo la frazada me miran dos ojos llovidos sobre unas ojeras oscuras. Tose, tos ronca, seca, tose. Le silba el pecho.
Me acerco y le digo:-¿Cómo estás campeón?
Mamá dice: -¡Pero mirá lo que le vas a preguntar! Si serás pavote.
El chico no me contesta. Tose. Mamá tiene razón. Tose. La hermana abraza a la muñeca mutilada.
-El nebulizador, doctor -dice la madre- y la estufa.
-No soy doctor señora, sólo vine a supervisar.
Meto la mano en el bolsillo mientras digo: -Voy a pasar el informe. Saco unos billetes y los pongo en la mano helada de la mujer. En la piel de su cara brotan dos lamparones rojizos. Baja la cabeza.
-Voy a pasar el informe- digo. Y salgo.
El jefe está sentado tras el escritorio. Sonríe comprensivo.
-Usted se preocupa demasiado Pérez. Hacemos lo que podemos. Usted sabe cómo son las cosas Pérez. En su escritorio hay cientos de expedientes como éste.
-Un nebulizador para el nene- digo- y una estufa.
-No se ponga obsesivo Pérez. Ya pasé el informe a la superioridad. Ellos lo van a solucionar.
-La tos del nene era ronca- digo. Sibilante. Me dice: -El tema ya no nos compete, Pérez.
Me doy una ducha y preparo café. Azúcar, un chorrito de cognac. Mejor dos.
-Lo supe cuando naciste, un bueno para nada- dice mamá.
Tomo el café, me sirvo una copa rebosante de cognac. En mi dormitorio el espejo me devuelve la figura desgarbada y pálida de un hombre avejentado. Siempre fui nadie. Soy nadie. -Una estufa, doctor.
No puedo derribar puertas cerradas.
-Nunca pudiste- dice mamá.
-Voy a pasar el informe- le digo. Pero antes de salir, escucho la voz del chico:
-Hace frío acá, doctor.