Cuatro mujeres compartieron sus maternidades, experiencia que les significa una gran fuente de crecimiento, donde existe un mutuo aprendizaje, y que transitan sin "miedo de enfrentar" los desafíos que les plantea la relación con sus hijos e hijas.
Por Paola Soldano y Lorena Bermejo
Con orgullo, tenacidad e inseguridades, algunas veces solas en el camino, tres mujeres que transitan la maternidad acompañando a sus hijos e hijas con discapacidad aseguran que la experiencia les significa una gran fuente de crecimiento, que existe un mutuo aprendizaje y que no tienen “miedo de enfrentar” los desafíos que les plantea la construcción de esa relación.
En vísperas de celebrarse el Día de la Madre, Jimena Aguirre, Silvia Chaile y Elizabeth Ojeda compartieron con Télam sus historias de alegría en la diversidad.
“A mí también me enseña cosas”
Jimena es mendocina pero hace siete años vive en Bariloche y junto a Nicolás tiene dos hijos: Enzo, de 10 años, y Ana, que tiene 16 y nació con Síndrome de Noonan, una afección producida por una mutación genética que le genera algunas dificultades psico perceptivas y en el proceso de escolarización, pero el problema central son los trastornos cardíacos que le puede provocar.
Con su embarazo a los 26 años, Jimena recuerda que no tenía una expectativa sobre cómo iba a ser la maternidad, sólo la seguridad de que quería vivirla. “Nunca nos dijo mamá y papá, es algo que ella eligió y lo respetamos. Esa fuerza interna que tiene, que te hace saber lo que le gusta y lo que no, la fortalece y es lo que le permitió estar viva y bien. Eso es lo que más me gusta de ella, que es una guerrera”, cuenta.
Docente e investigadora, actualmente a cargo del Instituto de Formación Docente en Bariloche, para Jimena ser mamá es un desafío, un aprendizaje. Cuando habla de Ana, Jimena sonríe (foto), no sólo por el gesto de ternura sino también porque con ella siempre se están divirtiendo.
“De chica le enseñamos que si algo salía mal eso no era un problema, que no pasaba nada. Y eso mismo ella se lo enseñó a su hermano. A mí también me enseña cosas. Cuando tenía 8 años fuimos a andar a caballo, yo estaba con el corazón en la boca y ella me dijo ‘no tengas miedo’. Tenemos que confiar en esa seguridad, esa forma de ver la vida que tiene”, relata.
Los primeros años, la alimentación mediante sonda y el miedo de que no llegase a hacerlo de manera suficiente fueron los momentos más complejos de su maternidad, sin embargo, Jimena los recuerda con cariño: “En la primera ecografía me dijeron que había algo diferente que tenía que revisar con el obstetra. Cuando te dicen que puede ser un síndrome te preocupás. Ahí apareció la opción de hacer una punción para saber qué era. Yo preferí no saber, desde la panza confié en que ella iba a hacer lo que necesitara para estar bien”.
Además de su propio interés en la inclusión, Jimena trabaja en el profesorado de educación especial y señala que, en lo que refiere a accesibilidad, “se va avanzando pero todavía falta. Decimos que una persona está en situación de discapacidad porque es el contexto lo que la condiciona, lo que la limita. Para incluir tenemos que transformar ese contexto”.
“Uno no tiene un manual de instrucciones”
Muchos kilómetros más al norte, en Salta, Silvia Chaile se emociona cuando habla de Gastón, de 18 años, a quien hace trece le diagnosticaron autismo en un grado severo, con un retraso madurativo del 83%.
“Sé que podría haber hecho muchas otras cosas. En un momento me lo cuestioné y lo trabajé con la psicóloga, pero uno no tiene un manual de instrucciones, sino que hace lo que le dicta el corazón”, asegura.
Silvia enviudó cuando Gastón tenía un año y medio, y quedó sola con el pequeño y su hermana mayor, de 5 años, lo que la obligó a pasar de media jornada laboral a una completa: “Muchas cosas se te escapan porque no estás todo el tiempo presente, y esa es una realidad que vivimos más que nada las madres de chicos con discapacidad, que vas a notar que la mayoría está sola”, afirma.
Gastón caminó al año y dijo algunas palabras hasta el año y medio, pero allí comenzó con un retroceso y dejó de incluir palabras en su vocabulario. Su mamá empezó a percibir un leve aleteo en sus manos, que atribuyó a los nervios, pero poco después de los 2 años tuvo una peritonitis que lo mantuvo seis días en terapia.
“Allí me di cuenta que no entendía lo que él quería y pedía, porque solo lloraba”, recuerda y agrega que “a los 3 años ya no respondía ni miraba cuando lo llamabas, se ponía contra la pared, se balanceaba y pasaba horas así. Se golpeaba la cabeza, pasaba noches llorando o riendo”.
Silvia dice que “estaba segura” que su hijo tenía autismo, pero necesitaba un diagnóstico certero. Recurrió a varios profesionales, pero recién en la sala de 5 “una excelente maestra” le aseguró que el gabinete pedagógico de la escuela la ayudaría a encontrar el problema y la contactó con un neurólogo que determinó la situación.
A los 6 años, Gastón comenzó a concurrir a la Asociación de Amigos del Niño Aislado de Salta (Adana), un espacio de atención y orientación para personas con condición autista. La etapa más difícil fue entre los 5 y los 10 años porque “estaba agresivo” y “se retraía”.
“En Adana trabajaron mucho con mi hijo y conmigo”, dice Silvia, que recuerda que al principio fue complejo porque Gastón tenía “un rechazo total” hacia ella.
Recurrió a cursos, a charlas, leyó muchos libros y se apoyó en la religión porque “en la desesperación uno prueba todo”.
Hoy Gastón sabe leer y escribir en computadora porque no tiene la motricidad fina para hacerlo a mano, y se baña solo aunque necesita ayuda para vestirse y come pocas cosas.
“Con el tiempo entendí que Gastón no la pasa bien fuera de la casa, por más que uno quiera que disfrute y comparta”, dice Silvia y confiesa: “Pude aceptar que tengo que convivir con mis hijas por un lado y con él por el otro”.
“Las mujeres no tenemos miedo a afrontar estas cosas”
Una experiencia no tan diferente transita Elizabeth Ojeda, que vive en Campo Santo, un pequeño pueblo ubicado a 47 kilómetros de la ciudad de Salta, y es la mamá de Rafael y de Ramón, un joven de 20 años con autismo.
“Las mujeres no tenemos miedo a afrontar estas cosas”, dice Elizabeth, pero admite que lo fue “aceptando de a poco”, aunque “cuesta y a veces te enojás hasta con Dios”.
Sentada en su jardín lleno de verdes y flores, que mantiene por y junto a Ramón cuenta que su hijo ya pronunciaba palabras a los seis meses, lo que “era asombroso”, pero “de la noche a la mañana se anuló”. Lo llevó a distintos médicos porque sospechó que algo andaba mal; y al año y medio no caminaba ni pronunciaba palabra, sino “gritos desesperantes”.
“A los 3 años detectaron que tenía autismo de la niñez y empecé a llevarlo a un gabinete, a otro. Lo puse en una guardería, donde no lo podían contener mucho”, rememora. Incluso intentó escolarizarlo más de una vez, pero descartó la posibilidad ante la dificultad que tenían las maestras para manejarlo, lo que la obligaba a quedarse a su lado durante la jornada escolar.
Y agrega: “Todo se complicó cuando a los 3 años de Ramón el papá decidió irse y quedé sola con los dos chicos y el negocio”.
En esa época se apoyó en su padre, quien murió hace cinco años y la ayudaba con el trabajo, en un rubro “difícil para las mujeres”, y dos días a la semana los dedicaba a llevar a Ramón a Salta para que acuda a sus terapias.
Elizabeth dice que a los 4 años, su hijo “empezó otra vida, otra experiencia” con talleres y terapias en Adana y, emocionada, destaca la compañía que tuvo de Elsa Díaz para recorrer el camino y la dedicación de Rafael, su otro hijo de 25 años que estudia Comercio Exterior, y que junto a ella fue pilar en la crianza de Ramón.
Dicen que fue él quien le enseñó muchas cosas que hoy hacen de Ramón un joven independiente, que va solo al baño, se busca su ropa, ordena su cuarto, sale a dar vueltas por el pueblo y desde hace tres años baila en una academia de danzas.
“Soy una mamá orgullosa del joven y niño que tengo. Creo que estamos haciendo una buena labor”, dice Elizabeth, que también aclara que recibe el aporte del padre de los hijos que “no está ausente”. Cada 2 de abril, cuenta, organiza en la plaza del pueblo actividades por el Día de la Concientización del Autismo.
“No existe la normalidad o anormalidad, me tocó un proceso diferente”
Fotógrafa de profesión y madre de dos hijos adolescentes, uno de ellos con discapacidad, Anna Escobar afirma que le tocó “una maternidad intensa” que todavía le trae nuevos desafíos y sostiene que, aunque tuvo miedo de no poder afrontar la situación, “al final te das cuenta de que la fortaleza está”.
“No creo que exista la normalidad o anormalidad, sólo me tocó un proceso diferente, un camino que es muy arduo pero de puro aprendizaje y muchísimo amor, porque te saca todo el tiempo de tu zona de confort”, subraya en diálogo con Télam.
Anna es mamá de Fidel, de 17 años, y de Lucio, de 14. Durante su último parto, por una mala gestión en la cesárea de emergencia, Lucio sufrió de hipoxia -falta de oxígeno-, lo que dejó como consecuencia una parálisis cerebral irreversible que le impide moverse, alimentarse por sus medios, hablar, sostener su cabeza y otras complicaciones respiratorias.
Además de las frecuentes convulsiones que, bajo un tratamiento, Anna controla y atiende cuando hace falta.
Si bien su hijo no puede conversar con palabras, ella aprendió a encontrar respuestas en las miradas y las sonrisas: “Es un trabajo de mucha observación, de ir decodificando sutilezas, reconocer su cara de contento, asustado, triste. Lucio es mi gran maestro. Con él se me fue todo el narcisismo y las estructuras que yo tenía. Siento un gran orgullo por quien es, aunque él nunca me vaya a decir mamá, yo sé que se siente amado y mi único miedo es que sufra, que la pase mal”.
Ana y Lucio.
Nacida en Buenos Aires, Anna vive en la ciudad de Bariloche desde hace 20 años, donde desarrolló su carrera como fotógrafa y asegura que “la imagen es importante porque hay lugares a los que la palabra no llega”.
“La fotografía es una herramienta más que tengo para procesar el dolor y las situaciones desde lo simbólico”, reconoce Anna, que en una de sus series retrató una sábana desgarrada, que de a poco se recompone y se reúnen sus partes; y en otra hace un registro documental de los primeros años en los que llevaba a Lucio al hospital.
La mujer relata que experimentó la maternidad de una forma “diferente” e “intensa” porque cuando nació Fidel, su hijo mayor, fue el primer bebé hemofílico de Bariloche.
“Después vino Lucio y tuve miedo de no poder. Al principio es enterarte de un montón de información que no sabés, luchar con la obra social y con los médicos que no te dan información. Pero al final te das cuenta de que la fortaleza está”, agrega.
Después de catorce años de una maternidad que la desafió a estar atenta a cada detalle, Anna admite que ya no se obsesiona con los tratamientos: “Me relajé porque me di cuenta de que es importante que él la pase bien durante el tiempo que esté acá. Con él todo es presente, disfrutar de lo que hay”.
Cuando Lucio se duerme, Anna le habla: “Le digo que estoy orgullosa de su valentía, porque es verdad, para quedarte en un cuerpo que no podés mover, que no te deja expresarte, tenés que ser una persona muy valiente. Yo creo que hay muchas formas de expresar amor, sólo se trata de conectar con el corazón del otro para poder entenderlo”.
Télam.