por Alberto Jesús Farías Gramegna
“El miedo es ante todo sentimiento, la razón en cambio nos propone sensatez. La ausencia de la palabra es la prisión del corazón y la furia su libertador cuando todo se da por perdido” (Ataulfo Relmú | Yo y mi circunstancia).
En el animal humano el decir de la palabra es conjura de soledades y garantía de trascendencia en el otro que me escucha o me lee. Es decir que la palabra es colectiva. El miedo, en cambio, siempre es individual y resulta en un complejo de mixtura socio-bio-psicológica, expresión de la condición de criaturas culturales, incompletas, falibles y vulnerables, pero también de nuestra necesidad saludable de ser reconocidos y aceptados socialmente. El miedo puede deshumanizar y al mismo tiempo puede ayudar a reconocer la real dimensión de una amenaza. Lo cierto es que es lo primero que aparece en la víctima y también lo que busca instalar el victimario. Se dice que el miedo puede hacernos gritar o dejarnos mudos.
El miedo puede enfurecernos para controlarlo y someterlo o angustiarnos hasta la negación de la realidad. El miedo es siempre una respuesta a una amenaza real o imaginada (física, psicológica, social, cultural, natural: enfermedad, inseguridad, exclusión, desempleo, anomia cultural, desamparo afectivo, una pandemia como la actual, etc.). Es constitutivo de lo humano tanto como la palabra, y por eso mismo ambos pueden ser, según las circunstancias, la mejor o la peor respuesta ante la realidad externa e interna, es decir ante lo objetivo y la subjetividad que su percepción conlleva. Es tan inicuo tener miedo de vivir responsablemente con uno mismo como patológico desestimar toda amenaza real en nombre de la omnipotencia temeraria o de una idea delirante.
El miedo es ante todo sentimiento, la razón en cambio nos propone sensatez. En situaciones de crisis, como la de la pandemia de Covid-19, las creencias esenciales y las tendencias actitudinales profundas salen a relucir impulsadas por el miedo. Así como las buenas y heroicas, también las malas, cobardes y miserables: en nombre del miedo insensato se pueden obedecer órdenes indignas, se puede vender el alma y se puede denigrar al semejante, discriminándolo, como hemos visto en algunas conductas de sesgo “fascistoide”, repudiables en el marco de esta mal llamada “cuarentena”, que por definición alude a 40 días.
Hablamos mal y nos entendemos peor entonces. Nacemos desnudos y libres, pero también carentes y al socializarnos la libertad paradojalmente puede darnos miedo. Libertad y crecimiento personal y cívico son momentos solidarios: la primera es condición necesaria para el genuino desarrollo madurativo del organismo, pero al final del proceso se verá que sólo un sustentable y diversificado crecimiento autonómico permite el ejercicio continuado y responsable de aquella libertad inicial. No todos piensan que el ciudadano es un “objeto de cuidado”, sin reconocer que ante todo es un “sujeto” de conciencia y de derecho en el contexto de una democracia republicana.
La incertidumbre: del distanciamiento social al confinamiento mental
La “cuarentena pasiva” que padece el ciudadano desde hace más de dos meses, pareciera no tener un componente explícito de planificación socio-sanitaria, en el sentido de una referencia escalar programada que permita detallar actividades inherentes a fases progresivas de desconfinamiento social a las que atenerse para normalizar, -con las adecuaciones “ad hoc” presumibles- las actividades de la vida cotidiana. Esta situación genera fuerte incertidumbre asociada al enclaustramiento y al colapso económico de una parte importante de la población. Recordemos que el hombre es ante todo un “ser-de-proyecto”, arrojado hacia adelante, y si no tiene alguna certidumbre de una meta final, surgirá la angustia que da la detención del tiempo en un presente continuo, donde todo el hoy es igual que ayer y que mañana. Porque esa incertidumbre suma al miedo ancestral del contagio viral -potenciado por el recurrente “quedate en casa, te estamos cuidando”-, el de la discontinuidad de los proyectos vitales de cada uno, económicos y socioculturales.
Del agobio del adentro a la desazón del afuera
La ruptura de la cotidianeidad del ciclo privacidad del hogar y sociabilidad del espacio público, impacta en la autopercepción de la identidad personal, capaz de promover en muchas personas un dilema emocional paradójico: del agobio del encierro obligado a la desazón del afuera distópico; el querer salir del encierro al tiempo que sentir una inercia que tiende a mostrar un afuera peligroso, a la espera del amenazante “pico” de la curva casuística, en un círculo vicioso paradojal: si termina el confinamiento se multiplicarían los casos, entonces la cuarentena no tiene fin. Un absurdo y una falacia. Luego el miedo al afuera, que se conoce también como “síndrome de la cabaña” y el agobio simultáneo del claustro obligado, produce una curiosa dualidad disfuncional psicológica, la “claustro-agorafobia”. Así, leemos en el sitio fobias.com que “a pesar de que tanto la claustrofobia como la agorafobia incluyen el miedo a no poder escapar, ambas fobias son catalogadas como trastornos opuestos, ya que la primera es el miedo a los espacios cerrados y la segunda a los espacios abiertos”. A esta ambivalencia la llamamos “confinamiento mental”.
La dualidad del miedo hace que si bien puede ser un motor de adaptación y detección del peligro, también puede ser un efector de alienación y parálisis. Una “psicosis” social alentada con o sin intencionalidad, por el presunto dilema “salud versus economía”, relacionando en este caso a la última con “la muerte” (sic); una falacia de sesgo ideológico. Frente a un peligro real es mucho más útil la prevención y la adaptación activa que la inmovilidad del temor pasivo. Así las cosas, para que la cuarentena interminable no termine siendo “víctima de su propio éxito”, -como dijo alguna vez el médico especialista en infectología Pedro Cahn en una nota periodística- quizá sea oportuno parafrasear a Winston Churchill: la pandemia es algo demasiado importante para dejarla exclusivamente en manos de tecnócratas. Una cuestión de sensatez por sobre el sentimiento.
(*): Psicólogo consultor en psicología laboral, socioambiental y de los RRHH.