por Alberto Farías Gramegna
“Cuando sienta miedo del silencio, cuando cueste mantenerse en pié” – Resistiré (Duo Dinámico).
“El miedo es el argumento de la razón y la prisión del corazón” – Alberto Relmu.
“Nada da más valor al miedo, que el miedo de los demás”- Umberto Eco.
Se dice que el miedo puede hacernos gritar o dejarnos mudos. Puede enfurecernos para controlarlo y someterlo o angustiarnos hasta la negación de la realidad. El miedo es el argumento de la razón y la prisión del corazón. La furia, su libertador cuando todo se da por perdido. El miedo es siempre una respuesta a una amenaza real o imaginada (física, psicológica, social, cultural, natural: enfermedad, inseguridad, exclusión, desempleo, anomia cultural, desamparo afectivo, etc.). Es constitutivo de lo humano tanto como la palabra, y por eso mismo ambos pueden ser, según las circunstancias, la mejor o la peor respuesta ante la realidad externa e interna, es decir ante lo objetivo y la subjetividad que su percepción conlleva.
En el animal humano el decir de la palabra es conjura de soledades y garantía de trascendencia. El miedo, en cambio, siempre es individual y resulta en un complejo de mixtura socio-bio-psicológica, expresión de la condición de criaturas culturales, incompletas, falibles y vulnerables, pero también de nuestra necesidad saludable de ser reconocidos y aceptados socialmente. Por eso mismo la locura y la delincuencia son finalmente efecto tardío de ese miedo primal a la exclusión, mutado en repudio anómalo del sujeto a una adaptación activa y armónica a los patrones sociales consensuados. En ninguno de los dos casos la palabra trasciende a un tercero: el loco comunica deformando la realidad con arreglo a su delirio; el delincuente actuando contra esa realidad para someterla a sus necesidades sin el consenso social. Ambos comunican pero sin palabras de significación compartida. En cambio el coloquio es naturalmente la antítesis del miedo, que aunque sea colectivo es siempre individual. El contexto causal de estos repudios, las condiciones socioculturales de vida, los valores ético-morales del endogrupo de origen y otras posibles variables, son condición necesaria aunque no suficiente para explicar aquella inadaptación social.
Lo peor de la parroquia
El “hombre normal” es expresión de la norma estadística. Si acaso esa norma social muda en sus valores morales, por ley la mayoría de los sujetos de esa sociedad tenderán a adaptarse acrítica y dramáticamente a esa nueva escala axiológica para no quedar afuera del rebaño. Y aún más en situaciones de crisis sociales extremas, pobladas de fantasmas invisibles al ojo desnudo como los virus que amenazan la supervivencia. Los sociólogos lo llaman “temor al desvío de la media sociogrupal”. Ese corrimiento a la mayoría es silente, pues es más fácil ir con la corriente que contra ella, como nos muestra el clásico teatral “Un enemigo del pueblo” de Ibsen. Así las cosas, el miedo como negación de la palabra es en principio miedo a hablar del miedo. Y como no se habla se actúa y no siempre para bien. La idea “del contagio” asociado incorrectamente al imaginario de una letalidad automática, cuando en verdad estadísticamente tiene más probabilidades de resultar potencialmente grave para los llamados “grupos de riesgo”, aquellos que por diversos factores etáreos o premórbidos asociados en algunos casos a colapsos por estrés severo, presenten bajas defensas inmunológicas frente a las complicaciones de una consecuente neumonía. Hasta ahora, la “tasa de letalidad” promedio (relación entre número de contagiados confirmados y número de fallecidos por complicaciones de la infección) resulta muy opinada en relación a otras enfermedades infecciosas endémicas, con arreglo a dos variables: a) el conocimiento certero de la cantidad real de infectados, incluidos claro está los no sintomáticos y b) las grandes diferencias de los sistemas sanitarios disponibles para brindar atención eficaz ante las complicaciones secundarias.
Así el miedo al contagio, tiene un componente racional comprensible, que lleva a comportamientos de prevención y cuidado sensatos y otro irracional, cuyos efectos son deletéreos para sí mismo y para terceros, porque el miedo sin nombre, el miedo sin participación de la palabra que ordene las causas y los efectos en el mundo real, resulta pues altamente tóxico. En tal sentido, el psicólogo Phillips Zimbardo nos recuerda que en nombre del miedo se pueden obedecer órdenes indignas, se puede vender el alma y se puede denigrar a un semejante y convertirlo en “chivo expiatorio” sin siquiera conocerlo, como ha ocurrido recientemente con los escandalosos casos de quienes pretendían expulsar de sus consorcios habitacionales a sus vecinos pacíficos por el hecho de trabajar en el ámbito sanitario y creer que podían ser vectores de contagio colectivo.
En otro orden desde luego muy diferente en el plano ético y motivacional, tenemos las sobreactuaciones de control del otro que terminan afectando su autonomía personal, por un exceso de celo del rol asumido, como el exabrupto normativo, muy discutido en los medios y en las redes sociales en estos días, acerca de una disposición que pretende imponer sobre las personas de más de 70 años un estatus de restricción por el que deberían pedir permiso para salir de sus casas a realizar una simple tarea esencial cualquiera, (por ejemplo ir a la farmacia, al cajero o al almacén del barrio; cosa que desde luego no prohíbe el confinamiento legal) afectando claramente los derechos constitucionales de los ciudadanos por el solo hecho de la edad. Una cosa es la cuarentena y otra la discriminación “ad hoc”. Sugerir una conducta preventiva está dentro de la atribución del gobernante, pero otra muy distinta es obligar a un estatus especial restrictivo por la edad que se tiene. Otro ejemplo de similar sesgo antijurídico es la versión que circuló por los medios y luego oficialmente desmentida, de la intención de una gobernación de identificar las puertas de la casas de las personas en confinamiento por diagnóstico positivo del virus.
Más allá de la pandemia
Recientemente, un equipo de investigadores marplatenses, realizó una encuesta comparativa en dos etapas a personas en situación de confinamiento obligado, para evaluar el impacto emocional del mismo y encontró que el motivo de preocupación predominante se modificaba a medida que el tiempo transcurría: de temor al contagio primero, luego los conflictos de convivencia y la desorientación ante la ruptura brusca de las rutinas y finalmente, lo que permanece hoy: la supervivencia económica por el colapso de los ingresos.
La Argentina a la que llegó la pandemia es hoy una sociedad escéptica, construida sobre un conjunto de miedos colectivos, mitos persistentes, oquedades ideológicas generadoras de grietas sociales, mentiras naturalizadas, crímenes oscuros y silencios complacientes, antes que de fortalezas institucionales, esperanzas racionales y proyectos democráticos sustentables. Una vez terminada la crisis del COVID-19, a partir de un panorama socioeconómico y político muy difícil y complicado, una tarea se plantea como un desafío cultural trascendente: de-construir creencias extemporáneas y mitos fracasados, para re-construir un proyecto de sociedad moderna sostenida en los valores cívicos republicanos, destruídos por años de dictaduras y populismos, que modelaron una cultura del facilismo subsidiado y el pensamiento mágico. ¿Será la sociedad capaz de responder a ese reto? Se verá, en su momento…más allá de la pandemia.
(*): textosconvergentes@gmail.com