El autor habla de su última novela, "Victoria en el infierno de las pesadillas vivientes", y de su constante desafío a la corrección política que nace de su fe.
Por Agustín De Beitia
“Tengo una obsesión con la que se puede comerciar”, dijo alguna vez, risueño, el poeta, ensayista y narrador Marcelo di Marco, para justificarse. Esa confidencia, tomada de Stephen King, quien así lo expresó en “El umbral de la noche”, llevaba implícita, en el caso de Di Marco, un poco de sorpresa y mucho más de gratitud. “Dios es muy generoso conmigo”, dirá en esta charla relajada, a horas de la medianoche, después de un día de playa “espectacular”.
Di Marco (Buenos Aires, 1957), pionero en el género de terror en la Argentina y reconocido maestro de escritores, disfruta del cambio de vida que le reportó el haberse trasladado a Mar del Plata y se nota. Instalado en una cómoda casa con quincho y pileta, continúa dictando sus populares clases de literatura en el Taller de Corte y Corrección, que desde la “plandemia”, como la llama, se dictan sólo en modalidad virtual. Y dice que le va muy bien, ya que la virtualidad trajo alumnos del exterior, y las clases le dejan tiempo libre para la escritura y el esparcimiento.
Luce relajado, la piel bronceada, mientras saborea un café con leche en ese horario que para otros sería inusual, pero no para él, que se declara “adicto” a esa bebida. De su cuello, un pequeño cuchillo de supervivencia -‘un neck knife’, aclara-, pende dentro de su funda negra, junto a tres medallas: la Milagrosa, Stella Maris y San Benito.
Su generosidad para compartir lo que sabe es conocida. Lo hizo en su trilogía “25 noches de insomnio”, relatos rebosantes de incorrección política y humor negro, donde disfrutó de mostrar sus trucos de escritura, como hicieron Poe con “El cuervo”, y más acá Ray Bradbury, Stephen King o Neil Gainman. Lo hace también en unas columnas quincenales que publica en LA CAPITAL, y además como columnista en el programa radial Contracara. Y algo de eso repite en esta entrevista, en la que habla del éxito de “Victoria en el infierno de las pesadillas vivientes” (Bucanera, 2023).
Su nueva novela, otra incursión en el género de terror, es de algún modo una continuación de su thriller “Victoria entre las sombras” (Sudamericana, 2011).
“Estoy recibiendo comentarios de gente a la que esta novela le gustó más que la anterior. Hay gente que pondera mucho el alegato provida que aparece en la novela. En cambio, de la cuestión religiosa nadie habla”.
-Imaginaba que eso pasaría. ¿A qué se debe? ¿Es un problema de comprensión lectora?
-No creo que haya un problema de comprensión, porque mi novela es más que clara y no tiene pelos en la lengua. Que la gente calle sobre su dimensión teológica es un signo de la decadencia de la sociedad, a nivel religioso. Fijate que estamos en Adviento, y casi no hay adornos en las casas.
-Es notable, sí.
-Lo que sucede es que la fe, si se estanca, muere. Rige para ella la ley del entrenamiento, el frecuentar la oración y los sacramentos y las buenas homilías. Si los lectores no están acostumbrados a esa dimensión sacral, difícilmente puedan acceder al plano religioso de mi novela. Pero no por una cuestión de comprensión intelectual. Así como existe un analfabetismo funcional, existe un analfabetismo cultural, producto de una pastoral deficiente, que a su vez tiene su origen en la claudicación de la cúpula eclesiástica ante los poderes de este mundo. De la mano de la pérdida del sentido de lo religioso se ha perdido también el sentido heroico de la vida, el sentido de la evangelización, el sentido de Dios, de la patria y de la familia.
-En tus libros de cuentos hay una sección, “Marginalia”, donde salen algunos de estos temas y donde están tus trucos de escritura. Fue una sección muy celebrada, con observaciones sobre cuál es el motor de un cuento, cómo es su estructura, la forma en que fue concebido, cuál es el centro de gravedad del escrito. Es un ejercicio de crítica literaria. ¿Alguna vez has hecho crítica literaria?
-Nunca me dediqué a la crítica formal. Lo mío tiene más que ver con propiciar la creación, en el taller. Sí escribí reseñas de libros en la revista ‘La cosa’, de la que fui el primer secretario de redacción. Y en la revista ‘Cabildo’ me ocupé durante varios años de analizar estrenos cinematográficos.
-Se ha dicho ya que el género de terror está de moda. ¿Es así? ¿Coincides? Pienso en Samanta Schweblin, en Mariana Enríquez y en tantos otros.
-Sí, es así. En 1979, en el Profesorado de Letras, a mí se me ocurrió poner como modelo de novela epistolar “Drácula” de Bram Stoker y esa gran verdad sonó medio rara, por lo descontextuada. Hoy el terror es una lectura muy común en las facultades, pero en aquella época todavía no había sido legitimado: el mundo intelectual estaba en otra; en “otrísima”, te diría. Pero bueno, Dios quiso que años después yo ganara el concurso Antorchas con “El fantasma del Reich”, un libro de cuentos de terror que venía generosamente apadrinado por Liliana Heker y por mi maestro, Vicente Battista. El libro fue publicado por Sudamericana en 1995 en su colección Narrativas Argentinas, acompañando en el catálogo a escritores como Marco Denevi, Fogwill, Manuel Mujica Láinez y Osvaldo Soriano, y así el terror se hizo un lugar en una editorial de prestigio internacional y entre autores consagrados, ajenos al género. A lo mejor fue por ese libro que se me considera como uno de los pioneros del terror en nuestro país. Y encima después apareció “El mal menor”, de Charlie Feiling, novela que Planeta publicó al año siguiente, en 1996, y casi treinta años más tarde puede decirse que esos dos libros fueron una especie de punta de lanza para que la gente se diera cuenta de que podía escribirse terror moderno en Argentina.
El demonio
-¿Por qué está de moda el género?
-Nunca me puse a pensar en eso, pero creo que está relacionado con lo que decíamos sobre el vaciamiento de la idea religiosa. El terror, como yo lo concibo, tiene que ver con mi profunda convicción de que la Agenda 2030, el asesinato de los chiquitos por nacer y la destrucción de la familia y de las patrias dependen de la acción del demonio: si Massa, Alberto y Milei son títeres de los Rothschild y los Soros, ellos a su vez son títeres del demonio. Y creo que la gente intuye, aunque muy a tientas, que todo esto tiene como telón de fondo la constante lucha entre el bien y el mal. Si nos atenemos a lo que sabemos del mito como revelación del mundo, el perdido sentido de la trascendencia, de lo sobrenatural, se sintoniza gracias a esas antenas espirituales que vienen a ser los artistas. Ellos canalizan, en este caso, el terror. Será una idea un poco platónica la mía, pero a medida que te respondo, la voy considerando como una razón bastante verosímil del renacer del gótico y de su reformulación. En resumen, escribiendo terror estoy tratando de contener y abarcar la visión sobrenatural de la batalla entre Dios y el Diablo. En ese sentido, “El exorcista” vendría a ser una película más católica que “Marcelino, pan y vino”.
-La voz juvenil de los personajes de tu última novela es muy verosímil, muy convincente. Ahora, más allá del lenguaje, ¿cuál fue el mayor desafío de esta novela?
-Hacer verosímil algo tan improbable como los mundos paralelos de los que habló Everett. Hay lectores que se angustian porque no saben dónde están parados mis personajes. Todo es posible a partir de esa dimensión desconocida a la que Asmodái Sydonái los lleva, por la soberbia y la lujuria. Con esta actualización de la historia bíblica de Tobías y Sara configuro una especie de fábula cristiana, y la lanzo en medio del devaluado cristianismo de hoy, como dijimos recién. Pero, bueno, puede que Dios permita nuestra actual ruina para que por fin nos despertemos, ¿no? Y siempre podemos reavivar la fe gracias a los santos sacerdotes que todavía quedan y a los futuros que Él suscitará, y a la lectura de grandes pensadores como Castellani, Genta, Sacheri, Meinvielle, los Caponnetto.
-Proponer este tema es la gran irreverencia tuya frente al mundo. En esta misma novela hay burlas y desafíos a los dogmas de la corrección política, y ataques frontales a la ideología woke, al aborto y la cultura de la cancelación. Ahora, la pregunta es: ¿por qué ser irreverente?
-Yo no me planteo ser irreverente con mi escritura. Esta novela y la anterior están consideradas como novelas católicas. Pero es imposible que no fueran católicas. “Si vos, como católico, escribís una novela, no va a reflejar otra cosa que lo que creés”. Eso me lo hacía ver mi amigo Mario Caponnetto hablando de ‘Victoria entre las sombras’. Y el catolicismo es irreverente por naturaleza. O debería serlo. A los chicos hay que fomentarles su innata rebeldía, decía el padre Alfredo Sáenz, sacerdote y ensayista ejemplar. Pero fomentarles la rebeldía contra la estupidez. La neutralidad frente a los temas que recién señalaste en tu pregunta nos convierte necesariamente en tiernos corderitos del sistema.
Huellas
-Hoy es cada vez menos frecuente encontrar, no digamos esa claridad, sino meras huellas de la fe en la literatura. ¿Coincides?
-Sí, absolutamente. Cuando mis hijas entraron a la UCA para licenciarse en Letras, yo les dije: “Ojo, que no van a ver a Tolkien acá”. Y al final ni siquiera para disimular les dieron a Tolkien o a algún otro escritor católico (risas).
-A propósito de lo que venimos hablando, me gustaría preguntarte si el arte (la literatura, en este caso) y la proclamación de la fe pueden convivir, y bajo qué supuestos. Porque seguramente para el autor existe el riesgo de que priorizar el mensaje cristiano termine convirtiendo una ficción en un ensayo.
-Sí, ocurre muchas veces que uno siente, frente al escritor creyente, que le está repartiendo panfletos. Me ha pasado con alumnos que quieren escribir ficción: casi siempre caen en el panfleto moralizante, y eso no convence a nadie. Cuando en mis novelas se le reza a San Miguel Arcángel o se proclama que “Cristo vence, Cristo reina, Cristo impera”, eso está implicado naturalmente en el argumento. Ojo: no hay novela seria sin una moral. Una novela de terror, o un cuento de terror, sin una moral que los sustente, son apenas un susto. Un “¡buh!”. Toda obra de arte auténtica implica una moral, una cosmovisión. Pero, si vos forzás una interpretación unívoca, totalitaria, la gente de la vereda de enfrente se raja. Hay que hacer la de Gramsci, pero al revés: su praxis de infiltración en la cultura consiguió destruir la familia, el sentido de la cristiandad y de la patria, y está comprobado que logró introducir en la Iglesia una versión remozada del modernismo. Es necesario entonces adaptar ese trabajo de hormiga, para iniciar la reconstrucción de lo deconstruido-destruido.
-¿Qué ejemplos buenos se te ocurren de esa convivencia armónica entre arte y fe?
-Hay multitud de ejemplos, claro, pero el primero que se me viene a la cabeza es la novela “El exorcista”, de William Peter Blatty, que te comentaba antes. Es un ejemplo perfecto de cómo una persona, un católico maronita, en este caso, logra provocar una preocupación seria sobre la religión. La obra es altamente conversora. Y Blatty no sólo escribió esa novela. También tiene otra magistral, Les diré que te recuerdo, que combina el ritmo narrativo novelesco con la memoria autobiográfica. Allí describe a su madre, inmigrante libanesa, y las aventuras que protagonizó en Nueva York para criar a sus hijos. Yo nunca leí una reflexión artística tan poderosa sobre la comunión de los santos como aquella novela. Y ese tema Blatty lo repite en su película “La novena configuración”, de 1980, como guionista y director.
Hamparte
-Hablamos antes de tu irreverencia, que no se queda en los asuntos políticos. En alguno de tus libros de cuentos te burlas, sanamente, de la gente de Filosofía y Letras. Como dices allí, a un “autoafano” ellos lo llaman pomposamente “una metaficción relativizada que propiciaciona actitudes narratológicas protorreferenciales” (risas). ¿Por qué será que suena verosímil que exista allí un lenguaje así de alambicado? ¿Sucede tan así?
-Es que me quedé corto (risas). Claro. Aquello de que la realidad supera a la ficción es cierto. Mirá: hay una novela que terminé hace poco más de un año, “La muerte por mil cortes”, en donde se muestra todo el abanico del “hamparte”, ¿viste?, ¿el hampa del arte?…
-Espera: ¿a qué llamas el hampa del arte? (risas)
-No es mía la definición. Con el concepto de “hamparte” se castiga al arte inventado sin técnica alguna y que encima te lo venden a precios escalofriantes. Venderte un bloque de nada, por ejemplo. O venderte un vaso de agua como una obra de arte por 5 mil euros, o una banana pegada a la pared con cinta adhesiva. Todo eso es el “hamparte”, según Antonio García Villarán. De todos los ejemplos que yo pongo en la novela hay uno solo que no es verídico. Todos los demás fenómenos que describo, aunque parezcan ridículamente absurdos, están tomados de la realidad.
-Tu mirada irreverente no dejó a salvo ni al mundo editorial. En uno de tus libros dijiste: “Si hay algo que aprendí con los años es que el tolerante y pluralista mundo editorial es todo menos tolerante y pluralista”.
-Absolutamente. Es así.
-Entremos en este prometedor tema. ¿Qué se publica y qué no se publicará jamás hoy en día? Imagino que el tema religioso los debe ahuyentar.
-Claro, cuando llevé la segunda parte de “Victoria entre las sombras” a Penguin Random House, imaginate… Ojo, habían hecho dos ediciones de “Victoria”… Pero ahora me decían: “Victoria no vendió bien. Y aparte hay nuevos personajes… Está esa chica ahí adentro…”. Se ve que la habían leído muy a las apuradas y pienso que influyó mucho el tema del aborto: la gran mayoría de los “editorxs” son de pañuelo verde; buscá en la web. Pero, gracias a Dios, di con una editora valiente, Jorgelina Etze, de Bucanera, quien me publicó la novela lo más pronto que pudo.
-Ese momento de tu nueva novela es un pasaje muy crudo, muy golpeador… ¿Vos lo atribuís a eso, entonces?
-Posiblemente sí, porque todo lo que trate de ir a contrapelo del Nuevo Orden Mundial será cuestionado y censurado por los manipuladores de la información. Algo parecido le sucedió al buen John Milius, el gran guionista de “Apocalypse Now” y el director de “Conan el Bárbaro” y “Amanecer rojo”. Un buen día decidieron tildarlo de fascista, y el tipo no filmó nunca más.
-Y el mundo editorial va en línea contraria a esa irreverencia antisistema…
-Efectivamente. Vos sabés que una biografía laudatoria del Che Guevara no la vas a encontrar en el catálogo de ninguna editorial católica en serio. En cambio, una megaeditorial puede perfectamente editar un libro a favor del Che en septiembre, y en octubre uno en contra. Si descubrió que le da guita, lo hará sin ningún problema (risas). Pero conviene recordar que el arte de verdad encontrará sus propios caminos. Siempre.
La búsqueda de la imagen poética
Marcelo Di Marco empezó escribiendo versos. Sus cuatro primeros libros son de poesía. Pero en algún momento de su vida hubo un punto de inflexión, que no viene a cuento ahora, y que lo llevó a cambiar de género.
Sobre qué quedó de la poesía en su escritura actual, en qué lo ayudó, responde que le quedó la búsqueda que había hecho al principio de su carrera como poeta, que “tenía que ver con una visión imaginista de la poesía”. “Me refiero a ese movimiento que fundó el gran Ezra Pound. ¿En qué se caracteriza la poesía imaginista? En buscar una imagen concreta y potente, rodeada de prosa”, explica.
“Son versos, por supuesto. Pero me refiero a que no hay nada que sea poético-metafórico en todo lo que envuelve a la imagen que busca Ezra Pound. Por eso imaginismo. Este hombre, Pound, enseñó a engarzar entre la ‘prosa’, una gema: la imagen poética. Buscando eso, por fuerza, el escritor se vuelve preciso. Va a buscar precisión y belleza, al mismo tiempo”, señala Di Marco.
Respecto de cómo elige sus historias, advierte: “Es al revés la cosa: las historias lo eligen a uno”.
“Cierta vez -cuenta- fui a dar una charla a un colegio, y la directora, muy desdeñosa, porque recordemos que el terror todavía no estaba instalado, me dice: ‘Qué raro, ¿no?, que usted se dedique a la literatura fantástica’. Le respondí: ‘Mire, directora, nuestros dos más grandes escritores universales son cultores de lo macabro y de lo fantástico: Borges y Cortázar. Y aparte: ¿quién le dijo a usted que uno elige?’”.
“Uno es elegido por esas cosas -puntualiza-. Stephen King, con buen criterio, dice que las historias son como fósiles, y que uno lo único que tiene que hacer es escarbar un poco para ver qué aparece”.
“Hay gente que escarba con un taladro neumático, aunque mal no les va. Es la que arma previamente el esqueleto de la novela o del cuento: primero va a pasar esto, después aquello. Otros trabajamos como los paleontólogos, con un cepillo de cerdas suaves”, detalla.
“Sin planificar, vas encontrando. Y, cuanto más explorás, más cosas van a aparecer. Y pronto te descubrirás armando el esqueleto completo, con las partes que fuiste desenterrando. Yo no me pongo a elegir los temas. Primero “veo” el cuento como estructura. Después trato de descubrir qué argumento reviste ese cuento”, confiesa.
Al hablar de su proceso de escritura, dice: “Webeo en internet sobre el tema hasta que de repente siento que empiezan a aparecer las primeras imágenes del cuento”.
“Me puedo pasar horas. Tranquilamente. Y en algún momento del trabajo me descubro grabando lo que empecé a escribir. Es algo inconsciente. Cuando me pasa eso, me doy cuenta de que la cosa va en serio. Va funcionando”, revela.
También reconoce que acumula anécdotas pero no toma notas en papel. “No tomo notas y tampoco lo recomiendo”, dice. “¿Por qué? Si vos anotás la imagen que visualizaste, o el argumento que se te ocurrió, nunca vas a saber si funciona o no. En cambio, si ese argumento te acompaña a lo largo de las semanas, quiere decir que, si vos no te lo olvidás, la gente tampoco lo va a olvidar. Esa es la clave de la cosa”, recomienda.
Cuento y novela: uno es la rosa, el otro un rosal
El autor de la recién editada “Victoria en el infierno de las pesadillas vivientes” ha transformado en otras ocasiones lo que iba a ser una novela en cuento y viceversa, una transformación que tiene sus dificultades. Responde por qué es tan difícil y qué es importante en un género y no en el otro.
“Hay una cuestión acá: la cabeza del cuentista es centrípeta. La cabeza del novelista trabaja con una espiral que se va ampliando”, explica Di Marco.
“Cuento y novela son dos cosas bien distintas. El cuento es una rosa. La novela, el rosal. Hay gente que tiene temperamento para el rosal. Gente expansiva. Y hay gente que tiene temperamento de ir para adentro, y logra una rosa”, continúa.
“Para conseguir eso, el cuentista tiene un sinnúmero de deberes y preceptos. Pero el novelista, como me decía mi maestro Vicente, tiene un solo precepto: no aburrir. Ahí adentro puede hacer de todo”, añade.
“Cosas que vos podés poner en una novela, si las ponés en un cuento la gente se aburre y te larga. Aun poniendo lo mismo”, ejemplifica.
“Pero, si vos trabajás elementos de una novela y las incluís en un cuento, conservando el espíritu centrípeto del cuento, es una bomba. Un balazo. Porque el resultado tendrá toda la cosa expansiva de la novela para cerrarla en un cuento”, se entusiasma.
“Y al revés pasa lo mismo -continúa-. Si vos leés mi última novela, verás que cada capítulo cierra como cuento, pero también te da pie para seguir. Entonces, si trabajás con criterio unitario, y al mismo tiempo diacrónico, te vas a parecer mucho a los historietistas de los diarios”.
“Pensemos en un clásico de la literatura de la imagen como es El Loco Chávez: tiene un principio y un final; pero también forma parte de todo el panorama, y el último cuadrito te llama a seguir adelante con la historia completa. Lograr eso es difícil. Pero el lector se devorará tu novela en cuestión de horas”, anticipa.
Hablar con Di Marco sobre la escritura lleva a una pregunta obvia para un maestro de escritores como él: ¿Escritor se hace, o se nace? “Escritor se nace, y también se hace”, precisa.
“Se nace con los dones y las aptitudes que el Señor quiera regalarle a uno. Eso es obra del Espíritu Santo. Lo digo con total convencimiento. El tema es que después se mejora por medio de descubrimientos, principalmente de la lectura”, aclara.
“Yo era un estudiante mediocre en el colegio, pero lo que sabía hacer muy bien era leer en voz alta, con la entonación adecuada, aprovechando los signos de puntuación. No sé cómo, pero así me sucedió de chiquito. Leía como leo ahora, con una cadencia natural: la misma que quiero que fluya en mis oraciones. Procuro que no haya ninguna palabra muerta, poco expresiva. Todo eso tiene que ver con el mejoramiento”, revela.
“En cuanto uno empieza a leer, se da cuenta de todo lo que se puede hacer con la escritura. Cuando se toma conciencia de eso, trata de hacer por los demás lo que otros hicieron por uno. Hablo de los Quiroga, los Kafka, los Stevenson, de los grandes autores que uno leyó en su juventud. De ahí mi intento de salirle al cruce al lector con historias que, Dios quiera, nunca pueda olvidar”, concluye.