En "Los rotos", la autora marplatense propone una serie de historias cuyos personajes están atravesados por las carencias y los mandatos. "Me gustó la idea de lo roto porque, por más que lo que se rompió pueda arreglarse, no vuelve a ser igual", observa.
Por Paola Galano
Sus ojos grises observan y escrutan los mínimos detalles. El primer libro de cuentos de Luciana Acosta, “Los rotos” (Gogol), tiene esa impronta: cada porción apuntala una historia, la minucia se hace carne y evidencia: la chica que se agarra el pelo con las dos manos “para alejar las naúseas” en una insoportable cena con los padres de su novio, la sonrisa desdentada de Horacio, el nadador discapacitado de otro de sus relatos, la anciana desorientada y verborrágica que recuerda amasar ravioles de seso y espera un llamado, la noble señorita Nelly que le reserva dos porciones de pan al “comepalomas” o la fila india que hacen las hermanas para saludar a un padre que permanece en el sillón del living “viendo la tele, detrás de una nube de humo que formó su cigarrillo que hace equilibrio sobre una montaña de colillas quemadas”, siempre en silencio.
La familia, las relaciones humanas, los mandatos que reprimen deseos y configuran vidas de antemano, las carencias, aquello que se calla, los micromachismos y el acoso adquieren notable presencia en la literatura de la periodista marplatense. Acosta nació en Bahía Blanca hace 36 años y se desempeña en el portal de noticias 0223.
Acosta junto a Evangelina Aguilera, durante la presentación en Dickens.
“Pienso que me ayuda”, responde cuando se le pregunta si el oficio de periodista contribuye o no al momento de encarar un relato. “Cuando sos periodista tu función es contar algo, no sos el centro de atención y eso te entrena a la hora de mirar, de escuchar; incluso. Aprendés en dónde tenés que ubicarte para ver mejor y con el tiempo lo hacés naturalmente. Es una ventaja al momento de crear un personaje o plantear una situación de ficción para que tenga verosimilitud y funcione”, agrega a LA CAPITAL, siempre cultora del perfil bajo.
Aunque la escritura es un ejercicio que realiza a diario, Acosta encontró que la ficción sublimaba varios dilemas. “Escribir, quizás, sea la manera más sana que encontré para exorcizar demonios o, al menos, darles una forma para llegar a visualizarlos y poder convivir con ellos”, indica.
Así, esas ficciones sueltas que tenía guardadas empezaron a cobrar otra dimensión “hace tres o cuatro años”. “Los talleres literarios en donde uno comparte sus textos, lee y escucha a otros, fueron centrales para darme cuenta de que es algo que realmente quería hacer”.
-¿Qué relación tenés con la escritura?
-Corrijo mucho más de lo que escribo y eso a veces me genera mucha frustración porque siempre creo que falta algo para terminar un relato. No todas las veces es así pero en varias oportunidades pensé ‘para qué estoy acá sufriendo con esto que probablemente nunca vaya a leer nadie en lugar de irme a dormir’. Pero me quedo y cuando lo termino, arranco con otro y la historia se repite. Por eso me resulta tan importante la lectura y la devolución de otros (amigos, amigas, un editor o editora), porque alguien tiene que poner un freno de mano y ver si hay que mejorar algo, si sobra una línea, un párrafo… Mentiría si digo que escribo con total fluidez, que sale solo, que lo hago como hobbie. Hay disfrute en la escritura, claro, pero es un trabajo al que hay que dedicarle mucho tiempo y, sobre todo, tener ganas de hacer.
“Las mujeres más grandes de la mayoría de nuestras familias crecieron bajo reglas que se les imponían por el sólo hecho de ser mujeres”
-¿Cómo nacieron estas historias?
-Son cuentos que fui trabajando en los últimos dos años. Hay algunas escenas o, directamente, cuentos completos que están relacionados con mi historia personal o la de mi familia, por ejemplo. En otros casos, también aparecen cuestiones que surgieron en circunstancias en las que estaba trabajando como periodista. No las historias textuales, porque “Los rotos” son ficciones, pero sí quizás alguna idea que sentí que había que profundizar y me pareció que la literatura era la mejor opción. A veces el disparador fue un gesto, una palabra que me quedó dando vueltas en la cabeza. Observo mucho esos detalles porque me parece que la clave está ahí, en lo pequeño, en lo singular. Y lo personal se cruza en algún momento, me resulta inevitable.
-Algunos de los personajes parecen atravesados por los mandatos; lo que debe ser o lo que no debe ser, y esos personajes funcionan mal, a contrapelo entre sus deseos y lo esperado. ¿Coincidís?
-Obvio. Como en la vida real, ¿no? Cuando pensé en estos cuentos como parte de una misma unidad me pareció que el común denominador era ese: historias, en apariencia pequeñas, protagonizadas por personajes que tratan de resistir y que, cada uno en su universo, hace lo que puede, no lo que quiere. Lo de los mandatos impuestos y el deseo que aparece y va a aparecer a pesar del esfuerzo por acallarlo o controlarlo es una experiencia por la que -entiendo- todos en mayor o menor medida pasamos.
-¿Qué sentido tiene para vos el adjetivo “roto” aplicado a este grupo de personajes?
-Cuando empecé a redondear el libro con Evangelina Aguilera, que se ocupó de la edición y me acompañó hasta la publicación del libro, ella me hizo ver que a los protagonistas de todas las historias les faltaba algo o estaban incómodos en sus universos. Buscamos, pensamos alternativas pero “rotos” era el término adecuado para definir ese estado de carencia, de incompletud por el que atraviesan esos seres todos en algún momento. Me gustó la idea de lo roto porque, por más que lo que se rompió pueda arreglarse, no vuelve a ser igual.
-¿La familia sigue siendo la gran caja de Pandora de dónde sacar historias?
-¡Absolutamente! Las familias, las propias y las ajenas, funcionan bajo dinámicas diferentes y eso me resulta súper atractivo. Veo a las familias como si fueran micromundos, cada uno con su lógica particular, en los que no todo está a la vista y en los que, incluso, sus integrantes se esfuerzan por hacer lo posible para que así sea. En todas las familias hay una buena historia, sólo hay que parar, observar y tomarse el tiempo y el trabajo para contarlas.
-Advierto que construís los relatos desde una mirada de género, ponés la lupa en los micro machismos (en Bodas de oro, en La náusea, en Una pelota de cuero…) y en la matriz patriarcal que cose a las familias. ¿Cómo llegás a desarrollar está mirada?
-Sí, me parece que si bien en el último tiempo se avanzó muchísimo en materia de deconstrucción, las mujeres más grandes de la mayoría de nuestras familias crecieron bajo reglas que se les imponían por el sólo hecho de ser mujeres: ‘las nenas no juegan a la pelota ni los nenes con muñecas’, ‘guarda que con ese carácter te vas a quedar sola’, ‘aprendé a cocinar porque cuando vuelva de trabajar, tenés que esperar a tu marido con la comida hecha’… Hoy uno dice estas cosas y se ríe, pero cualquier abuela o madre lo escuchó y hasta, en algún momento, lo repitió. Yo lo escuché muchas veces. Es decir, fueron traspasando las generaciones y las naturalizamos. Empecé a pensar más en eso cuando fui madre. No me deconstruí de un día para el otro (ojalá fuera tan sencillo), pero reflexionar sobre qué quería y quiero para mi hija me llevó a revisar todos esos mandatos con los que siempre había vivido y definitivamente había que ponerle un corte. Y cuando empezás a mirar bien, no sólo hay todo, sino que ya no lo podés volver a ignorar. Sin ánimo de spoilear, la historia de “Bodas de oro”, por ejemplo, podría ser la de cualquiera de nuestras madres o abuelas. Si bien para mí era un cuento clarísimo, me han sorprendido las devoluciones de algunos lectores (hombres y mujeres) que, entre sorprendidos e indignados, me reclaman la decisión que tomé sobre el destino de uno de los personajes. El mundo avanza en ese camino y me encanta que así ocurra porque nos interpela, nos obliga a repensarnos y a cambiar, en humilde opinión, a una versión mejor.
-En relación a “Bodas de oro” y a otros, trabajás de manera muy contundente los finales de cada cuento. Son golpes.
-Cada vez que escribo un cuento, lo hago de atrás para adelante: siempre sé cómo termina, después veo el resto. Me sale de esa manera, no es algo premeditado. Pero quizás tenga que ver con que en general me gustan los cierres que te dejan mirando un momento la nada misma, pensando ‘uh, pará, ¿qué pasó?’ y te lleve a la relectura, a ver el entramado para tratar de entender cómo llegaste ahí.
-¿El último relato parece ser el más personal, el más autobiográfico. ¿Puede ser?
-Sí, claro, habla sobre mi papá. Dudé mucho en publicarlo, pero lo charlé con Evangelina y me convenció el hecho de que ella le hubiera llegado como yo lo pensé cuando lo escribí: un homenaje. Mi viejo era veterano de la Guerra de Malvinas y tanto mis hermanas como yo crecimos viéndolo sufrir las secuelas de la guerra en silencio. Tuvimos una infancia muy linda, que siempre recordamos con mucha ternura y nostalgia, pero la figura del padre silencioso, serio, estaba ahí presente. Hoy, que ya todas somos grandes y vivimos otras cosas, podemos darnos cuenta de todo lo que ese silencio escondía. Era la imposibilidad de decir, de demostrar lo que le pasaba. Hace un tiempo, conversando con la hija de un ex combatiente a la que no conocía, descubrí que en su casa pasaba algo similar y probablemente haya muchos otros hijos o hijas que se sientan identificados. Fue un texto que estuve rumiando durante mucho tiempo hasta que un día me senté y lo escribí de un tirón; casi no lo volví a tocar. Ese era mi viejo, así fue la vida compartida con él y como siempre lo voy a recordar.
-¿Qué autores y autoras te estimulan a seguir escribiendo?
-Me gustan muchos autores argentinos, como Camila Sosa Villada, Sylvia Molloy, Eugenia Almeida, Leila Guerriero, Federico Falco, pero también Richard Ford, Joan Didion, Philip Roth, Alejandro Zambra… Hay dos libros en particular que hablan sobre la escritura, Inundación (Almeida) y El viaje inútil (Sosa Villada) a los que siempre vuelvo y de los que suelo sacar alguna cosita cada vez que los releo.