Por Alejandra Velazco
Esto de ser héroes es una situación de extrema pobreza, y te lo digo porque no puedo dejar de pensar en los dibujitos animados y los buenos y los malos y los disfraces que había en el canasto del cuarto debajo de la ventana. Era cuestión de vestirse con la capa, la espada verde transparente y el antifaz o la máscara siempre que hubiera alguno disponible. La pobreza de los trajes algunas veces no coincidía con las caras de alegría de los que los usaban y aunque olían a limpio, estaban sucios. Allí al menos se tenía un lugar en donde sentirse mágico, vos lo decías siempre que los veías en las obras del colegio o en las películas porque se siente el olor a viejo de algunos trajes. ¡Qué sabés vos de héroes! me dijiste un día cuando te pregunté si te gustaba el Guasón, el Hombre Araña o Súper Chica y me quedé pensando en si sabía o no algo de héroes. Me acuerdo que cuando a la noche me agarraban esos miedos desolados de imágenes, vos me decías que pensara en un héroe, en alguien que me diera seguridad y que le diera la mano fuerte pero yo por más que cerraba los ojos con fuerza y los mantenía así por un rato, no aparecía nadie y quedaba con la mano floja dando vueltas, girando con los dedos flacos, esperando que alguien la agarrara con fuerza. Entonces me iba al cajón de los disfraces y me ponía la capa roja y buscaba la espada y la máscara y me miraba al espejo, ese que estaba en el pasillo, entre el cuarto de mamá y la tía Nely, y cuando sentía que todo estaba como yo quería, me iba a la cama y me acostaba todo vestido y me tapaba hasta que hubiera mucha oscuridad porque esto lo hacía también de día. Vos siempre me decías que era un tarado porque los héroes no se acostaban vestidos y que además siempre estaban haciendo cosas para salvar a la humanidad y que cada tanto limpiaban los trajes; no como los míos que tenían olor a sucio. Pero a mí no me importaba lo que me decías porque debajo de las sábanas nadie me veía y mucho menos, me olía.
Un día me subí al árbol de la casa de Vero y me caí. Vos te reíste pero a mí no me importó. Me subí con la capa que me la pisaba y el antifaz que se corría porque el elástico estaba viejo. La espada mal acomodada hizo que no viera que la rama estaba por quebrarse y me caí. Lo peor de esa caída fue que se le hizo un siete a la capa y que mamá no la quiso arreglar. Eso fue lo más triste porque ahora sí que me sentía un héroe pobre y sucio. En la caída, la capa se enganchó con las ramas y quedó flameando como una rendición. Hubo que bajarla con cuidado para que no se enganchara más con la rama. Pusilánime me quedé días y días casi desnudo de heroicidad. El árbol me había despojado de mi identidad raída. Finalmente, mamá le hizo un remiendo que, aunque se notaba, no quedaba nada mal y decía que no podía verme tan mal por un trapo de porquería. Claro, si ella no sabía de héroes y de lo que se sentía la desnudez cuando no había capa ni antifaz. Pero como héroe que me sentía, lo peor fue cuando mamá me quemó la máscara que tenía que ponerme para la fiesta de fin de año del colegio. Ese día, mamá la apoyó sobre el calefactor y siguió haciendo cosas sin darse cuenta de que estaba prendido, al rato, el olor era horrible y la máscara había quedado llena de agujeros y toda chamuscada. Me dijo que fuera sin máscara, que nadie se iba a dar cuenta. ¡Yo me iba a dar cuenta! Mamá no entendía nada de héroes. Vos tampoco porque te reíste de mí y de la máscara que ya no era nada. Ni forma tenía. Entonces busqué el traje de siempre, la capa con el siete arreglado y la espada de plástico verde que ya no iluminaba más porque nadie le había cambiado las pilas, y así me fui al acto del colegio. Por suerte mamá no se opuso y me llevó así. Mamá estaba cansada, incluso de los héroes. Aunque todos me miraron porque la ropa no tenía nada que ver con el acto, me dejaron actuar igual de alguien que actuaba de algo que no era. Mamá aplaudió a rabiar porque ella entendía mucho sobre ser y parecer. Ella estaba sentada en las filas de atrás pero siempre se le oía sus aplausos porque eran los más fuertes y enérgicos. Cuando la obra terminó, salimos de la mano, caminando de la mano por la calle. Ella cantaba en voz baja la canción con la que habíamos terminado la obra y yo la escuchaba atento y cada tanto la miraba porque me gustaba verla así de contenta.
Yo seguía con mi traje de héroe puesto y me gustaba que a ella no le molestara ir conmigo por la calle así; los dos vestidos de héroes.