A raíz del día internacional del libro, que se celebra este viernes 23 de abril.
Por Rafael Felipe Oteriño
Este viernes se celebra el Día Internacional del Libro, del autor, pero también del lector y de la industria editorial, extremos que confluyen en algo muy trascendente: la lectura. El libro es el asiento y el protagonista de la conmemoración; el autor, el disparador del hecho; el lector, su destinatario; y la industria editorial, la que organiza todo.
Unos y otros somos, desde variados ángulos, amigos del libro. Integramos, como autores, lectores, editores y promotores de su difusión, lo que bien se podría llamar “la civilización del libro”, acaso para oponerla a esa otra más versátil, tantas veces denostada, que se diera en llamar la sociedad del espectáculo (Guy Desbord) o la civilización del espectáculo (Mario Vargas Llosa).
Lo cierto es que si celebramos este día y debatimos acerca del libro no es solo por lo que este nos da, sino porque, secretamente, sentimos que el libro y la lectura –que no es otra cosa que su puesta en acción- están sujetos a alguna amenaza. Que en amplios segmentos de la sociedad se está perdiendo el contacto con el libro, al menos en el modo en que veníamos haciéndolo.
Y si se pierde contacto con el libro –no como hecho físico, ya que en lo público y en lo privado, en mayor o menor medida, todavía los hay-, lo que se está perdiendo es la práctica de la lectura en el formato libro, sustituida por la adhesión episódica y fragmentaria a contenidos audiovisuales que vuelan por las redes y se nos anteponen en la vida diaria.
El primer efecto de esta velocidad, inmediatez y liviandad –a todas luces práctica, sin dudas- es la pérdida del contacto con el lenguaje escrito, que es el que nos permite ser, reflexionar, recordar, pensar en el otro, discutir con nosotros mismos. En suma, nos dificulta la elaboración de un pensamiento, ya sea memorioso, ya sea crítico.
Leer un libro es dialogar con el autor y formar, tácitamente, una comunidad con los otros eventuales e hipotéticos lectores. Asentir, disentir, ir más allá de nosotros mismos, detrás de una idea superadora. Y para hacerlo es preciso tener interiorizado un lenguaje rico, dúctil, compresivo de los hechos y las cosas. Sin él es muy difícil –casi imposible- comunicarnos intelectualmente.
El poeta alemán de posguerra Gottfried Benn lo expresa en una imagen contundente: “Palabras, palabras, ¡sustantivos! Basta que abran las alas y milenios salen volando”. Las palabras, en efecto, poseen una existencia latente que actúa como un hechizo desde el blanco de la página o a través de la caverna del oído. Esto lo saben mejor que nadie los poetas.
Ahora bien, el libro es una creación de la cultura. Primero, fue la inscripción en las tablillas recubiertas de cera, luego fue el papiro y el pergamino; más tarde, el rollo, el volumen y, recién bien entrado el siglo IV de C., surgió el libro tal como hoy lo conocemos (fue el codex de los latinos). Hasta llegar, muchos años después, a la impresión con tipos móviles. Y de ahí, hasta el presente.
Lo cierto es que las operaciones para acceder a estos medios eran distintas. Las tablillas, tanto como los papiros y pergaminos, eran estáticos y no permitían casi ninguna interacción. Los rollos y los volúmenes exigían hacerlos girar con ambas manos y solo permitían una lectura parcial de párrafos y parágrafos. Recién el libro ofrecerá al lector la plenitud de la página y de los espacios en blanco –también significativos- que la iluminan.
Un largo recorrido, pues, que hoy culmina con el libro electrónico y con la página sin asiento material, en los que es posible discutir, subrayar, guardar, reenviar, responder. Como en todo cambio de época, hoy asistimos a la convivencia entre el libro físico y el digital (e-book). Y, acaso, a la lenta sustitución del primero por el segundo.
¿Hay pérdida? Quisiera aventurar que no. Aunque abro un interrogante en lo que respecta al libro de texto, que tiene un papel clave en la enseñanza. El maestro lo selecciona y el alumno lo lee, lo escribe, lo porta consigo y lo lleva a su casa, en donde pasa a formar parte de los objetos diarios, estableciendo un contacto irreemplazable.
La pérdida, si la hay, está –vuelvo sobre la idea originaria- en la pérdida del contacto con el libro, cualquiera sea su asiento. Esto es, en el abandono de la lectura y en la consiguiente pérdida del universo del lenguaje que –como digo- nos ayuda tanto a expresarnos como a ser y pensar. Antes que tinta y papel, los libros son inagotables depósitos de memoria.
Por eso, retomar aquel libro que fue la delicia de un verano puede convertirse en un ademán rejuvenecedor; releer páginas que ayer fueron subrayadas, destacadas, apropiadas, señalar el instante de una conciliación. “Un hombre es lo que lee” se ha repetido infinitas veces.
No, la civilización del libro no llega a su fin. Muta, cambia, adopta nuevos formatos, se adapta a un lector que hace de la variedad un modo de vida. Cada 23 de abril podemos continuar celebrando la existencia del libro y de la industria editorial que lo pone a nuestro alcance.