Acondicionan su propio hogar para recibir a los nenes y nenas del barrio. Les dan de comer, los ayudan con las tareas del colegio y se aseguran que, dentro de las posibilidades, no les falte nada. Tres historias de amor, generosidad y empatía.
Por Julia Van Gool
@juliavangool
Tres mujeres, en diferentes barrios de la ciudad, se levantan, despiertan a los hijos que aún duermen y preparan el desayuno. De reojo espían el reloj, tienen que organizar el día antes de que los más chicos salgan para el colegio. En el barrio El Martillo, Marcela se asegura de que no falte ningún ingrediente del menú programado con los voluntarios; Andrea corre algunos muebles del living de su casa de Nuevo Golf para sumar un par de sillas más alrededor de la mesa; a unos metros, en el límite con el barrio Cerrito Sur, María calcula si los platos alcanzarán para todos.
El aporte esencial de las panaderías. Fotos: Marcela Golfredi
Las tres mujeres no se conocen, pero si lo hiciesen descubrirían que tuvieron una misma idea, motivada por las mismas razones y llevada acabo con el mismo amor y compromiso.
Todas las semanas, Marcela, Andrea y María acondicionan su hogar para recibir a las nenas y nenes de sus barrios. En cuatro paredes les preparan la merienda o el almuerzo, los ayudan con las tareas del colegio y se aseguran, entre charla y charla, que todos estén bien.
A ellas nadie les explicó nada, no lo necesitan, lo vivieron en carne propia. “Yo doy todo lo que a mí me hubiese gustado que me den de chica y no me dieron”, confiesa María, pero podría haberlo dicho Marcela o Andrea.
Con el comedor lleno y la olla en el fuego, la pregunta de cuántos hijos tiene cada una provoca una sonrisa cómplice. “A veces siento que un montón”.
Sonrisas infaltables.
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“Martillitos de pie”
“Hay mucha necesidad en el barrio. Hay muchos nenes que necesitan ayuda, que sólo comen una vez en el día y es en la escuela”, señala Marcela (42), mientras acomoda los utensilios de la cocina de su casa en El Martillo que todos los lunes recibe a cerca de 25 nenes del barrio. Los utensilios los trata con cuidado porque todos fueron conseguidos con esfuerzo, algunos son compartidos con vecinos del barrio y otros fueron donados por aquellos que siempre dan una mano.
Marcela junto a sus hijos y nietos, en el living donde todas las semanas recibe a los niños del barrio El Martillo.
Hace poco más de un año, y con la colaboración de voluntarios de Barrios de Pie y sus hijos Marcos (25), Jeremías (22), Sabrina (23), Dulce (12) y Sebastián (8), Marcela abrió las puertas de su casa para todo aquel que lo necesitara. “Hacemos sorrentinos, ñoquis, tortas fritas, todo lo que se pueda con lo que hayamos conseguido ese día. Yo los siento como si fueran mis propios hijos, por eso me destruye cuando los veo mal o no puedo ayudarlos”, reconoce, con lágrimas en los ojos.
Así todo, Marcela no se rinde y asegura que en el amor de sus hijos y de todos las familias del barrio encuentra su motor para seguir. “Hay un nene, Nicolás, que sólo viene a pedirme mis rosquitas. No se va si no hago rosquitas, ¡le encantan!”, señala, orgullosa, Marcela.
Es que ella asegura que los grandes éxitos “están en las pequeñas cosas, y en otras no tan pequeñas”, afirma mientras acomoda el cartel de la entrada que reclama “Emergencia Alimentaria Ya“.
El cartel fue hecho por María, con la colaboración de una de sus nietas.
“Dulces sonrisas”
Andrea (48) hace cinco años que llegó de La Matanza junto a sus hijos Luis (31), Elisa (28), Anibal (25), Natasha (16) y Milagros (10). Recuerda que para hacer frente a las necesidades, comenzó a vender tortillas en la calle hasta que el presidente de la Sociedad de Fomento, consciente de sus habilidades en la cocina, le consiguió una amasadora. Más tarde llegaría la donación de un horno que le permitiría lucirse con un pan casero que ganó un merecido reconocimiento en el barrio Nuevo Golf.
Andrea cuenta su historia, en su casa de Nuevo Golf.
“A nosotros nunca nos sobró nada, pero entre todos podíamos tener un plato de comida. Así que un día una de mis hijas vino y me comentó que una familia del barrio no podía darles de comer a los hijos, así que ahí empecé a armar viandas y se las llevaba”, recordó. En cuestión de semanas esa familia se transformó en decenas de niños que, todos los jueves, tenían asistencia perfecta en su casa de Calle 81, entre Cerrito y Gianelli.
Hoy, a más de tres años de esos inicios, Andrea comenzó a crear un comedor en el terreno detrás de su casa. La obra la hace en conjunto con el arquitecto Fernando Cacopardo, que encabeza, hace más de diez años, el programa Hábitat y Ciudadanía de la Facultad de Arquitectura para el desarrollo de tecnologías del hábitat popular para grupos familiares en emergencia. “Todavía falta cerrarlo, pero va tomando color”, asegura.
Andrea atesora cada juego de platos que logra conseguir. “Nunca están de más”, asegura.
“Nosotros acá somos la mamá, la hermana, la tía. Representamos el cariño que necesiten. Para mí ser madre es tener los brazos abiertos, el corazón lleno de amor y las manos abiertas para agarrar otras manos. Así lo veo yo y así lo vivo”, señaló.
“La lucha por la olla”, el mural que realizó Antonella -voluntaria- en una de las paredes del nuevo comedor en construcción.
“Merendero Valeria”
María (48) comenzó el Merendero Valeria (en homenaje a su hija fallecida) hace más de diez años y desde sus inicios la acompaña un lema “Dios proveerá”. “Había conseguido algo de ropa para la gente del barrio y le dije a mi marido que quería abrir un comedor para ayudarlos. Él me dijo que estaba loca, que no iba a conseguir siempre cosas para dar y yo le dije ‘Dios proveerá‘, y así lo viene haciendo desde hace muchos años”.
María, siempre rodeada de niños, en el merendero que creó en su casa.
Al comedor ubicado en José Martí 3475 asisten hoy 120 chicos del barrio Cerrito Sur. “Damos todos los días la merienda, pero ellos están siempre acá. Venir a mi casa es para ellos una rutina, un lugar de encuentro”.
Mientras dialoga con LA CAPITAL, María supervisa el menú del día (pollo con papas), consuela a uno de los nenes que rompió en llanto tras una discusión con un amigo y verifica que los voluntarios de la organización Suyai no necesiten ayuda.
Juanita, madre y abuela del barrio, ayuda a María desde que comenzó con el comedor.
“Para mí todos ellos son mis hijos y me veo en cada uno de ellos. Yo de chica también sufrí necesidades, por eso cada vez que hago algo para ellos pienso en esa María que fui. Yo doy todo lo que a mí me hubiese gustado que me den de chica y no me dieron”, asegura María, al tiempo que Rodrigo (14) interrumpe la charla para despedirse y decirle algo al oído. “¿A dónde te vas?”, le dispara María. El adolescente sigue su camino sin responder y ella ríe, reconoce los signos de la adolescencia hasta en los hijos de otros.
El comedor pasó a ser un espacio de encuentro, donde los chicos van a pasar sus ratos libres.
“Esto es un motor para mí, me levanto todas las mañanas porque sé que tengo que estar para los chicos, no existe nada más importante”, asegura.
María, junto a “algunos” de sus nenes.
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Empieza otro día. Tres mujeres, en diferentes barrios de la ciudad, se levantan, despiertan a los hijos que aún duermen y preparan el desayuno. Marcela piensa en las rosquitas para Nicolás; Andrea celebra que el clima va a permitir que los chicos estén en el nuevo comedor en construcción; y María se prepara para recibir a Rodrigo, que ayer le avisó que pasaba temprano a saludar. “¿Por qué?”, le había preguntado desorientada. “Por el Día de la Madre“, respondió él.
Para colaborar
Martillitos de pie: Sicilia bis 7169 – Contacto: Marcela – 156956107
Dulces sonrisas: Calle 81 y Cerrito – Contacto: Andrea -154376328
Merendero Valeria: José Martí 3475 – Contacto: María – 155984086