por Jorge Elías
En 2015, un racista blanco asesinó a nueve afroamericanos en Estados Unidos. Asistían a un servicio en la Iglesia Africana Metodista Episcopal de Charleston, Carolina del Sur. La matanza a tiros disparó un debate: ¿fue un acto terrorista o un crimen de odio? De haber sido un musulmán, como el conductor de la furgoneta que arrolló a decenas de personas en Barcelona, habría sido tildado de terrorista. Por haber sido un defensor de la supremacía blanca le cupo el mote de criminal, como al racista que lanzó su coche contra la multitud que exigía retirar la estatua del general esclavista Robert Lee en Charlottesville, Virginia, el 12 de agosto.
¿Por qué el gobierno de España acusó de inmediato el impacto del terrorismo, a tono con la seguidilla de atentados en Europa, y el de Estados Unidos, más allá de las cavilaciones de Donald Trump con los supremacistas blancos, los neonazis y el Ku Klux Klan, repudió un crimen?
La Organización de las Naciones Unidas (ONU) adeuda desde sus orígenes una definición del terrorismo. Después de los atentados de 2005 en Londres, donde el terrorismo se codea con el racismo al igual que en buena parte de Europa, la BBC quiso ser prudente. Apeló a la neolengua de George Orwell (el newspeak de su novela “1984”) para evitar el pánico colectivo. Sustituyó la palabra terroristas por bombers (literalmente, los que ponen bombas). Los terroristas pasaron a ser bombers mientras los irlandeses del IRA y los vascos de ETA eran criminales, los palestinos eran militantes y los chechenos eran guerrilleros.
La Liga Antidifamación de Estados Unidos contó, entre 1993 y 2017, 150 atentados perpetrados por grupos e individuos de extrema de derecha. Los llama terroristas. El peor ocurrió en 1995. Timothy McVeigh, enemigo del gobierno central, detonó un camión bomba frente al Edificio Federal Alfred P. Murrah de la ciudad de Oklahoma. Mató a 168 personas. Entre 2007 y 2016 hubo 275 víctimas mortales por esa causa y otras, como la nostalgia de la esclavitud y el rechazo al aborto.
El límite difuso entre un acto terrorista y un crimen de odio pudo haber influido en los reproches mutuos en España por las competencias de los Mossos d’Esquadra (policía de Cataluña) y la Guardia Civil o la Policía Nacional tras los atentados en Barcelona y en Cambrils. De haberle puesto el sello de terrorista a la voladura de la casa de Alcanar, acaecida en la víspera de ataque en Barcelona, la investigación habría estado exenta de suspicacias por la diatriba separatista de Cataluña, con el referéndum del 1 de octubre como fondo político de la tirantez entre el presidente del gobierno español, Mariano Rajoy, y el de la Generalitat, Carles Puigdemont.
La capital catalana era blanco de la yihad. Los Mossos d’Esquadra habían recibido avisos de la CIA. El último, dos meses antes de la tragedia. En 2009, el consulado de Estados Unidos en Barcelona habilitó una antena de espionaje con la misión de servir de base de inteligencia de varias agencias europeas para monitorear el movimiento de radicales islamistas en el Mediterráneo. Una cuenta de Twitter vinculada con el Daesh, ISIS o Estado Islámico anunció el 30 de julio: “Vamos a implantar el califato en España y vamos a recuperar nuestra tierra. Ataque inminente en Al Andalus. Si Dios quiere”. La amenaza tardó 17 en concretarse.
El Daesh utiliza como atractivo simbólico la promesa de recrear la presencia musulmana entre los siglos VIII y XV en España. El califato llevaba el nombre de Al Andalus. Desde 2004, cuando estallaron las bombas en la estación de trenes de Atocha en Madrid y murieron 191 personas, las fuerzas de seguridad han desbaratado varios planes terroristas. Sólo en 2017 hubo 36 operaciones y 51 detenidos. La mayoría ocurrió en Cataluña, donde ahora el acto terrorista y el crimen de odio se dan nuevamente la mano, aunque los yihadistas y los racistas no se parezcan no persigan los mismos fines y se detesten entre sí.
(*): Periodista, dirige el portal de información y análisis internacional El Ínterin, y es columnista en la Televisión Pública Argentina.