Varios niveles se entrecruzan en "Elisa, la rosa inesperada" : una historia sobre la trata y también sobre las conexiones imprevistas, la fantasía y las profundas desigualdades de la sociedad contemporánea. Un libro que nació a partir de un viaje, un viaje que no fue el soñado.
por Paola Galano
@paolagalano
Su prosa de desgaja de manera natural y mágica. Regresó Liliana Bodoc con “Elisa, la rosa inesperada” (Editorial Norma), una historia de la villa, de la soledad y la orfandad. Centrada en Elisa, una adolescente que quiere cambiar su destino de villera santafesina por otro mejor, la novela desanda varios caminos. Primero los geográficos: de Santa Fe a Tilcara. Después los de clase: de la villa y la cumbia a la clase media, con sus progresismo, sus comunidades católicas y sus librerías. Más tarde, los caminos lumínicos: siempre un camino que irá de la oscuridad y los demonios y de nuevo a la luz.
“Elisa, la rosa inesperada” es también una historia cuyo tema es la trata de personas. Pero contada siempre con el sello Bodoc, escritora recordada por “La saga de los confines” y “Tiempo de dragones”, entre otros libros. Ella dice que es una prosa que nutre a fuerza de un ejercicio sencillo: “Leer, escuchar al prójimo, observar son algunas de las posibilidades. También escribir desde el amor profundo”. Contundente como pocas, asegura: “No puedo escribir si no es acerca de lo que amo y odio. No puedo escribir desde la asepsia de sentimientos”.
– ¿Cómo apareció este libro? ¿Es fruto de un viaje a Jujuy?
– Sin dudas lo es. Pero no del viaje a Jujuy que tenía planeado. La experiencia soñada de viajar para escribir una bitácora ficcionalizada cambió de carácter, perdió alegría. De ese viaje a Tilcara y Purmamarca, en el que atravesé dolencias físicas y emocionales difíciles de explicar, salió esta novela. Llevaba un prolijo mapa en el bolsillo, pero la realidad me lo hizo pedazos. Hoy se lo agradezco.
– En un plano filosófico, “Elisa, la rosa inesperada” es un libro atravesado por los contrastes, la luz y la sombra, cómo se debaten el bien y el mal de manera cotidiana, describís el choque de esas fuerzas ¿coincidís?
– Coincido plenamente. Porque más allá de las ambigüedades que tenemos como criaturas humanas, de los destellos de mezquindad, soberbia, crueldad, indiferencia con los que todos lidiamos, hay un límite que me niego a desconocer. Una línea que no admite discusiones. La acumulación lujuriosa junto al hambre, con las infinitas connotaciones de muerte que eso acarrea, es el primer ejemplo. Y voy más allá… Aceptar “filosóficamente” la barbarie, con aires de bibliografía exquisita, es complicidad. “¿Y yo qué querés que haga?” es complicidad. ¡Hasta el abatimiento es complicidad!
– Cuándo vos escribís diablo, podría pensarse que estás hablando del capitalismo, que también compra y vende personas.
– Por supuesto que sí… No hay peor diablo que el capitalismo. O mejor, no hay más diablo que el capitalismo. Así como no hay más dios que la plena justicia.
– La villa aparece contada sin estigmatizaciones y sin hacer una apología del villero, una mirada equilibrada. ¿La buscaste, surgió naturalmente? ¿Es un lugar que te resulta cercano, caminaste, caminás la villa? Y además es una villa de Santa Fe, una villa del interior, algo así como periferia de la periferia…
– Sí, conozco Villa del Parque porque allí vivió mi hermano mayor con su familia durante la mayor parte de sus vidas. Ahí estuve yo muchas veces, con ellos viví durante un buen tiempo. Desde la marca indeleble que dejó en el barrio el padre Catena, sacerdote tercermundista, Villa del Parque se sostiene como un pulmón de solidaridad y de identidad. Lo escribí como lo viví en los setenta: sin recelos, como una joven vecina hippie que iba a buscar agua a la canilla pública con túnicas de lienzo pintado.
– Además narrás esa villa desde una adolescente rubia, que se siente distinta en ese lugar, que quiere salir de ahí y no puede, como si la villa tuviera una pulsión poderosa que obligara a permanecer, ¿es posible?
– Viajar por la geografía no implica, en absoluto, moverse en los estratos sociales. Una esquina cualquiera no es la misma para un turista francés que para un trabajador golondrina. Tilcara no podía ser la misma para los gringos, compulsivos y pésimos fotógrafos, que para Elisa, la piba que quiso zafar de su raíces. No estoy haciendo apología de la pobreza ni nada parecido. Estoy diciendo que el único modo de construirnos es desde lo que en verdad somos. Negar nuestros orígenes es disfrazarnos. Y los disfraces, ya lo sabemos, se deshacen a medianoche.
– ¿Es la soledad de Elisa, conmovedoramente triste, y aún más, la orfandad a pesar de tener a su madre viva, lo que alimenta al flagelo de la trata de personas?
– La soledad es, en mi opinión, uno de los factores que posibilita o facilita la trata de personas. No el único factor, y no siempre está presente. Pero es más fácil cercar al que anda solo, a la que anda sola, en el sentido más profundo de la soledad.
– También contás el nivel de conexión que se da entre algunos personajes: el sabio del pueblo Abel Moreno, la aguja, la niña que aparece en el Pucará, ¿son conexiones fantásticas? ¿Se trata de un nivel de intuición?
– ¡La cabra tira al monte! Y el monte es para mí lo fantástico.
Por eso aún en una novela realista como es Elisa, la rosa inesperada, aparecieron elementos o situaciones que se zafan de la lógica natural y del cálculo de probabilidades. Me gusta la palabra que usaste: conexiones, porque creo que allí reside la explicación de estos chispazos fantásticos. Conexión, trama, tejido… Las acciones del amor, por mínimas que sean, crean una suerte de protección universal; se refuerzan y se sostienen unas a otras. ¡Déjenme creerlo!
– ¿Es posible entender que el personaje de Beatriz encierra una crítica a la iglesia, con sus mecanismos de beneficencia y desprecio?
– De la iglesia, claro. Hay una propensión a repetir la brutal catequesis de la Conquista: yo te domestico en el nombre de Dios. Claro que esto se replica, más allá de lo religioso, en muchas personas y aun instituciones que ofrecen apoyo y solidaridad a cambio del alma. Conocí una señora que juntaba ropa para un barrio marginal y se enojaba porque “esa gente tenía el tupé de elegir lo que le gustaba”… “Habráse visto, un pobre con pretensiones estéticas”. Creo que ese tipo de acciones tienen más que ver con el ego que con el otro.
– Otro punto interesante es Martín, el progre de clase media, cómo vive y siente el paisaje y cómo hace el amor un pibe de clase media y cómo lo hace alguien de la villa.
– Martín, sí. Martín se parece a mí. A mis hijos que, de paso sea dicho, hicieron en su adolescencia el clásico viaje al norte con mochila y rastas. Martín, hijo dilecto de la clase media académica, hace hasta donde puede. Y no está mal. Creo que eso, replicado por millones, sería suficiente para mejorar este mundo. O al menos, para contrarrestar la trata de personas.