Opinión

La política, entre el afuera y el adentro

por Jorge Raventos

Una vez más, la política externa le ofreció a Mauricio Macri una bocanada de oxígeno que el ámbito doméstico todavía le niega. Parte de la estrategia presidencial ha residido en avanzar desde afuera hacia adentro, poniendo el acento en la apertura al mundo y en la integración de Argentina en las redes transnacionales, procurando de ese modo apalancar su política nacional y dotarla de apoyos extra. Esa apuesta le ha dado réditos.

Apostar al mundo

Esta semana, mientras en el terreno nacional las encuestas siguen mostrando ventajas de la fórmula Fernández-Fernández y sus operadores electorales conducen en el barro de las maquinaciones políticas, el Presidente pudo festejar en Japón, en el marco del G20 (que ya le había dado satisfacciones jugando de local en Buenos Aires), el cierre de las negociaciones que acordaron, después de 20 años de trapicheo recíproco, un convenio de libre comercio entre la Unión Europea y el Mercosur.

Esto no significa que ya mismo cesarán las restricciones comerciales, ni que, cuando eso empiece a ocurrir, se franqueará simultáneamente el intercambio de todo tipo de producto por igual. Se ha previsto una aplicación gradual de las libertades y queda por escribir la letra chica del acuerdo. En verdad, lo que se acordó es apenas una puntada inicial (aunque una puntada trascendente, ya que implica un compromiso político, una voluntad expresa). Ahora hay que recorrer el ripioso camino que empieza con la aprobación legislativa de todas las partes involucradas y sigue con la negociación en detalle, sector por sector y en muchos casos, producto por producto.

Ya hay expresiones de rechazo. Varias organizaciones rurales francesas, por ejemplo, han hecho oír su voz cuestionándolo: la Federación Nacional de Sindicatos de Agricultores consideró que los campesinos de su país soportarán “la competencia desleal del Mercosur”. Las organizaciones que reúnen a productores de pollos se quejan de haber sido “sacrificados” en estas negociaciones. Los ganaderos, por su parte, se oponen a que su mercado sea “invadido” por la carne de Argentina, Brasil o Uruguay. El campo francés ha sido uno de los sectores que más firmemente resistió durante estos años la perspectiva de los acuerdos con el Mercosur. Francia subsidia fuertemente a sus productores con argumentos de orden demográfico (contener la migración a las ciudades más grandes) y de seguridad.

En el Mercosur -y particularmente en Argentina y Brasil- la resistencia siempre anidó en los sectores industriales menos competitivos, adictos a la protección. El Mercosur facilitó el comercio y bajó fuertemente las restricciones dentro del bloque, pero actuó como unión aduanera protegiendo al bloque de competencia con un alto arancel común. El Mercosur es, de hecho, el bloque comercial más cerrado del mundo y sus socios están entre los países que menos relaciones recíprocas de libre comercio mantienen con otras naciones o bloques: Argentina sostiene 12, Brasil 11, Uruguay 9, Paraguay 8 (mientras Chile o México, por caso, superan la cincuentena).

Lo importante es competir

El aislamiento que denotan esas cifras puede ser cómodo para los sectores menos competitivos, pero es dañino para la economía en su conjunto. Pese al contragolpe restrictivo a la integración económica mundial de los últimos años, ese proceso está en la lógica de la época y no ha dejado de avanzar, aunque haya disminuido un tanto su velocidad.

El desarrollo de procesos como el que se abre con un acuerdo como el de Mercosur con la UE pueden golpear a los sectores menos productivos, pero indudablemente aceitan los mecanismos de la inversión externa, introducen mejoras aceleradas en la productividad y abren nuevas oportunidades laborales, de trabajos de mayor calidad (y, por lo tanto, de mejores salarios). Facilitan, además, la integración de producción argentina en cadenas mundiales de valor. Las tres cuartas partes del comercio mundial se procesan a través de esas cadenas, razón por la cual la inversión transnacional que las motoriza es la vía rápida para el desarrollo de las exportaciones.

Mirado desde otro punto de vista, el vínculo con el mundo (en este caso, la relación del Mercosur con la Unión Europea) promueve efectos no sólo económico, sino sistémico: interpela también lo político, lo social, lo cultural y lo institucional. Las sociedades más integradas tienen estímulos más fuertes para mejorar su comportamiento colectivo (y restricciones más marcadas frente a los desvíos).

Perón sabía decir que “la política puramente interna ha pasado a ser una cosa casi de provincias; hoy todo es política internacional, que juega dentro y fuera de los países”. Macri está esforzándose por hacerla jugar dentro de la Argentina, porque allí encuentra el suelo que mejor lo sostiene. Y, al hacerlo, empuja a sus adversarios a ubicarse, a suerte o verdad, en ese mismo escenario. Uno de ellos, Roberto Lavagna, ha preferido guardar su jugada sobre el acuerdo con la Unión Europea hasta ver la letra chica de los arreglos. Otro, Alberto Fernández, tomó en principio distancia y consideró que “no hay nada que festejar” en ese vínculo. Todos los protagonistas tendrán que afinar sus definiciones, no sólo en relación al acuerdo con la Unión Europea, sino, en general, sobre la relación de Argentina con mundo. Si la polarización se tradujera en este tema como una opción binaria entre integración o aislamiento la oposición le estaría regalando a Macri un instrumento decisivo. Y la discusión política naufragaría en un penoso empobrecimiento.

Lapiceras versus competencia

Ya fronteras adentro, en el tobogán que desliza al país hacia las elecciones primarias de agosto, al lado de junto a las siempre sublimes declaraciones sobre cómo deberían ser las cosas, las fuerzas políticas más significativas hacen uso de las rutinas más -digamos- pragmáticas para asegurar el territorio que consideran propio y, por las dudas, ampliarlo con espacio ajeno.

Tanto en las filas del oficialismo como en el espacio que sostiene la fórmula Fernández-Fernández y también en el contingente que rodea a Roberto Lavagna, la lapicera destinada a convalidar candidaturas fue monopolizada por los respectivos centros operativos: Marcos Peña en el macrismo, Máximo Kirchner en el cristinismo y Marco Lavagna en el Consenso que postula a su padre para presidente. Resultado: en las listas del oficialismo quedaron afuera los candidatos amparados por el “ala política” del Pro (competidora de Peña), cuyas figuras más notorias son Emilio Monzó y el ministro de Interior, Rogelio Frigerio, así como sectores del peronismo propuestos por el senador y candidato a vicepresidente Miguel Pichetto.

En el caso de las listas dibujadas por Máximo Kirchner, lo que se observó fue un claro predominio de nombres conectados con La Cámpora, ausencia o apartamiento de Alberto Fernández en las decisiones sobre candidaturas y un casi nulo cumplimiento de los compromisos con intendentes del conurbano y con los gremios. Marco Lavagna, por su parte, marginó de la primaria de su fuerza en la Capital Federal a los candidatos propuestos por Margarita Stolbizer y por Luis Barrionuevo, que tuvieron que acudir a la Justicia en defensa de sus derechos (y consiguieron recuperarlos: disputarán las PASO enfrentando a la lista “lavagnista pura”).

Frente a la misma asignatura, Peña, el joven Kirchner y el joven Lavagna parecen coincidir en un mismo librito: una estrategia “de aparato” en la que se difuminan (si es que alguna vez existieron) las diferencias entre vieja y nueva política. En esta materia hay política cruda, a secas.

Los operadores principales de las coaliciones con mayores chances tratan de asegurarse contingentes legislativos tan incondicionales como sea posible: se preparan para un período de negociaciones políticas duras, inclusive si imaginan que tendrán necesariamente que prestarse a acuerdos. Si vis pacem, para bellum.

Algunos tratan (o trataron) de bloquear la competencia externa: las operaciones destinadas a despistar la candidatura de José Luis Espert fracasaron. En este caso también la Justicia Electoral salvaguardó el derecho a participar y a dar a los ciudadanos la posibilidad de elegir.

La Casa Rosada alentó, asimismo, la suspensión de las elecciones primarias de agosto. Lo hizo a través de voceros radicales propensos a la exposición mediática, que hurgaron en el argumento de su “alto costo” (unos 4.500 millones de pesos), especialmente ante la evidencia de que las presuntas primarias no cumplen función alguna cuando los partidos definen sus listas administrativamente y obvian en la práctica la competencia interna.

El argumento no deja de ser sensato; lo que resultó patético fue el intento de cambiar las reglas de juego electorales cuando el proceso ya estaba avanzado y a seis semanas de las PASO. Sería razonable que el próximo Congreso vote una norma para que rija en futuras elecciones generales.

Más allá de las consideraciones de sentido común esgrimidas (que facilitaron la difusión de la iniciativa) el interés en anular estas primarias se centraba, en rigor, en otros motivos: el gobierno estima que en octubre, a la hora de la elección verdadera (primera vuelta) podrá exhibir algunas mejoras, modestas pero tangibles, en la situación económica, que es un escenario fundamental en el voto de la mayoría. Pero teme que una diferencia considerable a favor de la fórmula FF en las primarias de agosto suscite una reacción desmedida de los mercados que termine frustrando aquellas esperanzas e incidiendo, en definitiva, en el momento en que el voto decide efectivamente el personal del próximo gobierno.

Lo que se observa es que el oficialismo, mientras en público ostenta certeza en una victoria (“la gente no quiere volver al pasado”), teme en la intimidad que ese triunfo se le filtre entre los dedos por cuestiones de detalle.

Refuerzo indispensable: el mundo, las alianzas. Aunque esos aliados no estén en el padrón.

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