En su paso por Sevilla, España, el poeta e integrante de la Academia Argentina de Letras, Rafael Oteriño, participó del Congreso de Academias de la Lengua Española. En esa oportunidad, reflexionó sobre la poesía y el quehacer poético: "Cuando los caminos de la razón se cierran, ahí está ella, en la inagotable experiencia del mundo, tendiendo puentes, atravesando fronteras", dijo.
Por Rafael Felipe Oteriño (*)
La operación de escribir y leer poesía se cumple en nuestros días en medio de una abundancia de imágenes, voces, pantallas, sonidos que si, por un lado, la enriquecen, proponiendo nuevos modos de ver y conocer, de entender y comunicarse, por otro, la ensordecen con la superposición de lenguajes, heterogeneidad de contenidos, confluencia de tiempos distintos, centelleos, recortes. Participamos de un mundo audiovisual que sustituye la realidad natural por otra en gran parte artificiosa. Simulacros, escenografías, juegos y combates virtuales son el horizonte que tenemos ante los ojos. Comercios con luz artificial y horarios corridos que borran la división entre el día y la noche.
Anuncios, letreros y videos que astillan el tiempo y suspenden todo enlace entre el pasado y el presente. Profusión de cifras y gráficos que colonizan el discurso público a costa del lenguaje verbal. Y generalizada a todos los extremos de la vida, la práctica del zapeo en la que una figura reemplaza a otra con la velocidad de un rayo, anulando toda forma de arraigo y entronizando el reinado de lo efímero.
En verdad, todo tiende a alejarnos de la poesía. Pero la poesía se insinúa como una insistencia, como una invitación. Aguda, incisiva, dialógica, esencialmente libre, ya no tiene que portar noticias como en la antigüedad homérica, no le concierne, como en la juglaresca del medioevo, complacer a un espectador ávido de entretenimiento, ni perpetuar el canon romántico enlazando la subjetividad con los paradigmas de la naturaleza. Refugiada en el lector iniciado y, como otra forma del espectáculo, en la voz del intérprete, pone en práctica su principal función que es decir lo otro.
No definir ni pontificar ni sentenciar, sino: decir lo otro. Lo que está llamado al olvido, lo que es refractario al discurso, lo deliberadamente callado. Darle voz al secreto de los hechos y a lo amenazado por la insignificancia, no otro es su papel actual.
Su tarea es doble: erigirse en memoria y montar una mirada crítica. En palabras del poeta francés Saint-John Perse: “Constituirse (también) en la mala conciencia de su tiempo”. Hoy lo fragmentario, lo casual, las dimensiones de la posverdad, la xenofobia, el consumo desenfrenado a espaldas de la necesidad, la hiperconexión a las redes digitales en reemplazo de la auténtica comunicación, cooptan la vida pública. Y la poesía tiene curiosidad de entomólogo para vérselas con ello. Con palabras que fundan imágenes y con imágenes que enfrentan la realidad abre los ojos a una nueva trascendencia a espaldas del nihilismo. Potenciando las palabras mediante el juego de las correspondencias, adoptando la sugerencia y la participación hermenéutica como programa, configura una caja de resonancia que ofrece una imagen más vasta del universo.
Las cuatro operaciones clásicas del poetizar –cantar (la lírica), narrar (la épica), dramatizar (lo teatral) y pensar (el meditar)- se suceden en ella y se reemplazan en forma aislada o combinadas entre sí. Esto permite observar que, antes que entretener, además de contar, y fuera de meramente describir, la poesía está ahí para plantear un problema: el de la dualidad de lo existente y su difícil comunicación. La condición de que las cosas pueden dar lugar a una representación y, al mismo tiempo, significar algo distinto. Que la convención no agota la identidad de la persona ni la definición de la cosa. Que la intuición y la imaginación son herramientas irreemplazables en el camino del conocimiento. Y así como en sus orígenes la poesía era un habla que cantaba y narraba hechos, hoy tiende a convertirse en una operación lingüística que sintetiza la complejidad de la experiencia humana. Del cantar al contar y del dramatizar al pensar, tales han sido sus pasos. Y podríamos agregarle otro: el diseñar en la página, pues eso es lo que hacen los poetas cuando componen sus poemas aislando las palabras y haciéndolas dialogar con los espacios en blanco.
Trabaja con lo imponderable, para darle fijación en las palabras; con lo no nacido, para que nazca; con lo improbable, para que tenga carnadura junto a las demás cosas existentes. Saturada por la ambigüedad del lenguaje, yendo de lo analógico a lo simbólico y contradiciendo cualquier semejanza, su legitimación es, en primer lugar, artística. De su razón se sabe “por los latidos del corazón al leerla”, apunta Ungaretti. Conserva el calificativo de “creación”, pero a condición de que se entienda que la composición visual y el contacto sonoro integran, con la dación semántica, su universo expresivo. También ellos “hablan” y lo que dicen salva a la realidad –y al lenguaje mismo- de los peligros del adocenamiento, la trivialidad y la apariencia.
Más próxima a la revelación que al diccionario, la poesía es un arte del conocer que se modela a través de la articulación del des-conocer y del re-conocer. No es ciencia, pero está animada por la curiosidad de la ciencia. Creadora de realidad, la poesía sucede: nos sucede. Disciplina de la vida interior, pone en marcha una ecología de la mente mediante la paliativa repetición de los grandes poemas de la humanidad. Es anárquica y tiene historicidad propia. Y es, al cabo, una escuela de humildad, tanto cuando nos dice que no hay tregua como cuando nos confía que no estamos solos. Antes que por los moldes tradicionales –copla, oda, soneto-, la poesía se reconoce en nuestro tiempo por tres cualidades: intensidad, concentración y velocidad. Intensidad por la fuerza de su impacto, concentración por la síntesis de sus contenidos, y velocidad por la rapidez de su llegada (aunque, lo sabemos, puede demorar toda una vida en dilucidarse).
Muchas y variadas son sus lenguas: la vulgar, la culta, la del sueño, la de la vigilia, la que se genera a diario en la boca de los migrantes y en el silencio de los moribundos. Desde Homero hasta nuestros días los poetas hablan esa lengua plural, ampliada. Sienten que la realidad es heterogénea y hacen de dicha realidad el alimento de su voz, poniendo lo extraño en contacto con lo ordinario. Así, unir opuestos, decir que esto es aquello, darle lugar a la ironía y al humor, componer con retazos otra realidad, reescribir el recuerdo, registrar en lo cómico lo trágico y en lo trágico lo cómico, se convierten en episodios de la elaboración poética. “Ver en la muerte el sueño, en el ocaso/ un triste oro, tal es la poesía/ que es inmortal y pobre.”, escribe Borges en “Arte poética”.
Improductiva para el mercado, desconcertante para el lector no ejercitado, peligrosa para los dictadores que desconfían de la utilización subrepticia del lenguaje, la poesía abre brechas en el saber encristalado y las sostiene con su presencia. Varían los temas, los modos y las representaciones. Los nuevos desafíos le sugieren nuevos temas; los sonidos de la calle le introducen otra música. Atravesada por la poderosa tradición crítica de la modernidad, emplaza un sitio para la creencia: el poema. La fe en las palabras sienta su autoridad, más que cualquier color local que pueda circunscribirla a una lengua, un momento o un país. Más allá, inclusive, de su propia inteligibilidad, que está en manos del tiempo y del lector. Cuando los caminos de la razón se cierran, ahí está ella, en la inagotable experiencia del mundo, tendiendo puentes, atravesando fronteras.
(*) Academia Argentina de Letras.