Opinión

La pobreza, la soberanía y la mano invisible del mercado

Por Jorge Raventos

Las cifras sobre pobreza que difundió esta semana el Indec confirmaron dramáticamente una sensación generalizada: en el curso del último año la Argentina se ha transformado en una sociedad predominantemente pobre. No es un proceso sorprendente, esa deriva tiene años de acumulación, pero ahora se han traspasado algunos límites. Más de la mitad de la población (un 52,9 por ciento, unos 25 millones de personas) no tienen ingresos para cubrir sus necesidades básicas. Es un aumento de poco menos del 13 por ciento (alrededor de 6 millones y medio de personas) en relación con un año atrás. El cuadro se vuelve más oscuro cuando se considera la indigencia, es decir, la insuficiencia de ingresos para cubrir la canasta alimentaria básica: el porcentaje alcanzó a casi un quinto de la población (18,1 por ciento, 8 millones y medio de personas, el doble que un año atrás).

El impacto de las cifras disparó rápidamente el clásico mecanismo de “la culpa la tuvo el otro”, un recurso en el que seguramente todos los que lo practican tienen parte de razón, pero que es inconducente para hacerse cargo de la grave caída. No se trata de señalar culpables, sino de buscar soluciones, lo que requiere un espíritu solidario y cooperativo.

La Iglesia procura sensibilizar al gobierno para que haya una reacción proporcional a la emergencia: los conurbanos hierven y los jóvenes en situación de pobreza e indigencia se convierten en presa fácil para las redes del narcotráfico, aun en sus formas más rústicas y primitivas. Ese es el contexto de la fuerte intervención pública del Papa ante los movimientos sociales de todo el mundo y, en reunión más discreta, del diálogo que mantuvo con Sandra Petovello, la ministra de Capital Humano.

El gobierno procuró cambiar de conversación y eludió los comentarios tanto sobre las críticas de Francisco como sobre las cifras de la pobreza. Desde su mirada, estos temas demandan tiempo y acción de la mano invisible del mercado. En el horizonte más cercano de las próximas semanas, Milei tendrá que afrontar la movilización universitaria (hizo una pausa táctica antes de cumplir con su promesa de veto a la ley que garantiza ingresos a la educación superior) y encontrar una solución para Aerolíneas Argentinas, una empresa que había acordado con la oposición no privatizar pero que ha reincorporado a la lista de candidatos a la motosierra. Pasados ya los momentos de euforia que acompañaron el triunfo electoral y la asunción, Milei ha comprobado que gobernar es más difícil que dar clases de economía.

Milei en la ONU

Su debut ante la Asamblea General de las Naciones Unidas esta semana mantuvo, en términos generales, la coloratura de otras intervenciones suyas ante audiencias presumiblemente globales, que inauguró en enero, con su filípica del Foro Económico Mundial, en Davos.

Esta vez, sin embargo, la índole del compromiso lo sacó de su zona confort (el diseño apodíctico de una lógica económica apoyada en la escuela austríaca) y lo empujó al terreno más intrincado de la política internacional, donde su congruencia tambalea.

Sin abandonar su vocación profética (“No vengo aquí a decirle al mundo lo que tiene que hacer; vengo aquí a decirle al mundo lo que va a ocurrir”), Milei vaciló entre el elogio a la historia de la ONU (“Bajo la tutela de esta organización durante los últimos 70 años, la humanidad vivió el período de paz global más largo de la historia, que coincidió también, con el período de mayor crecimiento económico de la historia”) y la condena a una actualidad que no está claro cuándo se inaugura pero que, según él, habría transformado a la entidad “en un Leviatán de múltiples tentáculos que pretende decidir, no sólo qué debe hacer cada Estado-nación, sino también cómo deben vivir todos los ciudadanos del mundo” y que se basa en “un programa de gobierno supranacional de corte socialista”.

En su contradictoria catilinaria, Milei cuestionó a la ONU tanto por imponer su impronta a todos sus miembros como, simultáneamente, por su impotencia para cumplir objetivos (que interesan a Milei pero quizás no forman parte de las metas específicas de la organización). Por ejemplo, advirtió su “incapacidad total de responder al flagelo del terrorismo”, de “brindar soluciones a los verdaderos conflictos globales o la “misión de defender la soberanía territorial de sus integrantes, como sabemos los argentinos de primera mano en relación con las islas Malvinas”. Pero la ONU no tiene la función de defender la soberanía argentina, sino, en todo caso, la de vehiculizar la negociación de una controversia. La defensa corresponde a la propia Argentina y en ese sentido hasta ahora todos los presidentes recordaron esa reivindicación soberana ante la Asamblea, un paso que Milei omitió.

El discurso cuestionó la presunta omnipotencia de la ONU que querría ejercer como supergobierno mundial, subrayó al mismo tiempo su impotencia para hacerlo y remata ese silogismo dislocado con una propuesta propia: Milei formuló un programa de sus preferencias ideológicas y convocó: “Esa idea fundamental no debe quedarse en meras palabras. Tiene que ser apoyada en los hechos, diplomáticamente, económicamente y materialmente, a través de la fuerza conjunta de todos los países que defendemos la libertad”. Más que una renovación de las Naciones Unidas, Milei ofreció la construcción de un nuevo bloque -¿uno que pueda encarar con verdadera potencia el programa de gobierno mundial que él asigna a la ONU?-.

Así, el discurso vaciló entre argumentos soberanistas y ráfagas globalizantes.

No importa el color del gato

La originalidad del texto no se limitó a su impugnación casi solitaria a la organización en la que conviven la mayoría de los Estados del mundo, independientemente de sus regímenes económico-sociales y de sus estructuras políticas (desde los que Milei más admira -Estados Unidos e Israel- hasta China, Irán, Rusia, Ucrania, India o El Salvador).

Milei también cargó en su intervención de Nueva York contra la tradición diplomática argentina: “A partir de este día -advirtió- sepan que la República Argentina va a abandonar la posición de neutralidad histórica que nos caracterizó y va a estar a la vanguardia de la lucha en defensa de la libertad”. Postergó así el criterio realista que se inclina por defender prioritariamente el interés nacional con independencia de lógicas facciosas para determinarlo en función de identidades ideológicas. Importaría más el color del gato que su capacidad de cazar ratones.

A su manera -deshilvanada pero atrevida- Milei fijó la mirada en una honda problemática de época: la tensión de un mundo integrado por la tecnología y las redes financieras, productivas y de comunicación que, sin embargo, pese a las observaciones del Presidente, no cuenta con un superestado mundial, sino que se sostiene en una autoridad política fragmentada cuyos fundamentos son las sociedades y los Estados nacionales.

En estas semanas se ha producido en el vecindario un ejemplo de esas tensiones cuando la Justicia de Brasil le reclamó a la red X (ex Twitter), propiedad del magnate tecnológico Elon Musk, que identificara a los propietarios de determinadas cuentas de esa mensajería a través de las cuales se habrían cometido delitos. Musk rechazó esa decisión judicial en nombre de la filosofía de su empresa (si bien esa filosofía ya había exhibido su flexibilidad cuando aceptó cerrar perfiles de usuarios turcos a pedido del gobierno del presidente de ese país, Recep Tayyib Erdogan).

No solo la empresa de Musk, sino todas las grandes plataformas de Internet (Facebook, Google, Telegram y otras) suelen resistirse a la identificación obligatoria de sus usuarios. Las plataformas suelen además argumentar que la identificación obligatoria de usuarios podría ser el primer paso hacia una mayor censura. Omiten probablemente señalar que la manipulación de los algoritmos por parte de las propias plataformas puede estimular la difusión de ciertas ideas e informaciones o limitar otros.

La Justicia de Estados Unidos, en general, ha protegido a las plataformas de las intromisiones externas. Quizás el primer caso clásico en tratar directamente la regulación del contenido en Internet haya sido el que se conoce como “Reno v. American Civil Liberties Union”, de 1997. La Ley de Decencia en las Comunicaciones, aprobada en 1996, intentaba regular el contenido obsceno o indecente en Internet para proteger a los menores de edad e imponía sanciones a quienes difundieran material considerado “indecente” u “obsceno” en línea si estaba accesible para menores. En una decisión histórica, la Corte Suprema falló unánimemente en contra de las disposiciones clave de la ley, argumentando que las restricciones propuestas allí eran demasiado amplias y violaban los derechos de libertad de expresión garantizados por la Primera Enmienda.

Aunque la Corte Suprema americana ha revisado diversos aspectos de la regulación del contenido en Internet, sostiene firmemente el principio central de proteger la libertad de expresión en Internet. El ultimo caso resonante data de 2017 (Packingham v. North Carolina (2017). En este caso, la Corte evaluó una ley de Carolina del Norte que prohibía a los delincuentes sexuales registrados usar redes sociales donde podrían interactuar con menores. Por decisión unánime, dictaminó que la ley era inconstitucional porque limitaba desproporcionadamente el acceso a una plataforma pública crucial para la expresión en la era digital.

Así, las plataformas han contado en Estados Unidos con un fuerte respaldo judicial y consiguieron marcar una tendencia. El clima cultural comienza a, sin embargo, cambiar a raíz de los debates que genera el desarrollo de la Inteligencia Artificial, donde florecen ya posturas proclives a la regulación y autoregulación.

Europa ha incursionado en tendencias regulatorias. En agosto, el número uno de Meta, Mark Zuckerberg, y el de Spotify, Daniel Ek, se pronunciaron a través de un artículo contra los límites que la Unión Europea impone al desarrollo de la inteligencia artificial. Advirtieron que harán que Europa “quede atrás”. En Francia, argumentando que la plataforma Telegram permite actividades ilícitas (desde pornografía infantil hasta tratos entre bandas) y no ofrece información necesaria para combatirlas, el creador de la plataforma, el ruso Pável Dúrov, fue detenido y tuvo que pagar una cuantiosa fianza para quedar en libertad.

Fue en ese contexto en el que Elon Musk comenzó a desarrollar su choque con el Estado brasilero. Ante la negativa de su plataforma a colaborar con la justicia, Musk fue forzado a suspender las operaciones de X en Brasil y fue acusado por obstruir a la Justicia e incitar al crimen por negarse a impedir la difusión de cuentas que viralizaban fake news. Musk acusó al juez Alexandre de Moraes, el miembro del Supremo Tribunal brasilero que lleva el caso, de ser “un tirano” y también atacó al presidente de Brasil, Lula Da Silva. “¿Quién se cree que es? -estalló Lula y apuntó claramente al asunto de la discusión-. Porque tiene mucho dinero no puede faltar el respeto. Tiene que aceptar las reglas de este país”.

En efecto, el diferendo ejemplificaba un choque modélico entre la globalización, con sus plataformas tecnológicas como avanzada, y Brasil como Estado nacional, que no niega el gran aporte tecnológico, pero que pretende sujetarlo a la legalidad propia.

El amigo Musk se allanó al reclamo judicial de Brasil, depositó una multa de más de 3 millones de dólares, nombrará un representante legal para cumplir con la Justicia de Brasil y entregó la identificación de las cuentas acusadas de difundir información falsa y malintencionada. Entre los titulares de esas cuentas, hay un alto funcionario de Javier Milei, Fernando Cerimedo.

Del caso Brasil versus Musk no cabe deducir que haya habido un retroceso del proceso de globalización, que -con el empuje del cambio tecnológico- sigue siendo el gran motor de transformaciones de esta época. Ha habido sí la voluntad nacional de sumarse a la transformación con sus propios rasgos y sus propias normas, que de eso se trata un Estado nacional. Ni aislamiento ni disolución.

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