por Daniel Balmaceda
En la vida del francés Santiago de Liniers hay un antes y un después del 12 de agosto de 1806. Antes había sido un buen militar, si bien no sobresaliente, que luego de arribar a Buenos Aires con muchos sueños y, una vez aquí, estuvo a punto de abandonar su carrera para dedicarse a la fabricación de calditos concentrados; que se había casado con una porteña y había enviudado; que debió dedicarse a ser padre y madre de ocho hijos; que lidiaba con el pago del alquiler, y que la buena estrella, corporizada en el virrey Sobremonte, lo ubicó en la ensenada de Barragán cuando llegaron los ingleses en 1806.
Por hallarse fuera de la ciudad pudo convertirse en el líder de la Reconquista de Buenos Aires y llegó al 12 de agosto, con cincuenta y tres años, comandando un poderoso ejército, muy superior a las fuerzas inglesas. Liniers fue virrey, obtuvo una calle con su nombre más el título de conde de Buenos Aires, expedido por la Corona (o, mejor dicho, solicitado por Liniers en mayo de 1809 y confirmado por la Corona en ¡1862!, es decir que jamás se enteró); sí recibió un permiso para importar dos mil africanos y fue, por mucho, el hombre del año. La fama, el reconocimiento, la gloria y el poder aterrizaron de golpe en la vida del francés. Y también el escándalo.
Aquella mañana del 12 de agosto, el comandante Liniers avanzó con su columna desde Retiro hasta la Plaza Mayor, con intenciones de recuperar el Fuerte donde flameaba la bandera inglesa. Tomó por la senda de la Merced sin saber que cada vez que golpeaba con sus botas en ese polvoriento trayecto estaba impregnándole con más sustento el nombre que esa calle tendría hasta nuestros días: Reconquista. Cruzó la actual avenida Corrientes. Le faltaban cuatrocientos metros para alcanzar su objetivo cuando un pañuelo blanco cayó delante de él. Lo levantó, alzó la vista y la vio. Era Anita Perichón, treinta años, tan francesa como él, le daba el toque romántico a la épica escena. Ya se conocían un poco, pero no tanto. A don Liniers se le infló el pecho. Besó el pañuelo y lo puso dentro de su chaqueta. A partir de aquel instante no hubo nada que lo detuviera. Y Buenos Aires volvió a pertenecer a la Corona española.
El héroe no tardó en devolver el pañuelo. Su romance con Anita pudo ser el final feliz de la historia, salvo por el detalle de que la francesa estaba casada. Y si bien su marido pasaba demasiado tiempo de viaje, como ocurría con muchos en esas épocas, la relación fue considerada un escándalo en el vecindario. Pero a don Santiago no le preocupaban las críticas.
Los dos se paseaban del brazo por la Alameda (actual avenida Alem) y la señora tenía soldados asignados a su custodia. La indignación aumentaba. Pero los ingleses volvieron y la vida privada del virrey interino pasó a un segundo plano.
El 5 de julio de 1807, Liniers confirmó su liderazgo al comandar las tropas que rechazaron la Segunda Invasión. El poblado estaba en deuda con él. El francés, hinchado de gloria, dio cargos en el gobierno a los parientes de Anita, pero su decisión no cayó nada bien. Para colmo, algunas noches se quedaba a dormir en casa de la madame, cuyo estado civil continuaba siendo el mismo. Muchos vecinos se sintieron ofendidos por tamaña afrenta.
El 21 de septiembre de 1807, Santiago de Liniers, impregnado de aires primaverales, fue a visitar a su amante.
Pasó algunas horas con su francesita en la casa desde donde había caído el histórico pañuelo blanco. Ya era avanzada la noche cuando se retiró. Puso un pie en la calle y se topó con un indignado vecino y soldado del Cuerpo de Andaluces, quien se lanzó sobre su virreinal osamenta, haciéndole volar la peluca y perder el equilibrio. En el suelo, Liniers escuchó todo tipo de insultos del vecino que lo increpaba y subrayaba su escandalosa conducta “haciéndole presente que según sus pasos perdía a toda la ciudad”. El furioso vecino, por su parte, fue atacado por el soldado que custodiaba a don Santiago.
Una patrulla irrumpió en la escena y lo llevó detenido. Liniers intercedió para que fuera liberado y rogó que se acallara el episodio. Parece que el francés no sabía con qué bueyes araba: la historia del vecino que le voló la peluca y le cantó las cuarenta se esparció en cada tertulia y cada esquina de la heroica Buenos Aires. Su amante, conocida como “La Perichona”, sería abuela de otra mujer que generaría un gran escándalo en el Plata: Camila O’Gorman -hija de su hijo Adolfo-, quien huiría de Buenos Aires con el sacerdote Uladislao Gutiérrez y moriría junto al cura en 1848.
(*): LA CAPITAL publica un fragmento de la novela “Oro y espadas”, del escritor Daniel Balmaceda. Editada por el sello Sudamericana, realiza un recorrido por el país antes de convertirse en un territorio libre de España.