Por Felipe Solá
La Argentina no podrá ser gobernada con avances concretos sin que exista un acuerdo de mediano o largo plazo que haga posible una mejora sostenible en la vida de su pueblo. Este acuerdo ha sido planteado por la expresidenta Cristina Fernández, al citar nuestro bimonetarismo en varias oportunidades, y por la política en general, la academia, y los sindicatos. Traería tranquilidad a millones de personas que no atisban a ver ninguna propuesta que lleve a ese objetivo.
La gente está enojada, se repite cotidianamente. Y es cierto. Pero para intentar salir del estado de malestar y pasar a un estado de bienestar no bastará con las elecciones ni mucho menos. Es impensable un gobierno que se proponga gobernar con su propio programa, si éste no incluye una negociación en serio, un pacto, una conciliación, un consenso nuevo que dé cuenta de la enorme preocupación de la mayoría y de la angustia creciente de la pobreza.
Se que lo que afirmo es muy difícil. Se también que soy parte del problema al haber estado en la función pública muchos años y tener una clara filiación peronista. Solo me guía la necesidad de salir de la pesadilla de la inflación, estar juntos frente a una renegociación con el Fondo, y también en el debate argentino sobre los nuevos recursos naturales para que no se terminen perdiendo en políticas extractivistas.
Habrá una fuerte oposición, que denunciará que cualquier pacto es una excusa para la continuidad. Sería ingenuo pensar en acuerdos previos a las PASO, y complejo imaginarlo antes de las elecciones de octubre.
Aparecerían rápidamente los salvadores del pueblo, que creen que se puede gobernar sin instituciones, sin programas, con recetas mágicas; o quienes ignoran lo complejo de la realidad desde actitudes dogmáticas frente a un fracaso que lleva ya varios años. Sé, además, que cada facción se sentaría en la mesa con preocupación inicial, pero con la premisa de defender lo propio antes que la de alcanzar un consenso. Son los peligros de plantear la racionalidad de un acuerdo en un mundo dominado por lo emocional. Pero convengamos en que hay peligros mayores. Las amenazas de fracaso de un próximo gobierno están ahí. Quien llegue requerirá de algo más que el famoso cheque en blanco de los primeros meses.
Sería bueno recordar la aprobación generalizada de la población en los meses de encierro de 2020, cuando el presidente, el jefe de gobierno de la Ciudad y el gobernador de Buenos Aires aparecían dos o más veces por semana rodeados de infectólogos prolongando las cuarentenas. ¿No era esa aprobación, acaso, una esperanza basada en ver a los hombres del gobierno y la oposición trabajando juntos frente a lo terrible e inesperado? ¿No era eso un acuerdo ante la adversidad que podía llegar a matarnos a todos? El acuerdo frente a la crisis está en la conciencia de la mayoría, aún cuando ante la carrera de obstáculos que es hoy vivir en nuestro país, se haya perdido la confianza.
Un acuerdo político que abarcara los principales temas tendría más eficacia que la que ha tenido creer que la denuncia sistemática de las situaciones de clara presión de los grupos dominantes para limitar los grados de libertad de la democracia es de por si un avance en favor de la democracia. Al no cambiar en nada esa realidad, el gobierno ha contribuido a naturalizar la pérdida de poder de las instituciones. La gente se cansa y baja los brazos.
Desde hace años, América Latina retrocede fuertemente, pero nuestro país lo hace en mayor medida. Su pérdida de gravitación tiene raíces en los cambios en los paradigmas productivos y las relocalizaciones empresariales, lo que obliga a pensar en un nuevo modelo de desarrollo en un contexto político de alteraciones permanentes. Pero para eso hace falta vocación de unidad e integración. Los intentos de acercamiento desde lo ideológico siempre excluyen países. Nuestra gran diversidad latinoamericana, por ejemplo, ya estaba ahí. Antes la leíamos como fortaleza; hoy es vista como fragmentación.
La transformación mundial se está acelerando sin que aparezcan factores estabilizadores. Es la crisis política más grande de los últimos cien años. Estamos en el medio de una transición con dos ejes, Estados Unidos y China. La rivalidad escala por la exageración de las tensiones entre ambas partes, y se extiende como una lucha en todos los terrenos que afecta la soberanía de las naciones dependientes. En nuestro país, se expresa claramente en las inversiones que requieren de tecnologías originadas en una u otra nación. Pretenden llevarnos a una polarización que es absolutamente lesiva para todas las naciones del Sur.
Tendremos que escapar a esa trampa, a la que nos está conduciendo la creciente pugnacidad que se observa. Exigirá acuerdos externos e internos, y una actitud sobria y coherente que modere con prudencia las exigencias de los poderosos. Para defender cotidianamente los intereses nacionales, deberemos tener una unidad política interna que respalde esa defensa. Si trasladamos nuestras diferencias ideológicas adhiriendo a la polarización que avanza, no solo seremos mas dependientes, peor aún, seremos un país inviable.
Aceptar que en el balotaje se vota más en contra que a favor, y que no hay una hegemonía clara respecto a un determinado proyecto sería, creo, fundamental para acordar como primera acción de gobierno. Achicaría la brecha, cada vez más grande, por donde entran aventureros, outsiders o autoritarios que derechizan las clases medias urbanas y los sectores medios bajos. Se necesita un acuerdo deliberativo, no el contubernio de algunos pocos. Un proceso transparente que se desarrolle a través de varias interacciones que van generando la aparición de la confianza. Un acuerdo que se nutra de evidencias y no de retóricas y falsedades. Que logre compromisos en cuestiones de alta prioridad para las partes y conceda en asuntos de menor prioridad. La intransigencia nos trajo hasta acá. No sirve más.