por Jorge Elías
Medio Oriente ha sido bendecido por los mayores yacimientos del mundo, pero, a su vez, ha sido carcomido por las disputas domésticas y por la injerencia extranjera. Desde el acuerdo Sykes-Picot de 1916, cuando los británicos y los franceses se repartieron la región, las tiranteces llevaron a disimular las guerras y los conflictos por los recursos bajo el manto de la política o de la religión. Los países ricos en petróleo y gas, expuestos a la volatilidad de los precios en el mercado internacional, padecen una maldición. La maldición de los recursos, como ocurre en Arabia Saudita. Sus ciudadanos, por regla general, soportan la desigualdad por el descuido de otros factores productivos.
En los últimos seis años, sobre todo después de la Primavera Árabe, la región tuvo dos caras. La de la violencia y la frustración, por un lado, y la de la globalización y la ostentación, por el otro. Dos caras y dos velocidades, con países sumidos en conflictos, como Siria, Irak y Libia, y países encaramados en las grandes ligas, como Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y Qatar. Unos exportaron refugiados y los otros se negaron a recibirlos mientras, más allá de los difusos límites de Medio Oriente, el terrorismo comenzaba a ser sinónimo de una frase con tono de amenaza cada vez más frecuente: “Allahu akbar (Dios en grande)”.
Una era parece terminar. La era de la proxy war (guerra por delegación) entre milicias que reciben apoyo y aliento de las potencias en pugna. Otra era parece comenzar. La era de las acciones directas. Arabia Saudita se ensaña contra Irán por el misil que los huthis, la insurgencia chiita de Yemen, lanzaron contra el aeropuerto de Riad en represalia por un bombardeo contra civiles. La defensa aérea que Arabia Saudita le compró a Estados Unidos interceptó el misil. Fue la primera vez que los huthis alcanzaron la capital. El reino sunita consideró que se trató de un “acto de guerra” y se reservó el derecho a responder. No a los huthis, sino a Irán.
Yemen, en guerra desde marzo de 2015, ha sido bloqueada por la coalición que comanda Arabia Saudita. Más de siete millones de personas se encuentran al borde de la hambruna y otros 17 millones sufren inseguridad alimentaria, según la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Entre los países de la coalición no hay una política exterior ni una de defensa coordinadas. Las monarquías comparten un destino común, pero cada una compra armas a cualquier precio. Los fabricantes europeos y norteamericanos se disputan los contratos. Eso les permitió a las monarquías presionar a Gran Bretaña y a Francia para endurecer y retrasar el acuerdo P-5+1 sobre el programa nuclear de Irán, principal soporte del dictador sirio Bashar al Assad.
Irán, líder chiita, está bajo la lupa de Estados Unidos, aliado de Arabia Saudita y de Israel, por el presunto incumplimiento del cese de su programa nuclear, acordado en 2015. La escalada de Arabia Saudita coincide con la purga palaciega que emprendió el rey Salmán, empeñado en consolidar el poder de su hijo favorito, el príncipe heredero Mohamed bin Salmán, alias MBS. También coincide con la dimisión, anunciada en Riad, del primer ministro libanés Saad Hariri por temor a sufrir un atentado como el que mató en 2005 a su padre, Rafik Hariri, primer ministro de 1992 a 1998 y de 2000 a 2004. Lo cometió Hezbollah, apadrinado por Irán.
El realineamiento de los países comienza en casa. En las entrañas de Arabia Saudita, Salmán rompió con los patrones tradicionales de consenso que caracterizaban a la familia real. Lanzó una campaña sin precedente contra la corrupción. Un comité reabrió el caso de las inundaciones de Yeddah, en 2009, que dejaron 122 muertos y 350 desaparecidos, y el del Síndrome Respiratorio de Oriente Medio (MERS), que irrumpió en Arabia Saudita en 2012.
Once príncipes, cuatro ministros y numerosos funcionarios, militares y empresarios están detenidos en el hotel Ritz-Carlton de Riad, donde se alojaron Donald Trump, en mayo de 2017, y Barack Obama, en marzo de 2014. Una jaula de oro.
El rey, en el trono desde 2015, le limpió la estantería a MBS, de modo de permitirle que encare su plan de reformas sin oposición. ¿En qué consisten esas reformas? El plan, titulado Visión 2030, contempla multiplicar por seis los ingresos no derivados del petróleo; incrementar las exportaciones no petroleras; poner en venta el cinco por ciento de Aramco, la petrolera nacional; crear un permiso de trabajo para extranjeros, de modo de mejorar el clima de inversión e impulsar el turismo; aumentar el número de peregrinos que concurren a La Meca y la participación de las mujeres en el mercado laboral, y fortalecer la lucha contra la corrupción.
El sucesor de Salmán, de 81 años, no era MBS, de 32, sino su sobrino, Mohamed bin Nayef, de 57 años, dueño y señor del Ministerio de Interior. La noche del 20 de junio, un grupo de príncipes y oficiales de seguridad acudieron al palacio Safa de La Meca a pedido del rey. Estaba a punto de concluir el Ramadán. La principal preocupación de los sauditas era cumplir con sus deberes religiosos. Los miembros de la realeza se encontraban en La Meca. El rey le comunicó a Bin Nayef, diabético y afectado por trastornos desde que sorteó un intento de asesinato en 2009, que no iba a ser su sucesor. Primero se rehusó. Luego cedió.
El decreto real selló su destino. Su oposición al boicot contra Qatar pudo haber influido en la decisión de Salmán de cortarle las alas. La prédica de MBS por un “islam moderado” derivó en las sanciones contra la pequeña monarquía del Golfo Pérsico. La sancionaron tanto Arabia Saudita como Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Bahréin y Yemen por haber apoyado al movimiento egipcio de los Hermanos Musulmanes, depuesto por el dictador Abdel Fatah al Sisi. MBS actuó en estéreo con Mohamed bin Zayed, príncipe heredero y hombre fuerte de Emiratos Árabes Unidos. Uno de sus mentores.
Arabia Saudita y Liechtenstein son los dos únicos estados cuyos nombres aluden a las familias dominantes. La dinastía Al Saud rige el destino del llamado Reino del Desierto desde el 1932. La maldición de los recursos, que en Arabia Saudita representan una quinta parte del total mundial, permitió al reino darle empleo a la mayoría de sus ciudadanos. La caída de los precios del petróleo afectó a la economía doméstica, pero, al mismo tiempo, asfixió a Irán. La historia tiene un lado B: Arabia Saudita financia en Reino Unido “la interpretación radical wahabita del islam”, según el think tank británico Henry Jackson Society. Es el modelo inspirador de los atentados terroristas. Una mosca en la sopa. La de la quimera reformista de MBS.
(*): Periodista, dirige el portal de información y análisis internacional El Ínterin, y es columnista en la Televisión Pública Argentina.