Carta de lectores.
En estos tiempos que corren, en donde a los ciudadanos les gustaría conocer el futuro, hasta incluso estarían quienes gasten algunos pesos en oráculos montados en plazas públicas, nos encontramos ante un niño recién nacido, Javier Narciso.
“–Vivirá hasta muy viejo, siempre y cuando no se conozca a sí mismo–”.
Nuestro protagonista creció mucho en poco tiempo, gracias a la agenda marcada por los medios televisivos, y se convirtió para la mitad del pueblo en un hermosísimo joven. Buen semblante, sólido, vivaz, audaz, intrépido, con excéntrica cabellera y patillas, y el precio hegemónico alto de sus celestes ojos. Aclamado, ha sido un despotricador serial, desparramando odio con vehemencia hacia a otros que pensaba distinto.
Frente a este impulso y al ritmo cardíaco de la prensa, decidió lanzarse a la caza en un bosque que mayormente contaba con un sol dorado equidistante, apoyado en una superficie blanca, contenida abajo y arriba por dos lazos del mismo cielo que sus ojos, digo color. Para aquellas travesuras se hizo de algunos elementos, tales como motosierras y bates de bancos, digo de beisbol.
En su transitar, apareció Eco, un pueblo dolido y sacudido por años de desesperanza, inflación y corrupción. El pueblo arrastraba un karma, más bien una maldición. Parlanchín intentó domar a un dios internacional, algo así como un fondo recurrente. Este pseudo salvador de crisis con furia advirtió: “–Eco, ya no volverás a hablar la primera. Desde hoy estarás condenada a repetir lo que otros digan–”.
Después, Eco vio por el bosque a Javier Narciso y por su atractivo comenzó a seguirlo, aunque -claro está-, sin poder hablarle. Al oír sus pasos, el joven Javier preguntó intrigado:
“–¿Hay alguien aquí?
–¡Aquí! – respondió Eco con alegría.
– No te escondas. Acércate…
–¡Acércate!
– Quiero que estemos juntos – continuó Narciso.
–¡Estemos juntos! –” repitió el pueblo y salió entre el follaje del albiceleste bosque con los brazos extendidos para abrazarlo.
Sin embargo, apenas la miró, el soberbio joven retrocedió y se burló sin piedad: “–¡Prefiero morirme a besarte!”.
Otro ejemplo más de la soberbia de nuestro Narciso, que se marchó a pesar de los ruegos de un pueblo sin voz primera, pero con ojos -ciegos-.
La maldición que pesaba sobre Eco depositó al pueblo, finalmente, en el bosque para siempre. Un cuerpo desaparecido que de a ratos repetía palabras que primero escuchaba de otras personas.
Javier Narciso siguió destratando otredades a diestra y siniestra, y más diestra que siniestra. Bah, no sé. En fin, siguió hasta que alguien desconocido se enojó y, por eso, invocó a la Diosa de la Venganza, que escuchó su suplica y actuó en consecuencia.
En un sector del bosque, donde no existía maíz, “¡nada!”; trigo, “¡nada!”; algodón, “¡nada!”; pero en donde sí había una fuente, se acercó Javier y, al ver un destello de luz -algo parecido a los brillos de un estudio de televisión-, se miró en el agua tranquila. En ese instante, observó su rostro reflejado, enamorándose de su belleza. En verdad, creyó verse -así como ya había visto a su pareja disfrazada de él-, aunque vio reflejado a otro narcisista también de ojos claros. Ambos tenían en común la destrucción de líderes que crecían a sus alrededores, posiblemente por sus egos intolerantes a la competencia; pasando de ser monarcas a tiranos despiadados.
El reflejo brillante de Mauricio, que paradójicamente significa moreno, fue lo más parecido al amor. “¡Cuántas veces acercó sus labios al agua intentando besar la imagen! Pero, una y otra vez, esta se desvanecía en ondas concéntricas, y lo mismo ocurría cuando intentaba abrazarla. Pasaron días y días, y el amor lo retenía junto a la fuente. Sus rosadas mejillas se volvieron amarillentas, su cuerpo fue perdiendo el vigor”. Sí, justo amarillentas…
“–¡Sal del agua! – suspiraba Narciso –. No te comprendo. Me sonríes cuando te sonrió. Contestas a mis palabras con otras que no puedo oír. Correspondes a mis abrazos, pero no puedo tocarte… Abandona la fuente para que podamos estar juntos”. Sí, juntos…
Luego, entendió todo. Comprendió que era su reflejo en el agua y se dijo: “¡Amo un imposible!”. Entre tanta congoja, Javier Narciso suspiraba “¡Ay!” y en del fondo del bosque, de la garganta del pueblo -poderosa y no profunda-, Eco replicaba “¡Ay! ¡Ay!”, estremecido por el triste final.
La profecía del oráculo autocumplida una vez más. Narciso murió cuando se conoció a sí mismo -o cuando se topó con un par prácticamente idéntico-.
Por eso, para él esta es la elección más importante de los últimos cien años; porque es la suya. Su narcicismo así lo vive -como quien cree que se puede pescar cualquier enfermedad fatal que anda dando vueltas por ahí. ¿Por qué la enfermedad me buscaría primero a mí, antes que a otros? Por narcisismo-. Si bien esta es una elección importante, es igual de importante que todas las otras.
Así, “[e]n el lugar donde había yacido el joven junto a la fuente, había brotado una bella y delicada flor amarilla, a la que llamaron narciso”.
Por Pablo Obiaño
DNI: 36.834.718
*Citas de Eco y Narciso en Mitos Clasificados 2, Pedro Calderón de la Barca, editorial Cántaro, Bs. As., 2003, pág. 55 y ss.