Una visita guiada por el verdadero comienzo del "El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha": el prólogo. Saltearse este paratexto sería un desperdicio, porque la ficción empieza ahí mismo.
Por Nomi Pendzik
Pocos libros hay en el mundo tan famosos como el Quijote. Quien más, quien menos, todos conocemos las hazañas de ese caballero flaco y desgarbado que, por haberse atiborrado de libros de caballerías, enloqueció y se inventó una realidad a la medida de sus propias ficciones.
Y si preguntáramos cómo empieza el libro, seguramente nos contestarían: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”. Pero no es ese el comienzo. En realidad —descontando la dedicatoria—, el Quijote empieza con una apelación bien directa: “Desocupado lector”, nos dice en el prólogo.
¿Qué es un prólogo? Es un paratexto, es decir, un componente de ese conjunto de elementos variados que rodean al texto principal, y que colaboran con los lectores para su mejor comprensión: títulos, índices, notas al pie, incluso aspectos formales como la tipografía o la diagramación. Y díganme, con una mano en el corazón, ¿no es cierto que —salvo casos especiales, como la necesidad de estudiar una obra o el amor desaforado por el autor o el prologuista— nos salteamos los prólogos, para meternos de lleno en la ficción? Hacer eso, en el Quijote, sería un desperdicio. Porque la ficción empieza ahí mismo.
Una de las costumbres literarias más arraigadas de la época —el prólogo pertenece a la primera parte del libro, publicado en 1605— era la profusión de paratextos destinados a presentar la obra, conquistar al lector y destacar la importancia de quienes escriben sus comentarios elogiosos. Burlándose de esa práctica, en su prólogo Cervantes se queja de que no sabe qué escribir en él, y tampoco consigue quien componga loas para su pobre caballero. Cosa que después, y gracias al consejo de un amigo —¿imaginario?– resuelve con dos estrategias que ustedes conocerán al leerlo, después de estas palabras mías. Y entretanto, la introducción se va armando, literalmente, frente a nuestros ojos.
Es decir que, desde la primera palabra de este prefacio, Cervantes propone un juego ficcional. Conversando con el lector, introduce a sus protagonistas como si fueran personas reales, revela su objetivo de defenestrar los libros de caballerías, presenta el tono burlón que dominará casi toda la obra. Al mismo tiempo, proporciona algunos datos sobre sí mismo y sus contemporáneos —los estudiosos afirman que la mayoría de sus dardos apuntan a su archienemigo Lope de Vega—. Incluso siembra un enigma sobre la paternidad de don Quijote —esto se resolverá recién en el capítulo 9— y detalla el estilo literario que elige: llano, sonoro, significativo. Y por si fuera poco, se da el lujo de señalarnos qué clase de lector prefiere que seamos.
Por todo esto, por favor, cuando lean el Quijote, no se salteen el prólogo.
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“El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha”
de Miguel de Cervantes Saavedra
Prólogo
Desocupado lector: sin juramento me podrás creer que quisiera que este libro, como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más gallardo y más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo contravenir al orden de naturaleza, que en ella cada cosa engendra su semejante. Y, así, ¿qué podía engendrar el estéril y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno, bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación? El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu son grande parte para que las musas más estériles se muestren fecundas y ofrezcan partos al mundo que le colmen de maravilla y de contento. Acontece tener un padre un hijo feo y sin gracia alguna, y el amor que le tiene le pone una venda en los ojos para que no vea sus faltas, antes las juzga por discreciones y lindezas y las cuenta a sus amigos por agudezas y donaires. Pero yo, que, aunque parezco padre, soy padrastro de don Quijote, no quiero irme con la corriente del uso, ni suplicarte casi con las lágrimas en los ojos, como otros hacen, lector carísimo, que perdones o disimules las faltas que en este mi hijo vieres, que ni eres su pariente ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo y tu libre albedrío como el más pintado, y estás en tu casa, donde eres señor de ella, (…), y, así, puedes decir de la historia todo aquello que te pareciere, sin temor que te calumnien por el mal ni te premien por el bien que dijeres de ella.
Sólo quisiera dártela monda y desnuda, sin el ornato de prólogo, ni de la innumerabilidad y catálogo de los acostumbrados sonetos, epigramas y elogios que al principio de los libros suelen ponerse. Porque te sé decir que, aunque me costó algún trabajo componerla, ninguno tuve por mayor que hacer esta prefación que vas leyendo. Muchas veces tomé la pluma para escribille, y muchas la dejé, por no saber lo que escribiría; y estando una suspenso, con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete y la mano en la mejilla, pensando lo que diría, entró a deshora un amigo mío, gracioso y bien entendido, el cual, viéndome tan imaginativo, me preguntó la causa (…).
—Porque ¿cómo queréis vos que no me tenga confuso el qué dirá el antiguo legislador que llaman vulgo cuando vea que, al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a cuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de conceptos y falta de toda erudición y doctrina, sin acotaciones en las márgenes y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos y profanos, tan llenos de sentencias de Aristóteles, de Platón y de toda la caterva de filósofos, que admiran a los leyentes y tienen a sus autores por hombres leídos, eruditos y elocuentes? (…) Yo me hallo incapaz de remediarlas, por mi insuficiencia y pocas letras, y porque naturalmente soy poltrón y perezoso de andarme buscando autores que digan lo que yo me sé decir sin ellos. (…)
Mi amigo, dándose una palmada en la frente y disparando en una carga de risa, me dijo:
— (…) Lo primero en que reparáis de los sonetos, epigramas o elogios que os faltan para el principio, y que sean de personajes graves y de título, se puede remediar en que vos mismo toméis algún trabajo en hacerlos, y después los podéis bautizar y poner el nombre que quisiéredes, (…); y cuando (…) hubiere algunos pedantes y bachilleres que por detrás os muerdan y murmuren de esta verdad, no se os dé dos maravedís, porque, ya que os averigüen la mentira, no os han de cortar la mano con que lo escribistes. (…) Y pues esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo, pintando en todo lo que alcanzáredes y fuere posible vuestra intención, dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos. Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada de estos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más; que, si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco.
Con silencio grande estuve escuchando lo que mi amigo me decía, y de tal manera se imprimieron en mí sus razones, que, sin ponerlas en disputa, las aprobé por buenas y de ellas mismas quise hacer este prólogo, en el cual verás, lector suave, la discreción de mi amigo, la buena ventura mía en hallar en tiempo tan necesitado tal consejero, y el alivio tuyo en hallar tan sincera y tan sin revueltas la historia del famoso don Quijote de la Mancha, de quien hay opinión, por todos los habitadores del distrito del campo de Montiel, que fue el más casto enamorado y el más valiente caballero que de muchos años a esta parte se vio en aquellos contornos. Yo no quiero encarecerte el servicio que te hago en darte a conocer tan noble y tan honrado caballero; pero quiero que me agradezcas el conocimiento que tendrás del famoso Sancho Panza, su escudero, en quien, a mi parecer, te doy cifradas todas las gracias escuderiles que en la caterva de los libros vanos de caballerías están esparcidas. Y con esto Dios te dé salud y a mí no olvide. Vale.