Cultura

Itinerarios de lectura: los inocentes niños terribles de Silvina Ocampo

Los niños protagonistas de sus cuentos, con infantil inocencia, cometen delitos –y los cuentan– con un candor que nos impulsa a mirarlos con ternura, incluso a desculpabilizarlos. ¿Será que no saben lo que hacen?

Por Nomi Pendzik

Dicen que la infancia es una etapa maravillosa, el paraíso perdido al que desearíamos volver desde la desencantada adultez. Pero, tanto en la realidad como en la ficción, hay infancias felices y otras a las que sus protagonistas no volverían ni forzados –sin ir más lejos, pensemos en los pobres huérfanos de Dickens, o en la más contemporánea niñez de Harry Potter–, soportando los maltratos de sus insensibles parientes.

En muchos de los relatos de la escritora argentina Silvina Ocampo, la ecuación cambia. Los niños protagonistas, con infantil inocencia, cometen delitos –y los cuentan– con un candor que nos impulsa a mirarlos con ternura, incluso a desculpabilizarlos. ¿Será que no saben lo que hacen? ¿Desconocen las consecuencias de sus acciones? Parecen no tener una pizca de malicia, y sin embargo… Veamos algunos ejemplos.

En “La boda”, la narradora de siete años provoca una tragedia; confiesa su fechoría; nadie le cree. En “El vendedor de estatuas”, un chico travieso se vuelve asesino; y le importa un rábano. En “El vestido de terciopelo”, una modista le prueba un vestido a una señora, con desastrosas consecuencias, y la narradora, con su lenguaje de ocho años, comenta todo diciendo “¡Qué risa!”.

El cuento que les traigo hoy está organizado como una conversación telefónica de la que escuchamos a uno solo de los interlocutores: un adulto relata un hecho atroz ocurrido en su infancia. Como si fuera un chico todavía, narra los hechos y sus propias acciones y sentimientos sin juzgarlos, con la objetividad de un niño cronista. Y así, nos plantea una paradojal disyuntiva: ¿hasta dónde se es verdaderamente inocente?

***

“Voz en el teléfono” de Silvina Ocampo

(En ‘Cuentos completos’, Vol. I, Emecé, 1999)

No, no me invites a casa de tus sobrinos. Las fiestas infantiles me entristecen. Te parecerá una macana. Ayer te enojaste porque no quise encender tu cigarrillo. Todo está relacionado. ¿Que estoy loco? Tal vez. Ya que nunca puedo verte, terminaré por explicar las cosas por teléfono. ¿Qué cosas? La historia de los fósforos. Detesto el teléfono. Sí. Ya sé que te encanta, pero a mí me hubiera gustado contarte todo en el auto, o saliendo del cine, o en la confitería. Tengo que remontarme a los días de mi infancia.

—Fernando, si jugás con fósforos, vas a quemar la casa —me decía mamá, o bien—: Toda la casa va a quedar reducida a un montoncito de cenizas—o bien—: Volaremos como fuegos de artificio.

¿Te parece natural? A mí también, pero todo eso me inducía a tocar fósforos, a acariciarlos, a tratar de encenderlos, a vivir por ellos. ¿Te sucedía lo mismo con las gomas de borrar? Pero no te prohibían tocarlas. Las gomas de borrar no queman. ¿Las comías? Esa es otra cosa. Los recuerdos de mis cuatro años tiemblan como iluminados por fósforos. La casa donde pasé mi infancia, ya te dije que era enorme: se componía de cinco dormitorios, dos vestíbulos? dos salas con el cielo raso pintado, con nubes y angelitos. ¿Te parece que vivía como un rey? No creas. (…)

Las alfombras, las arañas y las vitrinas de la casa me gustaban más que los juguetes. Para el día de mi cumpleaños, mi madre organizó una fiesta. Invitó a veinte varones y veinte mujeres para que me trajeran regalos. Mi madre era previsora. ¡Tenés razón, era un amor! Para el día de la fiesta los sirvientes sacaron las alfombras, los objetos de las vitrinas que mi madre reemplazó por caballitos de cartón con sorpresas y automovilitos de material plástico, matracas, cornetas y flautines, dedicados a los varones; pulseras, anillos, monederos y corazoncitos a las mujeres.

En el centro de la mesa del comedor colocaron la torta con cuatro velitas, los sándwiches, el chocolate servido. Algunos niños llegaron (no todos con regalos) con sus niñeras, otros con sus madres, otros con una tía o una abuela. Las madres, tías o abuelas se sentaron en un rincón para conversar. Yo las escuchaba de pie, soplando en una corneta que no sonaba. (…)

Después de la distribución de globos y de la representación de títeres (donde Caperucita Roja me aterró como el lobo a la abuela, donde la Bella me pareció horrorosa como la Bestia), después de apagar las velas de mi torta de cumpleaños, seguí a mi madre a la salita más íntima de la casa, donde se encerró con sus amigas, entre los almohadones bordados. Conseguí esconderme detrás de un sillón, pisotear el sombrero de una señora, sentado en cuclillas, apoyado contra la pared, para no perder el equilibrio. Ya sé que soy un bruto. Las señoras reían tanto que apenas comprendía yo las palabras que pronunciaban. Hablaban de corpiños, y una de ellas se desabotonó la blusa hasta la cintura para mostrar el que llevaba puesto: era transparente como una media de Navidad, pensé que tendría algún juguete y sentí deseos de meter la mano adentro. (…)

Olvidé que estaba escondido y me puse de pie para ver mejor el entusiasmo, con tintineo de pulseras y collares, de las señoras. Mi madre al verme cambió de voz y de rostro como frente al espejo se alisó el pelo y se acomodó las medias; apagó con ahínco el cigarrillo en el cenicero retorciéndolo dos o tres veces Me tomó de la mano y yo, aprovechando su turbación, robé los fósforos largos y lujosos que estaban sobre la mesa, junto a los vasos de whisky. Salimos del cuarto.

—Tenés que atender a tus invitados—dijo mi madre con severidad—. Yo atiendo a los míos.

Me dejó en la sala desmantelada, sin alfombra, sin los objetos habituales de las vitrinas, sin los muebles más valiosos, con los caballitos de cartón vacíos, con las cornetas y flautines en el suelo, con los automovilitos todos con dueños que eran impostores para mí. (…) Advertí que faltaban algunos regalos, pues yo atentamente los había contado y examinado en el momento de recibirlos. Pensé que estarían en otro lugar de la casa y ahí empezó mi peregrinación por los corredores que me llevaron al tacho de basura donde desenterré unas cajas de cartón y papeles de diario que triunfalmente llevé a la sala desmantelada. (…)

Después de muchas vacilaciones, muchas dificultades para entrar en relación con los niños nos sentamos en el suelo para jugar con los fósforos. (…)

Hicimos construcciones, planos, casas, puentes con los fósforos, les doblamos las puntas, durante un largo rato. No fue sino después, cuando llegó Cacho con los anteojos puestos y una billetera en el bolsillo que tratamos de encender los fósforos. Primero quisimos encenderlos en la suela de los zapatos, después en la piedra de la chimenea. A la primera chispa nos quemamos los dedos. Cacho era muy sabio y dijo que sabía no sólo preparar, sino encender una fogata. Él tuvo la idea de cercar la antecocina, donde estaba su niñera, con fuego. Yo protesté. No teníamos que desperdiciar fósforos en niñeras. Esos fósforos lujosos estaban destinados para la salita íntima donde los había encontrado. Eran los fósforos de nuestras madres. En puntas de pie nos acercamos a la puerta del cuarto donde se oían las voces y las risas. Yo fui el que cerré la puerta con llave, yo fui el que saqué la llave y la guardé en el bolsillo. Apilamos los papeles en que venían envueltos los regalos, las cajas de cartón con paja; algunos diarios que habían quedado sobre una mesa, las basuras que había juntado, unos leños de la chimenea, donde nos sentamos un rato para mirar la futura hoguera. Oímos la voz de Margarita, su risa que no he olvidado, diciendo:

—Nos encerraron con llave.

Y la respuesta de no sé quién:

—Mejor, así nos dejan tranquilas.

Al principio el fuego chisporroteaba apenas, luego estalló, creció como un gigante, con lengua de gigante. Lamía el mueble más valioso de la casa, un mueble chino con muchos cajoncitos, decorado con millones de figuras que atravesaban puentes, que se asomaban a las puertas, que paseaban en la orilla de un río. Millones y millones de pesos le habían ofrecido a mi madre por ese mueble, y nunca lo quiso vender a ningún precio. ¡Te parece, una lástima! Mejor hubiera sido venderlo. Retrocedimos hasta la puerta de entrada donde acudieron las niñeras. Retumbaron las voces pidiendo auxilio en la larga escalera de servicio. El portero, que estaba conversando en la esquina, no llegó a tiempo para hacer funcionar el extinguidor de incendios. Nos hicieron bajar a la plaza. Agrupados debajo de un árbol vimos la casa en llamas, y la inútil llegada de los bomberos. ¿Ahora comprendes por qué no quise encender tu cigarrillo? ¿Por qué me impresionan tanto los fósforos? ¿No sabías que era tan sensible? Naturalmente, las señoras se asomaron a la ventana pero estábamos tan interesados en el incendio que apenas las vimos. La última visión que tengo de mi madre es de su cara inclinada hacia abajo, apoyada sobre un balaustre del balcón. ¿Y el mueble chino? El mueble chino se salvó del incendio, felizmente. Algunas figuritas se estropearon: una de una señora que llevaba un niño en los brazos y que se asemejaba un poco a mi madre y a mí.

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