Cultura

Itinerarios de lectura: literatura con la guardia en alto

El texto que trae Nomi Pendzik en su nueva visita guiada fue escrito por Francis García Reyes. Es un fragmento de "Tito Roque", novela todavía inédita.

Por Nomi Pendzik

No es necesario amar el boxeo para disfrutar cuentos como “Torito”, de Julio Cortázar, o “Por un bistec”, de Jack London. Un escritor genial es capaz de emocionarnos con cualquier asunto.

El texto que les traigo hoy fue escrito por Francis García Reyes. Es un fragmento de “Tito Roque”, novela todavía inédita. Transcurre en Vargas, Venezuela, y cuenta la historia del Tito Roque del título, un adolescente que surge de la marginalidad extrema y que encuentra la oportunidad de cambiar su vida a trompada limpia. Pero en la pelea de entrenamiento que leerán a continuación verán algo más que un mero intercambio de golpes y técnicas destinadas a vencer al contrincante.

La acción está contada desde varios puntos de vista, mediante un narrador omnisciente que alterna su focalización: a veces se centra en Tito; otras en el Catire, su rival –por razones de espacio, en el fragmento que elegí no figuran las perspectivas que tienen de esta lucha el entrenador y su ayudante–. Este punto de vista múltiple, estereoscópico, aporta para el lector una gama de sensaciones y emociones que de otro modo no podría apreciar. Destaquemos también el preciso uso de la jerga pugilística, la riqueza del lenguaje regional, y en especial la creación de neologismos para describir percepciones y sentimientos complejos o imposibles de nombrar con los términos habituales.

Quizás algunos hayamos guanteado alguna vez –yo misma entrené con mi marido, tiempo atrás–, pero…, ¡cuánto más cerca estamos de sentirnos dentro del ring con un relato como este! Por eso amo la literatura: de solo pensar en la multiplicidad de vidas vivimos gracias a ella, se me eriza la piel; y lo mismo les sucederá a ustedes ahora, leyendo a Francis García Reyes.

***

Toro mata

(Fragmento del capítulo 13 de “Tito Roque”)

Por Francis García Reyes

Después del precalentamiento –soga, saco, pera–, Morocho ayudó a Tito y al Catire a colocarse el equipo de protección. Les indicó a los dos unas cuantas normas. Salió del ring, se apostó en una de las esquinas y, haciendo sonar el silbato, se dispuso a observar.

Minutos más tarde, a Tito los guantes empezaban a pesarle más que sacos de cemento. Además, el maldito casco le apretaba demasiado y no lo dejaba ver bien. Al comienzo del primer round, queriendo demostrarle a Morocho que sabía pelear, había lanzado con todas sus fuerzas un montón de golpes seguidos. Pero el rubiecito se libró de aquel remolino de coñazos, tan sólo moviendo la cabeza y adelantando la guardia para que los bombazos aterrizaran contra el acolchado de los guantes. (…)

En medio de la desorientación, Tito quiso voltear a mirar a Morocho para que le diera indicaciones. Pero, temiendo descubrir una cara decepcionada, desvió la vista a la lona, y fue que el Catire aprovechó el descuido arremetiendo contra la jeta de su rival con una limpia y sencilla serie de uno-dos.

El silbato sonó (…), y, para alivio de Tito, que aún no sabía cómo iba esa vaina de esquivar, dejaron de machacarlo. Aunque aquello no se iba a terminar hasta que se desquitara de la coñaza que acababan de darle, así que se lanzó de nuevo contra aquel mierda de rubio hijo de puta…, ¡que con un contundente jab a traición lo frenó en seco! Le dio justo en el huesito de la nariz, donde más duele, provocando que se le saltaran las lágrimas. Y ahí fue que Tito cargó como un toro salvaje contra el maricón del Catire, pero una mano en el pecho lo detuvo: Morocho, que con un gesto lo mandó a la esquina.

—Venga, campeón —dijo, mientras Tito se sobaba la nariz con el acolchado del guante—. Muy buen asalto, pero aquí el silbato es como la campana en una pelea: cuando yo le dé un pitazo, usted me tiene que parar, y automáticamente se me vuelve a su rincón del ring. —Y Morocho acompañó con un buen sopapo estas palabras—: ¿Está claro?

Una negra y densa mezcla de sangrevergüenzafuria le bullía en la cabeza a Tito. El sopapo aquel era un baldecito más de odio echado a aquel pantano, que ya estaba por desbordarse. (…)

El Catire resoplaba, pero no mucho. (…) Sabía mantenerse fuera del alcance de las locas arremetidas del nuevo. Igual, no estaba del todo tranquilo.

—No te preocupes —le había dicho el señor Morocho, antes de empezar, mientras le ayudaba con las vendas—. Es un sparring de nada. El chiquitín apenas está empezando, y aún no sabe ni lanzar bien los jabs. Pero eso sí. —El míster peló los ojos y torció la boca en mueca de advertencia hacia el “chiquitín” que, al otro lado del ring, se encontraba despatarrado sobre las cuerdas, con mirada asesina—. Eso sí te digo: no te confíes, rubito, que, aunque parezca que le hace falta una buena arepa (…), pega duro, y bien duro. Y seguro te tira a matar. Así que mantén la distancia, hazle trabajar las piernas, y deja que se canse. Márcalo con el uno-dos. Y, sobre todo, cúbrete bien. (…)

Aquella mañana, el Catire hubiese preferido no ir. De hecho, ¿por qué practicaba boxeo? Con lo cómodo que se estaba en casa, bien a todo lo largo del colchón, leyendo La espada salvaje de Conan y las aventuras de Sandokán, de ese Salgari, y sin que ninguno de esos piratas dibujados le machacara la nariz al dar vuelta una nueva página.

Bueno, no sé. Pero ya que estoy aquí… Y un volado de Tito que le pasó rozando la quijada, y otro guantazo que le pasó silbando junto a la oreja cortaron su pensadera: el aquí y ahora se imponía, lo estaba reclamando. (…)

Un furioso volado de Tito directo a su barbilla restalló con tanta ¡¡¡pumfuerza!!! que al Catire se le puso china la piel del cogote. Por suerte había recogido rápido el brazo, y medio se había cubierto la mandíbula con el guante, que si no, a tomar batidos y cremitas de pato. (…)

Mordiendo el bucal hasta sangrar por las encías, puso en juego todo lo que había estado aprendiendo durante los últimos nueve meses: esperó el momento en que Tito se fundió, justo después de un volado de izquierda, y le lanzó una pequeña —pero bien cargada de arrechera— combinación de uno-dos, terminando con un gancho que se estrelló contra las costillas de Tito y le aplastó los pulmones para doblarlo como a una servilleta. Pero el loco se mantuvo en pie, y la emprendió con otra loca ráfaga que tomó de sorpresa al Catire. ¡¿Loco del carajo —y perdón, Señor, por la grosería—, loco del carajo triple hijo de mil putas, no te cansas de recibir!?

Mientras, las peras del gimnasio dejaron de resonar, las sogas dejaron de chasquear contra el parquet y las bolsas de arena dejaron de descoserse: los demás muchachos de la escudería iban abandonando poco a poco lo que estaban haciendo para ver el sparring, ese titánico guanteo que ya más se parecía a una pelea estelar. (…)

Al igual que con la anterior metralla, el Catire quiso esquivar a Tito y esperar hasta que se fundiese, así que adelantó la guardia y lanzó jabs, mientras empezaba a moverse a los lados. Pero un pisotón lo sorprendió haciéndole tropezar, y uno de aquellos puños locos, cual maza loca, le fue volando locamente a la cara.

(…) Tito ya se estaba desquiciando por cómo ese rubiecito del carajo seguía amortiguando todos sus golpes con los guantes adelantados, y él ya se encontraba más fundido que una vela. Hacía rato que le costaba respirar por la nariz, y tenía miedo de abrir demasiado la boca, no fuera que con uno de esos contras el mariquita le tumbara los dientes. Había intentado parar para recuperar el aliento, pero el maldito aquel aprovechaba cada pausa suya y lo reventaba a coñazos. Quería esquivar como le hacían a él, moviéndose y tal, pero no sabía un carajo de cómo hacerlo. El picor del sudor le hacía jodío mantener abiertos los ojos: ¿de dónde mierda le llegaban los golpes? Además (…), en una de esas que subió demasiado los brazos le metieron un puño directo al estómago, que se le salió el alma, aunque no se desmayó. Lo único que le quedaba era seguir tirando golpes y seguir y seguir y seguir. Y fue que entonces vio la suya, su chance de desquitarse: ¡el rubio adelantaba la pierna izquierda al lanzar jabs!

No lo pensó dos veces, y antes de que el rubio pudiera reaccionar le encajó un pisotón en aquel pie adelantado, y soltó un bolado tan fuerte que él mismo se desequilibró y terminó cayéndose y amortiguando la caída con la nariz y con la bemba.

Pero sintió que el golpe había dado. En alguna parte, pero había dado. (…)

Entre jadeos, Tito intentó incorporarse. Al límite de sus fuerzas, no creía que pudiera dar un paso más. Alzó la vista, y supo que una mancha blanca volaba hacia su cara como un peñón, y lo siguiente que supo fue que el mundo se había convertido en una pulpa borrosa y duplicada. Pero se recuperó enseguida, y el ring volvió a ser el ring, y vio que Morocho sujetaba al maricón del Catire.

—¡Nooo, valeee! —gritaba el Catire—. ¡El loco e’ bola ese me pisó el pie! (…)

Las otras bestias de la escudería cercaban el ring: olisqueaban la sangre, el conflicto, la química del odio.


(*) Para leer las anteriores notas de la columna “Itinerarios de lectura” de Nomi Pendzik, hacer clic acá.

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