Nomi Pendzik propone una nueva visita guiada, en este caso, por los parques de Julio Cortázar, a partir de uno de sus relatos más famosos: "Continuidad de los parques".
Por Nomi Pendzik
Queridos lectores, hoy les propongo una visita interminable. Vamos a pasear por los parques que nos propone Julio Cortázar en uno de sus relatos más famosos, y después nos encontramos para conversar.
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Continuidad de los parques
Julio Cortázar
(…) Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida.
Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.
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¿Por qué les dije que era una visita interminable? Porque este cuento, una cinta de Moebius hecha de palabras, no tiene fin.
Encontramos en él dos planos: uno es el plano de la “realidad” -lo llamaremos así más que nada por comodidad-, en el que un señor adinerado se dedica a leer una novela. El otro plano es el de la “ficción”, es decir, lo que ocurre en la novela que este señor lee: una pareja de amantes se ha confabulado para asesinar al esposo de la mujer. El asesino debe matar a un hombre sentado en un sillón de terciopelo verde. El hombre arrellanado en su sillón de terciopelo verde lee una novela cuyo desenlace fatal lo implica directamente. En el desenlace, los dos planos confluyen. ¿La ficción se volvió realidad? ¿El hombre está leyendo su propio final, su propia historia? ¿El asesino mata al lector de la novela? ¿Los personajes de la ficción salieron del libro o el hombre del sillón se metió dentro de la historia que el libro le ofrecía? Son muchas las preguntas que el lector se formula cuando termina de leer “Continuidad de los parques”. Acaso las mismas que le despierta la contemplación de las obras del infinito Escher.
Pero, al margen de las preguntas referidas a las cuestiones argumentales o de interpretación, hay otra que surge casi naturalmente: ¿cómo hizo Cortázar para lograr esto? Veamos.
Gran parte de la magia de este relato consiste en la puntillosa selección de las palabras. Hay, por un lado, un conjunto de palabras o frases referidas al primer personaje que aparece. El hombre que lee la novela está asociado a términos como “mayordomo” o “sillón de terciopelo verde”. Se nos informa, además, que está de espaldas a la puerta. Estos datos fundamentales se reiteran más adelante y colaboran en la identificación del personaje tanto en el comienzo como en el final del relato. Por otro lado, hay un grupo de vocablos referidos a la literatura o, más precisamente, a la narrativa: “novela”, “protagonistas”, “imágenes”, “capítulos”… Y lo más interesante es analizar cómo están distribuidos esos términos.
Al comienzo, es clarísimo que trata la historia de alguien que lee una novela; las palabras que nos relatan esa circunstancia remiten a la literatura: “la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida”. La última mención a lo literario aparece hacia el final del primer párrafo, en esta oración: “Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre”. Se habla de diálogo -con una valoración digna de un crítico literario-, se menciona la palabra “páginas”, y se confirma que el destino de quienes intervienen en esta historia es inmutable. Claro: el escritor ya ha sellado ese destino. La comparación del diálogo con el arroyo resulta muy apropiada. No es un arroyo común, que evoca la imagen del agua cantarina y fresca: es un arroyo de serpientes, que sugiere una sensación espesa y maligna.
El hacendado, entonces, se dispuso a leer, y terminó metiéndose en el mundo de la novela -situación encantadora, que los lectores ávidos conocemos muy bien-: “Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba”. A medida que va compenetrándose con la historia que narra esa novela, el lector se va desligando de su realidad. A tal punto que, cuando llega a la escena de la cabaña en el monte, el narrador no nos dice “leyó”, sino “fue testigo”. Como si ese hombre, en lugar de leer repantigado en su sillón verde, estuviera presente en ese último encuentro clandestino de los amantes.
Después de recordarnos, con una frase ambigua, que “todo estaba decidido desde siempre”, no hay más referencias a la literatura. Y son ya los amantes -no “los héroes”- quienes van a completar su terrible misión. El punto de vista desde donde se ubica el narrador es ahora el del hombre que va a cometer el crimen. Sabemos lo que piensa y siente este nuevo personaje. Incluso podemos percibir “la sangre galopando en sus oídos”. Nervioso, agitado pero inexorable, él sigue adelante en busca de su víctima.
Y a partir del momento en que este asesino entra en la casa, cuando recuerda las instrucciones que le ha dado la mujer, ya no hay un solo verbo conjugado. El autor ha eliminado esas palabras, deliberadamente. ¿Por qué? O mejor dicho, ¿para qué? En un aspecto, la elipsis -la eliminación de una palabra o frase o incluso de escenas o situaciones completas, eliminación que no afecta al sentido ni a la comprensión del texto- es un recurso muy útil para lograr la intervención del lector. Como no se explicita, el lector repone aquello que falta, rellena los huecos que deja el texto. Uno piensa, por ejemplo: “primero hay una sala azul, después se ve una galería, termina en una escalera alfombrada”. Además, con la eliminación de los verbos, Cortázar le da al final de este relato un matiz de intemporalidad, que contribuye a lo que podríamos llamar el “efecto Moebius”. ¿El hacendado sigue leyendo, o muere a manos del amante de su mujer? No lo sabemos, porque nos ha dejado para siempre esta imagen del asesino blandiendo el puñal detrás del hombre plácido que lee su novela.
Los límites entre ficción y realidad se han vuelto tenues, inestables.
Por eso, queridos lectores, la próxima vez que se sientan inmersos en un relato, tengan mucho cuidado. No vaya a ser que alguien, oculto entre las tinieblas, venga a interrumpirles violentamente esa maravillosa ensoñación.