Segunda entrega de la visita guiada literaria de Nomi Pendzik, en la que aborda aspectos de la literatura de George R. R. Martin.
Por Nomi Pendzik
El novelista y guionista norteamericano George R. R. Martin (75) no necesita de grandes presentaciones. Baste con decir que es el autor de la famosa saga de fantasía épica Canción de hielo y fuego, que empezó a publicarse en 1996 —aún no está terminada: según su autor, faltan dos libros— y fue adaptada como serie para la cadena HBO por David Benioff y D. B. Weiss con el título de Juego de tronos, y emitida entre 2011 y 2019. En estas novelas, a partir de los recursos propios de las historias de aventuras, Martin ha creado y desarrollado un deslumbrante universo, una cosmogonía multiforme y al mismo tiempo muy coherente. La construyó sobre elementos propios del género de la fantasía medieval, sabiamente combinados en una complejísima trama, con intrigas políticas, personajes verosímiles y situaciones sobrenaturales. Un mundo de conflictos y traiciones en el que no se escatiman al lector ni la violencia ni la perversión. Y todo esto, presentado en escenas sumamente vívidas: Martin nos hace sentir que estamos viviendo cada circunstancia. Veamos un ejemplo tomado del capítulo 41 del segundo libro, Choque de reyes (Buenos Aires, Debolsillo, 2019; en traducción de Cristina Macía, Adela Ibáñez y Natalia Cervera).
La escena que transcribimos transcurre en la ciudad llamada Desembarco del Rey, gobernada por el cruel y egoísta Joffrey Baratheon, quien es hijo de Cersei Lannister en incestuosa relación con su mellizo Jaime, cosa que nadie ignora en todos los reinos del Poniente, el continente ficticio en que transcurre gran parte de la historia. Los Lannister están inmersos en una feroz guerra por el trono contra otros reinos, y ya han sufrido algunas derrotas. Ese día, el rey Joffrey, su madre, su prometida Sansa Stark y una comitiva de la corte han ido al puerto a despedir a la princesa Myrcella, que navega hacia otro reino a afianzar vínculos con los aliados. Para volver al palacio, deben atravesar la ciudad. Y el pueblo, hambreado por la falta de suministros durante la guerra, y harto de las actitudes soberbias con que lo ningunean los despiadados Lannister, entra en rebelión. Vemos acá el contraste entre las preocupaciones de la corte y los problemas que enfrenta la gente común. Y comprendemos que el odio es la chispa que enciende el tumulto, y que deviene en una revuelta signada por horribles violaciones y muertes.
Una tensión creciente recorre la escena, narrada en tercera persona por un narrador omnisciente que cuenta desde el punto de vista de Tyrion Lannister, el enano, consejero y tío del joven rey —Mano del Rey es su título—. Tyrion es sumamente crítico del monarca, y más lo es de su pérfida hermana Cersei, y la narración fluctúa entre la descripción objetiva de los hechos y la mirada impotente del consejero. Muy breves líneas de diálogo se entrelazan con las acciones de los personajes, y por eso en el texto predominan los verbos. Los hay de actividad —corrió, se inclinó, bajó, señalaban—, otros que reflejan el modo en que los personajes dicen sus parlamentos —chilló, ordenó, suplicó, maldecían— y también aquellos verbos que implican percepción sensorial —no llegó a ver, oyó.
Gran parte de la dinámica fuerza de la escena recae en los diálogos rápidos y vivaces. Cada personaje se pinta a sí mismo en lo que dice y en cómo lo dice. Así vemos a la despectiva Cersei, a la misericordiosa Sansa o al escandaloso Joffrey, que no quiere renunciar a sus caprichos. Estas líneas de diálogo, que al comienzo de la escena identifican claramente a quien las pronuncia —y también a quienes se las dirigen—, después van empastándose, y quedan incluidas dentro de la descripción: sabemos que se dicen, pero no sabemos quién pronuncia esas frases, y eso las convierte en palabra de todos, en palabra del pueblo enardecido.
Así, la silenciosa súplica de Sansa, la primera frase que pronuncia la madre del niño muerto, los chillidos del rey, los repetidos gritos de la gente que al final son un millar de voces unidas en un solo grito, configuran una gradación de tensión ascendente. El lector intuye que de todo eso no puede salir nada más que un feroz estallido de muy predecibles consecuencias.
La irónica reflexión del final, que revela la mirada crítica de Tyrion —“El rey Joffrey, el rey Robb y el rey Stannis pasaron al olvido, y el rey Pan reinó en solitario”— nos deja pensando. Cuántos “reyes” de hoy deberían leer Canción de hielo y fuego —obra inspirada tanto en la historia de la Humanidad como en sus predecesores Tolkien y Druon— para aprender de los errores ajenos. No vaya a ser que el hambre del pueblo termine por destruir su tan preciado trono.
Estaban a medio camino cuando una mujer que gritaba consiguió abrirse paso entre dos guardias y corrió hacia el centro de la calle, delante del rey y su séquito, con el cadáver de un bebé alzado por encima de la cabeza. Era un cuerpo azul e hinchado, grotesco, pero lo más espantoso eran los ojos de la madre. Durante un momento dio la impresión de que Joffrey la iba a arrollar, pero Sansa Stark se inclinó hacia un lado y le dijo algo al oído. El rey rebuscó en su bolsa y arrojó a la mujer un venado de plata. La moneda rebotó contra el niño y cayó rodando entre las piernas de los capas doradas, hacia la multitud, donde una docena de hombres empezaron a pelearse por ella. La madre ni siquiera pestañeó. Los brazos flacos le temblaban bajo el peso de su hijo muerto.
—Dejadla, Alteza —le dijo Cersei—. No podéis hacer nada por esa pobrecilla.
La madre la oyó. Sin saber por qué, la voz de la reina despertó algo en el cerebro devastado de la mujer. Su rostro se retorció en una mueca de desprecio.
—¡Puta! —chilló—. ¡Puta del Matarreyes! ¡Te acuestas con tu hermano! —El niño muerto se le cayó de los brazos como un saco cuando señaló a Cersei—. ¡Te acuestas con tu hermano, te acuestas con tu hermano, te acuestas con tu hermano!
Tyrion no llegó a ver quién lanzó los excrementos. Sólo oyó el grito de Sansa y las maldiciones de Joffrey, y cuando volvió la cabeza el rey se estaba limpiando la mierda de la mejilla. Había más pegada al pelo dorado, y sobre las piernas de Sansa.
—¿Quién me ha tirado eso? —chilló Joffrey. Se llevó la mano al pelo, rabioso, y se quitó más restos de excrementos—. ¡Quiero al hombre que me lo ha tirado! —gritó—. ¡Cien dragones de oro para quien me lo entregue!
—¡Estaba allí arriba! —chilló alguien entre la multitud.
El rey hizo dar la vuelta a su caballo para mirar los tejados y balcones. En la multitud todos señalaban y gritaban, se maldecían entre ellos y a Joffrey.
—Por favor, Alteza, dejadlo —suplicó Sansa.
—¡Traedme al hombre que me ha tirado esto! —ordenó Joffrey sin hacer caso a Sansa—. ¡Me va a limpiar con la lengua, o le cortaré la cabeza! ¡Perro, tráemelo!
Sandor Clegane, obediente, se bajó de la silla, pero no había manera de atravesar aquella muralla de carne, y mucho menos de llegar al tejado. Los hombres que estaban más cerca de él trataban de apartarse, mientras que los demás empujaban para acercarse y ver mejor. Tyrion palpaba el desastre.
—Clegane, volved aquí, ese hombre ha escapado.
—¡Tráemelo! —chilló Joffrey mientras señalaba hacia el tejado—. ¡Estaba allí arriba! ¡Perro, ábrete camino con la espada y tráeme…!
Un tumulto ahogó el final de la frase, era un rugido retumbante de rabia, miedo y odio que envolvió a la comitiva desde todos lados.
—¡Bastardo! —le gritó alguien a Joffrey—. ¡Monstruo bastardo!
Hubo más gritos de «¡Puta!» y «¡Te acuestas con tu hermano!» dirigidos a la reina, mientras que a Tyrion lo llamaban «Monstruo» y «Mediohombre». También se oían otras voces clamando «¡Justicia!», «¡Robb, rey Robb, el Joven Lobo!», o «¡Stannis!» e incluso «¡Renly!». A ambos lados de la calle, la multitud empujaba las astas de las lanzas, mientras los capas doradas trataban de mantenerla a raya. Les cayó encima una lluvia de piedras, excrementos y cosas aún peores.
—¡Danos de comer! —gritó una mujer.
—¡Pan! —rugió un hombre—. ¡Queremos pan, bastardo!
Al instante, un millar de voces se unieron al mismo grito. El rey Joffrey, el rey Robb y el rey Stannis pasaron al olvido, y el rey Pan reinó en solitario.
—¡Pan! —Era el clamor—. ¡Pan! ¡Pan!
Biografía
Nomi Pendzik es profesora de Literatura, capacitadora docente y autora de Troquel, Colihue y Sudamericana. Trabajó en todos los niveles de enseñanza y publicó una veintena de libros de texto, ensayo y narrativa. Dirige el periódico cultural Fin e integra el equipo pedagógico del Taller de Corte y Corrección. Es la esposa de Marcelo di Marco, con quien se radicó en Mar del Plata en el verano de 2023.