"La patria que me muerde es la memoria”, considera el escritor que nació en Honduras pero vivió en México, Nicaragua, Costa Rica, Canadá, España, Alemania y Japón.
Por Susana F. Ramírez
“El Salvador es una herida a la que siempre vuelvo”, así define Horacio Castellanos Moya, en una entrevista, la sustancia nutriente de su escritura. Nació en Honduras en 1957, y siendo niño se trasladó con su familia a El Salvador. A finales de los años setenta comienza una serie de exilios y regresos al país, casi siempre motivados por la inseguridad reinante.
Pasó la mayor parte de su vida adulta en México, donde ejerció el periodismo, y ha residido también en Nicaragua, Costa Rica, Canadá, España, Alemania y Japón. Actualmente es profesor en la Universidad de Iowa, Estados Unidos, donde vive.
En la tarea de escritura, reconoce que lo impulsa la búsqueda de alivio al dolor de su identidad, que nació fracturada entre dos países, dos familias, dos visiones políticas del mundo. En él persiste la sensación de no pertenencia completa a ninguna de las naciones mencionadas, y afirma: “la patria que me muerde es la memoria”.
En varias ocasiones, el escritor ha narrado que su primer recuerdo es el bombazo que destruyó el frente de la casa de sus abuelos maternos, en Tegucigalpa, ya que su abuelo, presidente del partido nacionalista, conspiraba para derrocar al gobierno de turno, de signo liberal: “yo era un niño de tres años que salía en brazos de su abuela, entre los escombros, el polvo y el ulular de las sirenas”.
Ciertamente, su narrativa (trece novelas publicadas hasta el momento, tres libros de cuentos), y en gran medida sus ensayos y artículos, tienen como motivo central la memoria de las turbulencias y tragedias políticas de El Salvador y otros países de la región del istmo centroamericano.
Pero la fascinación que ejerce la lectura de sus textos emana de la maestría y originalidad de la técnica narrativa, de la notable construcción de personajes que se definen a partir de la singularidad del tono, el ritmo y las modulaciones de su lenguaje.
Acaso las amenazas de muerte que recibió el autor una semana después de la publicación de la novela breve El asco: Thomas Bernhard en El Salvador (1997) -y que lo mantuvieron lejos del país hasta su regreso luego de dos años en el exilio- derivaron del discurso sarcástico con que el protagonista manifiesta su crítica a la sociedad salvadoreña.
Según relata Castellanos Moya en el apéndice a la edición española de 2007 de la citada novela, había pretendido, como ejercicio de estilo, imitar al escritor austríaco: “Quise hacer una demolición cultural y política de El Salvador, al igual que Bernhard lo había hecho de Salzburgo, con el placer de la diatriba y el remedo, de la mordedura y el cascabeleo”.
En efecto, en el soliloquio del narrador Edgardo Vega, que destila resentimiento y desprecio hacia la cultura salvadoreña hasta hacer burla incluso de sus comidas tradicionales, el escritor encuentra la voz justa para este cínico personaje cargado de desencanto, así como también un ritmo narrativo basado en la cadencia y repetición a la manera de Bernhard que vuelven al discurso del protagonista por completo verosímil.
Si con su primera novela, La diáspora (1989), se había ganado enemigos debido a su crítica a la corrupción de los comandos de la izquierda revolucionaria durante la guerra civil -también fue acusado por rabiosos excompañeros de ser agente de la CIA-, sin embargo, “para los salvadoreños sigo siendo única y exclusivamente el autor de El asco”, considera Castellanos Moya, al que esta novela y sus secuelas persiguen como un estigma.
La crítica dedicada a este escritor ha situado sus textos literarios entre las llamadas “narrativas de la violencia” o “narrativas de posguerra”. Sin duda, es central la presencia de la violencia política y social en sus novelas y relatos, una opción, según el autor, “tan natural como lo es la mansión encantada para quien escribe historias de misterio y terror”, pues pertenece a una de las generaciones de narradores en quienes sigue pesando la historia de la violencia política que se abatió sobre la región istmeña (la guerra civil en El Salvador abarcó doce años, y en Guatemala los conflictos armados duraron más de treinta, por ejemplo), pero que constituye al mismo tiempo una fuente donde Castellanos Moya o los guatemaltecos Rodrigo Rey Rosa y Franz Galich han abrevado para sus creaciones.
De acuerdo con la investigadora Beatriz Cortez, estas narrativas contemporáneas desplazan el interés por los temas históricos y la escritura testimonial, predominantes durante el período de la lucha armada, hacia la exploración de la subjetividad en el espacio urbano.
En efecto, a Castellanos Moya le interesa que sus ficciones ahonden en “esas otras violencias que se esconden en el corazón del hombre, que se parapetan en la máscara de la respetabilidad, que se refrenan bajo el rictus tolerante del ciudadano civilizado, pero que una vez que los controles colapsan salen a la superficie abruptamente, contundentes, como ha sucedido tantas veces y seguirá sucediendo”, según concluye en el ensayo que aborda el vínculo entre violencia y ficción en Latinoamérica.
Para lograr este propósito, tocar el corazón del hombre oculto tras los ropajes de la corrección política o la moralidad pública, el trabajo con la intimidad de los personajes mediante la voz que los singulariza resulta medular en su escritura, como sucede, por mencionar algunos, con el narrador desequilibrado por el miedo en Insensatez (2004), el teniente exguerrillero en el exilio estadounidense que añora el puesto de mando mientras rumia su culpa en Moronga (2018) o el monólogo íntimo del angustiado periodista en El sueño del retorno (2013).
A través de estas subjetividades desasosegadas se amalgaman, en la escritura de las novelas y cuentos, la memoria histórica y la ficción. Castellanos Moya se rebela contra los encasillamientos y las clasificaciones fáciles de quienes circunscriben su narrativa exclusivamente a la literatura de la violencia: “Escribo literatura, a secas”, define.
Por cierto, aunque la trama de sus textos no deja de aludir a la violencia que aún continúa permeando la vida cotidiana de la sociedad salvadoreña y de otros países centroamericanos, el autor considera la expresión literaria como un espacio personal de libertad, y se ha mantenido en guardia ante las demandas políticas e ideológicas de poner su obra al servicio de una causa, si bien, como recordaba en su discurso al recibir el Premio Iberoamericano de Narrativa “Manuel Rojas”, escribir literatura de ficción en un país desgarrado por la guerra civil parecía un despropósito: “El peso de la historia inmediata era tiránico; el establecimiento de una verdad histórica era la demanda de esos tiempos; a los géneros testimoniales y periodísticos se les atribuía toda la vigencia”.
En contraposición, su escritura intentará desnudar las violencias en los dos bandos ideológicos enfrentados, cuestionando la visión idealizada de los líderes de la revolución y la lucha armada. En El arma en el hombre (2001), el personaje central, un ex sargento de la contrainsurgencia devenido en delincuente tras el fin de la guerra civil, ilustra la conversión de la violencia política en violencia criminal, uno de los problemas fundamentales de la transición democrática en la región. En esta novela y también en Moronga, los personajes de uno y otro extremo ideológico acaban integrándose en las filas del crimen organizado y los cárteles de la droga, pues solamente saben manejar las armas, su única experiencia para ganarse la vida. Frente a una realidad externa cada vez más sanguinaria, “mi trabajo- afirma el autor en uno de sus ensayos- consiste en tragarla, digerirla, para luego reinventarla de acuerdo a las leyes propias de la fabulación literaria”.
Muchos elementos de su narrativa la acercan al thriller psicológico y a las historias de acción y espionaje que abundan en la industria cinematográfica. Para el estudioso Nicasio Urbina, la apropiación de estructuras narrativas de los géneros populares en las obras de Castellanos Moya y otros escritores centroamericanos de los noventa, lejos de ser una vulgarización, resulta un paso adelante para la inserción de Centroamérica en los mercados literarios internacionales y a la vez para revelar las problemáticas que afectan a las naciones de esta región. Por su parte, el autor opina que la técnica del thriller o la novela policial es una de las formas más sugerentes y efectivas de abordar lo político, no solo por el mecanismo del suspenso sino porque “desde lo policíaco es posible sumirse con mayor profundidad en las cloacas del poder político”.
En este sentido pueden leerse algunas de las historias de Donde no estén ustedes (2003), Tirana memoria o Moronga. En esta última, una investigación da cuenta de los entretelones del espionaje y contraespionaje de la inteligencia cubana y de la Agencia estadounidense que derivaron en el asesinato del poeta salvadoreño Roque Dalton a manos de sus propios compañeros de militancia. La política se filtra en las ficciones del autor, y no podría ser de otro modo, pues ha sido una presencia dominante en su vida personal y familiar, estaba en el aire que respiraba en sus años de formación.
Pero las experiencias traumáticas derivadas de las tragedias políticas son abordadas mediante la estrategia del distanciamiento respecto de los hechos narrados, al que contribuye el tono a menudo sarcástico, de un humor incisivo, ácido, depositado en personajes narradores desquiciados por la ansiedad, el miedo y la paranoia, muy alejados del narrador racional característico del realismo tradicional, un modo de representación que Beatriz Cortez entiende como “estética del cinismo”.
Por medio de la ficción literaria, el escritor nos sumerge en el territorio de la memoria, pero también nos acerca a las problemáticas actuales vinculadas a las migraciones desde Centroamérica hacia el país del norte y a la identidad cultural, múltiples razones por las que bien vale recorrer las atrapantes páginas de su potente narrativa.