Estela, la fábrica de pelucas y los sueños que no se hicieron realidad.
Por Enriqueta Barrio (*)
Estela entró a trabajar en Pozzi a los diecisiete años.
Es cierto que los diecisiete años de antes no son los de ahora. Los jóvenes de esa época se esforzaban por hacerse grandes lo antes posible: los chicos fumaban ni bien juntaban coraje, miraban ansiosos el funcionamiento del coche para manejar apenas se les permitiera (y antes también) y se vestían como tipos; algunos se veían realmente graciosos imitando maneras y peinados de hombres avezados. Las chicas querían parecer señoras y usar medias de nylon lo antes posible, imitando la manera de ser de mujeres adultas y no al revés como ocurre hoy.
Entonces ella a los diecisiete ya se consideraba una tipa hecha y derecha, capaz de pertenecer a la sección Accesorios para el Cabello sin ningún inconveniente.
Qué boliche fabuloso era Pozzi en esos años.
El negocio había nacido como una fábrica de pelucas, ya que José Luis Pozzi, un tano de los primeros en hacerse llamar “coiffeur” por estos pagos, era especialista en la creación de melenas ficticias. Conocía el arte como nadie, distinguiendo las hebras sintéticas que mejor simulaban el cabello real, dándoles la orientación justa para que no se notaran las costuras. Las pelucas de pelo corto, medio y largo en las más variadas tonalidades de castaños, rubios y morochos que había en el país llevaban todas la etiqueta de Pozzi.
Salones enteros, poblados de cabezas de telgopor de expresión estilizada, exhibían las más variadas posibilidades de peinado. Luego se sumaron rodetes y chignones, postizos de las más diversas formas y complejidades; algunos llegaron a ser obras arquitectónicas que desafiaban la gravedad y la lógica. Estela tenía especial aprensión por el depósito de pelucas, y salía de él con el corazón en la boca y la respiración agitada, segura de haber visto de soslayo moverse alguna de las cabezas en el fondo.
Tal fue el éxito de las pelucas Pozzi que, a la muerte de José Luis, sus cuatro hijos continuaron con lo que ya era una empresa y ampliaron el rubro, convirtiéndolo en Perfumerías Pozzi.
Así, perfumes franceses, polvos volátiles en deliciosos envases de rebuscado diseño, hebillas y peinetas de carey, pomadas y rociadores con bomba de goma, poblaron las vitrinas inmaculadas de los locales de la firma que se extendieron por todo el país.
Para Estela ser una “Señorita Pozzi”, como se las nombraba por entonces, fue entrar a jugar en primera. La posibilidad de conocer algún señor que la sacara del barrio y la convirtiera en una señora, se hacía más cercana. Parece que eso era un mito nomás.
Se lo tomaba con toda la seriedad del caso, sintiéndose una privilegiada por pertenecer a ese mundo espléndido, en el que mujeres elegantes gastaban en una pasada por el negocio lo que ella ganaba en un mes.
Se levantaba a la seis, y planchaba el trajecito azul cubriéndolo con un papel de seda para no quemarlo ni dejarle marcas. Se maquillaba y retocaba las uñas, con esmalte blanco nacarado y salía por las veredas desiguales del barrio taconeando, mientras las viejas barrían, sintiéndose Gina Lollobrígida. No Sofía Loren, pensaba, que es más ordinaria.
Hablaba de Pozzi usando el “nosotros” y rivalizaba con las que trabajaban en Perfumerías Ivonne, “Por favor, no se puede comparar, vender Siete Brujas y Crema de Pepinos en esos envases berretas, vestidas con esos guardapolvos rosados”, decía frunciendo la boca con asco, “Nosotros vendemos Intimate de Revlon, Chanel número cinco, Dior, Saint Laurent, productos para mujeres finas, para Señoras….”
Las chicas de la cuadra la escuchábamos extasiadas mientras describía su trabajo en la cola de la panadería los domingos a la mañana, cuando íbamos a comprar facturas. Olía riquísimo y llevaba siempre un pañuelito al cuello con mucha elegancia, combinándolo con la ropa. Las demás vecinas, con sus bolsas de red y sus manos de trabajo, la miraban de reojo de arriba a abajo, queriendo encontrar el defecto, la falla, el pecado oculto; con una envidia mal disimulada.
Por supuesto se empezó a desatar la malidicencia, tan común en esas épocas de telenovelas y prejuicios. La de Bendomir la vio llegar una noche en un Taunus manejado por un hombre “muuuucho mayor que ella, ¡casado!”, ya que sus ojos de sesenta años le permitieron ver, de noche y a ochenta metros de distancia, una alianza indiscutible en la mano masculina sobre el volante.
Pochi, la almacenera, aseguró haberla visto en una whiskería del centro, sentada de piernas cruzadas en una de las butacas altas de la barra, en clara actitud de levante, a pesar de las cortinas cómplices y la escasísima luz del boliche de trampas. Por supuesto que la vio de afuera, “yo no te piso esos lugares ni loca”, cuando iba a buscar a su suegra para llevarla al kinesiólogo.
En cambio Rubén, el carnicero, la recibía con especial afecto, dándole siempre las mejores partes y agregándole una yapa o algún hueso para el perro, mientras la Coca, su mujer, lo fulminaba con la mirada desde la caja.
Estela pasaba por alto estas inquinas y seguía yendo y viniendo de Pozzi, siempre impecable y altiva.
Y así nos hicimos grandes, y un día nos dimos cuenta de que Estela ya no se cocía en el primer hervor. Que el trajecito estaba un poco deslucido, que el perfume se había pasado de moda y olía pesado y polvoriento y que las Perfumerías Pozzi, otrora planeta del deseo, habían presentado Convocatoria de Acreedores. La llegada de unas pelucas chinas al país, las peleas salvajes entre los hermanos herederos, que los dejaron exhaustos y fundidos, y la posibilidad de viajar a Miami a comprar perfumes franceses al precio de un kilo de limones de acá, firmaron el acta de defunción de la empresa.
Siguió abierta unos años más, dando lástima, solo en el local del centro de la ciudad. Prendían la mitad de las luces para ahorrar y las peinetas con strasses se apagaron en las vitrinas.
Cuando Estela cumplió los cincuenta años de empleada, le dieron una placa redordatoria, cuatro pelucas pasadas de moda peinadas por el mismísimo José Luis Pozzi que olían a naftalina, un aplauso y si te he visto no me acuerdo.
La pobre se enteró al iniciar los trámites que no habían hecho los aportes patronales, así que no cobró la jubilación nunca y siguió viviendo en el PH de sus viejos, el tercero del pasillo, haciéndole las manos a las mujeres del barrio, a las que recibía como cuando entraba una señora a la perfumería reluciente.
Las viejas de la cuadra bajaron la guardia y la sumaron a las charlas mañaneras, escoba en mano.
Eso sí, todas tienen las uñas de blanco nacarado, limadas y redondeadas a la vieja usanza, como las usaban las señoras en la calle Santa Fe.
(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, enriquetabarrio@gmail.com, @soylaqueta.