"Cuánto cuesta entender de qué va la vida", se dice la protagonista de esta historia, mientras se adormece en el sillón con un sol de otoño que invade el ambiente.
por Enriqueta Barrio (*)
Entró en su casa y apoyó la canasta de mimbre en la mesa. Sacó la bolsa de papel en la que una baguette, aún tibia, perfumaba el aire y la llenaba de ternura. Un paquete de sal gruesa, una bolsita con café recién molido y una botellita con aceite de oliva. Más que suficiente para ella, a la que la vida había vuelto austera y refinada.
Solo unos pocos objetos, pero de calidad, se dijo mientras ponía el agua a hervir para preparar el café.
Qué manera de juntar cosas durante los Años de Furia. Así llamaba siempre a la etapa de su vida que fue de los treinta y cinco a los cuarenta y cinco años, más o menos; tiempo en el que queremos progresar sin escrúpulos, resumía, yendo como topadoras que arrasan con todo, en el que no hay tiempo para detenerse a disfrutar de un amanecer o de un trozo de pan tibio; todo es ahora, ya, rápido, fuerte, grande.
Compraban (el plural se refería a ella como miembro de una familia) muchísimas más cosas de las que necesitaban, y todos los días había una discusión nueva por el tema dinero. Estaban rodeados de necesidades inventadas, de frivolidades imprescindibles, que llevaban una a la otra y exigían más y más impiadosamente. Alberto no quería ni asomarse, porque ya sabía que era “para pelarlo”, como decía siempre, y fue en esos años en los que más alejados estuvieron.
Inscribir a Carolina en un club, por ejemplo, implicaba comprarle ropa deportiva, participar en eventos sociales a los que había que ir bien vestidos, con el pelo arreglado, con el auto brillante; había que solventar viajes a competencias, obligaciones y más obligaciones, y todo se convertía en una vorágine de cheques, tarjetas de crédito, cuentas corriente, cuotas y nervios.
La casa en la que criaron a sus hijos les chupó la sangre durante muchos años, en los que convivieron con albañiles y escombros, proyectando arreglos que, en ese momento, parecían tan imprescindibles, tan fundamentales. Paredes que caían, alfombras que se renovaban, empapelados nuevos… tantas peleas y amarguras con los obreros, con los vecinos, con Alberto…
Los Años de Furia estuvieron plagados de discusiones, de enojos y portazos, de reconciliaciones apasionadas; de celos quemantes, de sobresaltos con los chicos, de
plazos y vencimientos, de proyectos y aspiraciones. Importaba “progresar” (se lo dijo sonriendo con sorna), relacionarse bien, participar en determinados grupos…
Tantas horas en reuniones de padres para construir un gimnasio nuevo en el colegio; en cumpleaños de amigas a las que no vio nunca más (¿vivirá Susana Albanese?… ¡tan amigas habían sido en una época!… hablaban horas por teléfono, contándose desdichas amorosas, riendo con picardía… Nunca más supo de ella); en cenas de aniversario de las clínicas en las que Alberto trabajaba, sonriendo y escuchando sandeces durante horas…
Tanta energía puesta en nimiedades, en eventos efímeros, en bolsas vacías… Abrió la botellita del aceite y olió. Un poco fuerte, pensó, no le gustaba el aceite
demasiado perfumado, que invadía con su presencia y anulaba al resto de los sabores. Esto se lo enseñó su mamá, y cada vez que desenroscaba la tapa de un aceite de oliva, la recordaba diciéndolo, como decía ella las cosas, como si fueran La Verdad Absoluta, sin considerar réplica ni disenso.
¡Cómo peleaba con su madre durante los Años de Furia! La muerte de su padre las había convertido en enemigas, celosas una de la otra, compitiendo por la memoria, por el lugar en el afecto y, por supuesto, por el reparto de la herencia. Bueno, dicho así pareciera que su padre les hubiera legado grandes cosas, cuando en
realidad “la herencia” (otra vez sonrió con sorna) no fueron más que objetos vetustos, inútiles… Libros de medicina completamente desactualizados, camillas de consultorio fuera de época, ese tipo de cosas. Pisapapeles, abrecartas, veladores de escritorio y encendedores de mesa; discos de jazz y de folklore que nadie escucharía. Recordó también un juego de objetos de afeitar apenas oxidado, con su brocha y su rasuradora pendiendo de un soporte redondo que seguramente alguna vez fue elegante. Se vio discutiendo con su hermano por la propiedad del Ford Sierra azul, que su padre tenía impecable, guardado toda la semana en el garaje, y lo sacaba solo el domingo a la tarde, para dar la vuelta al perro.
Horacio, su hermano, no era malo ni codicioso; ahí la brava era Marcela, la mujer, que le llenaba la cabeza y lo ponía en su contra. ¡Qué drama con
ese auto, por dios!, suspiró mientras colgaba la canasta de un gancho atrás de la puerta.
Se vio sentada en la gestoría, firmando papeles y más papeles, saliendo altiva y ofendidísima… la verdad, no podría decir por qué estuvieron más de cinco años sin tratarse con Horacio y su familia, no recordaba qué fue lo que taaaanto la enojó, como para perderse el ver crecer a su sobrino y acompañar a su hermano cuando tuvo esa depresión tan profunda de la que nunca pudo salir completamente.
Así eran los Años de Furia, se dijo, en los que todos actuábamos como si fuésemos inmortales, como si siempre hubiera tiempo para pedir perdón, para reconciliarse, para poner replay y recuperar los momentos perdidos. Tiempos en los que uno se enfermaba y tenía la certeza absoluta de que se iba a curar; que no había cuestión que un buen médico, un remedio, una cirugía en el peor de los casos, no pudieran resolver. Qué ilusa, pensó.
Cortó un pedazo de la baguette y, quemándose un poco, la untó con manteca. Se desvanecía sobre la miga. “Ponele un poquito de azúcar, mami, dale…”, dijo la voz infantil de Carolina en su cabeza, mientras con la manito regordeta agarraba el pancito que ella le preparaba con la leche cuando volvía de la escuela, en las tardes de invierno.
Si volviera atrás, haría que esas meriendas durasen horas, siglos, que nunca terminasen. “¡Apurate!, se oyó decirle mientras le levantaba la taza, que tenés que ir a inglés y no podés faltar!”
Largó una risita. Claro que hubiera podido faltar, y quedársela abrazada, mirando juntas La Familia Ingalls. Pero en esa época parecía tan importante aprender inglés, tan imprescindible…
Se sentó en el diván y tapó sus pies. Apoyó su cabeza en el almohadón y metió las manos entre los muslos, buscando calorcito. La respiración se hizo más lenta y pesada, se adormecía con el sol del otoño dorando la habitación. “Ahhh, supiró ya entrando en el sueño, cuánto cuesta entender de qué va la vida… ¡se va casi toda en tropiezos aprendiendo lo que no hay que hacer! Pero bueno, nunca es tarde”, se dijo, y sonrió con sorna.
(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, enriquetabarrio@gmail.com