Los sueños frustrados de una madre y el rol de mono volador que no calmó su expectativa.
Por Enriqueta Barrio (*)
Su madre estaba ensañada: ella no había podido ser bailarina del Colón, como aseguraba que había sido su sueño, así que su hija, la pobre Claudita, iba a serlo a como dé lugar.
Empezó a los ocho años mandándola a un instituto bastante popular en el pueblo por ese entonces, que dirigía una vieja que parece que había sido bailarina en sus años mozos, aunque ahora costase imaginársela en tutú. En la recepción había colgada una foto enmarcada en blanco y negro de “El Lago de los Cisnes” y parece que Doña Beatriz había sido una de esas caras borrosas, de piernas finitas con zapatillas de punta, de las veinte que había en la foto. Era imposible diferenciar una de otra, pero como si fuera una cuestión de fe, todos creían ciegamente en su pasado de gloria.
No había evento cultural o artístico en el que Doña Beatriz no estuviera en primera fila, maquillada siempre en exceso, con cara de asco.
Cada vez que podía hacía mención a París, comparándolo con Chovet, quedando el pueblo en clara desventaja y haciendo sentir al resto de los vecinos indignos de su glamour y jerarquía.
Como tantos en ese pueblo santafesino, Doña Beatriz era descendiente de croatas, y con eso justificaba un acento imposible en su manera de hablar, ya que era nacida y criada en Chovet, pero al haber muerto la mayoría de sus coetáneos, nadie se lo podía discutir.
Por esos años la danza española era muy popular, y en el Instituto de Danzas de Beatriz Peteovich se impartían danzas clásicas y españolas por igual.
Entre ambas categorías había una rivalidad marcada: para las clásicas, el taconeo y las castañuelas eran vulgares y aturdidoras; a su vez las de española creían que las otras eran remilgadas y aburridas.
En un pueblo pequeño, de escasa espectacularidad en sus eventos, todo lo que pasara en torno al Instituto era materia de chismorreo, debate y opinión. Por eso la función de El Mago de Oz que se presentaría en la Sala de Variedades “Libertad Lamarque”, concentraba la atención de todos.
Claudita atravesaba la plaza con su bolso símil cuero y el rodete ya hecho, apurada por llegar al Instituto puntual.
Ese día Doña Beatriz daría el reparto de personajes para la obra, uno de los puntos cúlmines de la preparación.
Su madre la había vuelto loca los días anteriores: quería que Claudita fuera Dorothy, el personaje de Judy Garland en el musical, con todas sus fuerzas.
Y no atendía razones: para ella, las otras no le llegaban ni a los talones a su hija, carecían de personalidad o de pantorrillas, no importaba, eran rivales.
Doña Beatriz había hecho una adaptación caprichosa de El Mago de Oz, cambiando personajes a su antojo, con el fin de meter a todas las alumnas en algún papel, incorporando castañuelas y frenéticos battements que no venían al caso.
Tanto cambio hizo, que se perdió el hilo argumental de la historia y los que habían visto la película no la entendieron, y los que no la habían visto, tampoco.
El tráfico de influencias la había obligado a dividir el personaje principal en tres, según la edad de la protagonista, y estaba la Dorothy niña, la Dorothy madura y la Dorothy anciana.
Eso permitiría darle un rol importante a la nieta del intendente, a la hija del panadero y a la ahijada del médico simultáneamente y santas pascuas, se dijo satisfecha de su ocurrencia.
Los otros personajes los repartió siguiendo más o menos la misma lógica: popularidad y conveniencia.
A Claudita le tocó hacer de Mono Volador, de los catorce idénticos que habría en la obra.
Ay, mamita querida, pensaba, quién la aguanta ahora a mi vieja.
Para colmo de males, sería de los monos que quedaban en tierra, ya que solo había estructura para hacer volar a dos y ella no tenía el cuerpo ingrávido de las bailarinas clásicas, era más contundente, con una estructura que habría sido más útil para el deporte y menos para mono volador.
La cuestión es que su madre reaccionó mucho peor de lo ya malo que ella creía: le salía espuma por la boca literalmente.
Puteó desde el intendente para abajo a todo Chovet; trató a la antiguamente llamada “eminencia” Doña Beatriz, de prostituta croata muerta de hambre, de actriz de películas porno, de amante del panadero, de bailarina de cabaret de ruta y demás adjetivos irreproducibles que dejaron a Claudita con la cabeza hecha un berenjenal, enredada en fantasías y misterios que le impedirían volver a mirar a Doña Beatriz a los ojos.
Luego permaneció callada y no volvió a hablar del tema durante las dos semanas siguientes previas a la presentación.
A pesar de la música estridente en el pésimo sistema de sonido de la sala, mientras permanecía estática al borde del escenario los siete minutos que duraba su presencia, Claudita escuchaba a su madre sollozar desde la segunda fila lateral y sonarse la nariz con estruendo, mientras murmuraba ininteligibles palabras que ella sabía amenazas a la directora.
Hasta que no aguantó más y María Luisa, su madre, se paró pisoteando a los vecinos de asiento, y hecha una tromba de furia, arrancó a su hija del escenario, desconcertando a los otros personajes que perdieron el hilo de la escena, chocándose unos con otros torpemente, mientras la música se detenía.
Giró sobre sus tacones y, entre mocos y escupiendo de bronca, le gritó a Doña Beatriz, que observaba la obra desde la primera fila, que era una impostora, que no era ni bailarina ni croata ni nada, y que no sabía reconocer un talento verdadero, confundiéndolo con un Mono Volador, y que se fueran ella, el mago de Oz y todo el pueblo de Chovet al mismísimo demonio.
De María Luisa y de Claudita quedó solo un recuerdo breve en el pueblo hasta que las olvidaron para siempre.
Lo que sí quedó en la recepción del Instituto de Danzas de Beatriz Peteovich fue una foto, con trece monos voladores en un escenario, mirando para abajo, con cara de estupefacción.
(*) En Facebook, Enriqueta Barrio Escritora, en Instagram @soylaqueta, mail enriquetabarrio@gmail.com