En la clase de labor, una pollerita de tenis tejida puso de manifiesto las diferencias.
Por Enriqueta Barrio (*)
La cuestión es que un día apareció una nueva profesora a dar Labor, porque la Hermana Pinotti estaba muy vieja y la habían confinado al lugar donde van las monjas antes de morirse, sitio secreto y escondido por las Sierras de Córdoba, en el que las hermanas se “retiraban” y hacían el preembarque al Más Allá. Qué materia, Labor.
Eran los últimos resabios de la “formación de señoritas” y se había convertido en una verdadera pesadilla para mí, carente en lo absoluto de habilidades manuales, contexto familiar y acceso a los insumos necesarios para hacer lo que mi viejo llamaba, con cierto tono despectivo, “boludeces”.
Tendrían que haber visto las maravillas, en cambio, que llevaba Karina Greco. Tejía parejísimo, el punto Santa Clara era de una simetría y prolijidad asombrosas, lo contrario a mí, en el que a una ondita pequeñita la sucedía una laxa y enorme; los puntos se apretujaban por momentos y luego aparecía un abismo, al que trataba de disimular con nuditos, en fin, un asco.
El colmo de Karina Greco fue cuando, a la siguiente clase, se apareció con una pollerita para jugar al tenis, tejida. ¿Existe algo en el mundo más remilgado que hacerse una faldita corta, cruzada por delante, tejida y forrada para jugar al tenis? No creo. Y fue con esa pollerita terminada que recibió a la nueva profesora, ante la mirada fulminante del resto de las compañeras, que escondíamos bufandas eternas que hubieran sido la envidia de Penélope.
Con los moños azules planchados a cada lado de la cabeza, envolviendo sus dos colitas altas divididas por una raya impecable, Karina Greco recibía los elogios de la Profesora de Labor con cara de satisfacción, mientras envolvía en papel de seda la estúpida pollerita.
La nueva docente era una persona muy, digamos, particular. Entró a clase con gafas de sol modelo aviador con los cristales completamente espejados, y no se los sacó en toda la hora. Era desesperante no saber a quién miraba, y era para ella una gran satisfacción notar nuestro desconcierto. Arrancó con un discurso sobre los beneficios del comportamiento de señoritas, en los que llevar las medias bajo la rodilla, reírse fuerte y tener las manos en los bolsillos eran pecados capitales. Y no hablemos de pintarse las uñas, eso ya era arder para siempre en el Averno.
Viéndolo a la distancia, qué disparate, que locura. Pocas cosas hay más relajantes y serenas que las actividades manuales. La mente vuela y nada importa más en el mundo que lograr ese punto de bordado, cortar parejo ese borde, lograr el color buscado. Sin embargo, esta mujer logró convertirlo en un tensionante momento castrense, en el que no se podía conversar ni levantar los ojos de la labor.
Yo, que generalmente preparaba los materiales cinco minutos antes de salir de casa, metiendo en una bolsa lo que encontraba a mano, era la perfecta antítesis de Karina Greco. Para la segunda clase, había manoteado en la oscuridad del alba, un ovillo de lana amarillo huevo y de un tubo en el que mi vieja guardaba agujas de tejer, tomé las dos de tres que quedaban. Las clavé atravesando el ovillo y salí corriendo, acomodándome el elástico del corbatín, que pasaba sin escalas de asfixiarme a saltarse de repente, con riesgo de sacarme un ojo.
Entramos del recreo al salón, y la profesora de Labor aún no estaba. A los minutos, apareció sin hacer el menor ruido, y se quedó parada en la puerta, sin decir una palabra ni moverse. Con la cabeza en alto, los anteojos espejados y ni un atisbo de sonrisa, permaneció incólume mientras se iba haciendo un silencio helado. Dejó pasar así varios minutos, en los que no sabíamos que catzo le pasaba, pero entendíamos que debíamos quedarnos quietas y calladas hasta que se le diera la gana.
Era imposible no tentarse, sobre todo para mí, viendo a una persona en ese plan, tan sobreactuada, que solo respiraba, sin hacer ni decir nada. Cuando le pareció que el golpe de efecto estaba logrado, avanzó lenta y majestuosamente, y con voz cortante dijo “Buenos días, señoritas”, haciéndonos sentir que estábamos en falta, aunque no identificáramos el error. “Tomen asiento”.
Abrí mi bolsa y saqué “la labor”. Qué horrible era esa lana amarilla, por dios. Empecé a poner los puntos en una de las agujas simulando solvencia, y en el silencio sepulcral de la clase, escuché el crujir del piso de madera: la profesora se estaba acercando a mi mesa. El corazón me empezó a latir con violencia, mientras toda mi mente hacía fuerza para que se desviara, para que otra cosa le llamara la atención, sin levantar la mirada de la aguja trabada bajo el sobaco.
“¡¿Barrio, tengo que interpretar que usted va a tejer con esto?!”, dijo en voz bien alta, para que la humillación se hiciera bien pública y yo me sintiera bien avergonzada. Tomó la aguja que aún estaba sin uso de mi mesa como si fuera una babosa peluda, y la dejó caer con espanto. “Es número cuatro… y ¡usted le está poniendo los puntos a una número dos!” Traté de justificarme diciendo frases sin terminar, buscando desesperada la mentira más creíble, sin éxito: “Ah, sí… no, lo que pasa es que la empleada de la Tienda Alsina no…., pero sí, debe haber sido que se equivocó… sí, yo le pedí número cuatro, no, digo número dos, y me dio número cuatro, bueno, no, una es número cuatro, la otra me dijo que era número cuatro…”, con los cachetes hirviendo y la mirada brillosa.
Se dio vuelta lentamente, meneando la cabeza con gesto de desaprobación, y volvió a su escritorio diciendo de espaldas “Alcánceme el cuaderno de comunicaciones, por favor”. Con la boca seca, revolví en el portafolios y saqué el temido cuaderno. Se lo dejé en el escritorio como si fuese una granada explosiva y volví a mi lugar. Sin sacarse los anteojos de sol, escribió con trazo enérgico renglones y renglones de acusaciones. El resto de las alumnas apenas respiraban, la situación tenía toda la fisonomía de un fusilamiento público.
Levanté la mirada y me crucé con ojos compasivos, algunos falsos, fingiendo solidaridad, y otros sinceros, hasta que llegué a los ojos de Karina Greco que me miraba triunfal, mientras acomodaba por décima vez su estúpida pollerita de tenis en el envoltorio, subrayando mudamente la diferencia con mi lana amarillo huevo. “Greco, anunció entonces el Destino, préstele a Barrio las agujas con las que tejió esa divinura, ya que la terminó, y ella se compromete en traerle para la próxima clase un par nuevo. ¿Nocierto, Barrio?”.
Yo aceptaba cualquier indulto en ese momento, y aseguré volver con las nuevas agujas la próxima clase, aún sabiendo que me iban a sacar pitando cuando pidiera plata para eso. Karina palideció y empezó a balbucear excusas no tan distintas a las mías. “Lo que pasa que mi mamá no me deja prestar las agujas de tejer”, fue el colmo hasta para la misma profesora, que se levantó y tomó al toro por las astas y a las agujas del banco de Greco, también. “Déme para acá, yo me hago responsable, dígale a su mamá… pero ¿con estas agujas tejió la faldita?… cómo que no se acuerda… si me dijo que la acababa de terminar… es imposible que la haya hecho con estas, son número 9…. jamás le hubiera salido el jersey de ese tamaño….”
Como un auténtico depredador, la profesora vio flaquear a su alumna, y hundió el dedo en la llaga, atosigándola a preguntas inquisidoras, con métodos bien aprendidos de la institución para la que trabajaba. A la chica se le agotaron las excusas, se vio derrotada y estalló en un llanto de nena malcriada lleno de hipos y desesperación, encerrada entre su mentira y la pared. Terminó confesando que la estúpida pollerita de tenis la había hecho su abuela para su otra nieta, ya que ella no jugaba al tenis ni había agarrado jamás una raqueta.
Y así fue que en el siguiente recreo, cuando jugando en el patio a la escondida grité “¡Mala para Gabriela Sabatini que está atrás del bebedero!” me sentí una auténtica justiciera de la vida, poniendo las cosas, por una vez, un poquito en su lugar.
(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, enriquetabarrio@gmail.com, en Instagram @soylaqueta y en FM 104.5 “Noches de Barrio”.