Por Enriqueta Barrio.
Todos los miembros de la familia Saldaño eran belicosos.
Siempre estaban metidos en kilombos de todo tipo: familiares, de tránsito, vecinales, laborales… no tenían paz.
La familia estaba compuesta por Oscar Saldaño, cabeza y líder de la familia, muy buen mozo en sus tiempos, picaflor y canchero. Tenía un puesto en la municipalidad del pueblo con bastante gente a su cargo, en el sector de tránsito. A pesar de haber poca acción en esta área debido a la escasa cantidad de habitantes y de autos, Oscar se las arreglaba para recibir coimas y hacerse imprescindible al momento de que alguien necesitara un favor, y eso le encantaba.
Por una pequeña ayuda administrativa que a él no le costaba nada, hacía sentir al solicitante un trapo de piso, echándole en cara toda la vida su servicio, exagerando el esfuerzo y el riesgo (ninguno) que había corrido para conseguirle un turno para sacar el registro a una vecina. Se metía las manos en los bolsillos del pantalón pinzado y se hamacaba en las piernas, con el mentón altivo, sintiéndose un poco dios. Se autoproclamaba generoso a más no poder y contaba con lujo de detalles la situación en la que se encontraba aquel que le solicitaba un favor. Una vez, Chiche, un primo pobre que trabajaba en el campo, le pidió si no lo ayudaba a conseguir un colchón de dos plazas porque se juntaba a vivir con la novia. ¡¡¡Para qué!!! Eso le dio a Saldaño la luz blanca para contarle a todo el pueblo que si Chiche y su mujer tenían relaciones, era gracias a él y su generosidad, además de juzgar la vida completa del solicitante, que se arrepintió toda la vida de no haber comprado el colchón con un crédito a sola firma en Los Galgos, la única casa de artículos para el hogar del pueblo.
Su mujer, Odelsia Saldaño, también había sido bonita antes, pero los malos pensamientos la habían afeado bastante. Cornuda consuetudinaria, no se resignaba a su suerte ni intentaba cambiarla y se pasó toda la vida revisándole los bolsillos y oliéndole las camisas a Saldaño, descubriéndolo varias veces en tórridos romances con secretarias y vecinas, que él negaba con convicción, asegurándole que eran historias inventadas por los que les tenían envidia al verlos tan felices. Y, a pesar de contar con pruebas irrefutables, como cartas de amor, regalos en el resumen de la tarjeta de crédito que no fueron para ella y mensajes anónimos por teléfono, Odelsia prefería creer y cerraba ojos y oídos, consolándose con la idea de que ella era, finalmente, “la legal”.
Se unía a Oscar en un bloque al momento de “ayudar” a alguien para luego humillarlo y contarle a todas las vecinas las necesidades del otro y la inmensa generosidad de ellos.
Dos hijos: Francisco y Ana Laura. Bravísimos, de carácter fuerte que se manifestó precozmente en el colegio. Tenían frecuentes peleas con compañeros en las que Odelsia participaba activamente, extendiendo la discusión por quién ponía el elástico para saltar en un recreo, a un conflicto de adultos. Así, era capaz de atravesar la avenida principal y única a los taconazos, para tocar el timbre de la casa del niño que osó no invitar a Francisco a su cumpleaños y gritarle en la cara a la madre verdades ancestrales sobre su familia, que ella conocía y si no, inventaba.
A partir de la adolescencia, Francisco se agarraba a trompadas casi a diario y la culpa, por supuesto, siempre era del otro. En el boliche llegaron a prohibirle la entrada, pero Oscar llamó al dueño y, sin la menor sutileza, lo amenazó con una inspección y clausura por tiempo indeterminado. Entonces, el único patovica del pueblo, un cana jubilado y panzón, se abocó en exclusiva a seguir de cerca a Francisco y calmarlo cada vez que lo escuchaba elevar la voz en un “Qué mirás, flaco?” previo al roscazo inevitable.
A Ana Laura le regalaron un Renault 12 al cumplir 18, nuevito, impecable, que a la semana se lo puso de sombrero en el cruce entre la entrada al pueblo y la ruta. No le pasó nada, pero salió del auto a las puteadas y se le fue al humo al primero que vio en su camino, acusándolo de haber provocado su mala maniobra, a pesar de ir el pobre hombre en bicicleta.
Así como Francisco se agarraba a las piñas, Ana Clara chocaba.
Y era esto muy llamativo, porque se las arreglaba para colisionar incluso en siestas de domingo en las que no pasaba un alma.
Por supuesto, jamás era ella la culpable y los padres la defendían ciegamente, encima Oscar trabajaba en tránsito, así que jamás pagó una multa.
Los vecinos tomaron la sabia decisión de no subirse a sus autos en cuanto la veían salir arando, salvo casos de extrema necesidad, y ahí empezaron a ser culpables árboles, monolitos y cordones, puestos a propósito para arruinarles la vida a los Saldaño.
Con los parientes eran terribles y la mayoría de ellos, de una manera u otra, los padecieron.
Utilizaban siempre la misma estrategia: buscaban un primo, sobrino, cuñado o lo que sea, medio pobre y lo invitaban a comer con la familia. Y existen, queridos amigos, familias (como la mía) que por un asado al asador guardan sus principios en un cajón y arriesgan su tranquilidad sin dudarlo.
Oscar desplegaba sus alas de seductor y Odelsia de confidente, y se hacían muy amigos de esos parientes olvidados por el mundo. Durante unos meses compartían bautismos y cumpleaños y les hacían regalos a los chicos de esos que un nunca hubieran podido tener, como un Scalectric por ejemplo. Oscar le ofrecía algún laburito temporal y mal pago, que los parientes acuciados por la necesidad, aceptaban agradecidos. Odelsia les sacaba algún secreto familiar que iba a ser su arma cuando todo se pudriera.
Pasados unos meses, o quizá algunos años, una nimiedad desataba una tormenta: Odelsia veía a la prima en cuestión tomando un café con otra prima, por ejemplo. Y ahí se armaba la rosca:
-Pero no me habías dicho que no te veías con la Patri? – preguntaba con cara de compungida.
-No la veía hace mucho, cierto, pero justo me la crucé en la farmacia y…- se justificaba la parienta pobre.
-Ahhh, no, querida, con falsedades a mí no, eh!!!- arrancaba Odelsia- Si algo no tolero es que se me mienta, que no se me digan las cosas de frente, en la cara… noooo, querida, te equivocaste… y feo, eh… nosotros que lo único que hemos hecho fue hacerles favores, sacarlos del barro, darles una mano cuando nadie ni se les acercaba y hasta los trataban de piojosos…
-Bueno, ché, se te está yendo un poquito la mano, ¿no te parece?
Y ahí una sucesión de reproches, reclamos, echadas en cara, amenazas y despechos, que culminaban en no hablarles nunca más en la vida y sacarles el cuero a jirones en cuanta ocasión se presentase.
Al tiempo, se los volvía a ver con otro pariente, lejano y pobre, y vuelta a empezar la historia.
Fue muy mentado el episodio de Ana Clara y el primo.
Cuando ella tenía alrededor de treinta y cinco años, llegó un primo segundo de España, donde vivía, y los Saldaño inmediatamente lo invitaron a comer para congraciarse con el extranjero al que le había ido bien (en términos económicos, claro, los únicos valederos para ellos).
Ana Clara estaba soltera y ansiosa. En esos años se veía distinta esta cuestión y todos querían enganchar a la muchacha con alguno, pero el carácter de mierda de ella espantaba al más pintado.
Salió de su cuarto el día del asado con el primo de España con su habitual cara de traste y se sentó a la mesa saludando con un murmullo. Cuando levantó la mirada y vio al forastero quedó literalmente hipnotizada y una oleada de calor le subió a las mejillas; quería tenerlo para ella.
Fue tan evidente el cambio de humor de Ana Clara, que todos advirtieron que algo pasaba, y en la cocina, mientras levantaban la mesa, Odelsia le murmuró un amenazante “Ana Clara, es tu primo”. Ella respondió mientras guardaba la soda en la heladera: “Segundo”, y volvió a la mesa.
En un momento, Sergio, que así se llamaba el invitado, pidió pasar al toilette (finuras del barrio) y Ana Clara se ofreció desinteresadamente a mostrarle el camino. Al abrir la puerta del baño se escurrió detrás de él y lo arrinconó entre el bidet y la ducha, arrodillándose para desabrocharle la bragueta con desesperación, ante la cara de pánico del invitado, que trataba como podía de sacársela de encima.
-¡¡¡Pará, pará!!!- le exigió en un grito susurrado- Pará!!!
Y deshaciéndose en un salto de la prima, salió del baño azoradísimo, dejándola en el suelo con la mirada llena de frustración. Se acomodó los pantalones en el pasillo y volvió a la mesa disimulando la situación, haciendo un comentario casual sobre el vino. “Santa Ana es, no? Muy bueno!- exageró.
A los minutos apareció Ana Clara con el rostro demudado y calladamente se sentó, con movimientos lentos.
Sergio respiró tranquilo, creyó que el episodio había terminado.
Mientras se servía el flan, se hizo un silencio y Ana Clara estalló frente a todos en un llanto convulso, cubriéndose la cara con las manos mientras sacudía los hombros, ahogándose en mocos y lágrimas, ante la mirada estupefacta del resto de la familia.
Sergio se puso pálido: sabía del carácter belicoso de Oscar y Francisco Saldaño e intuyó que de esa no iba a salir ileso.
Así que sin dudarlo un segundo, se paró tirando la silla tras él, abrió la ventana y salió a la calle corriendo como una flecha para nunca más volver.
Quizá ustedes me pregunten: “Pero no tenían nada bueno los Saldaño?” y me obliguen a buscar en mi memoria algún gesto que los enaltezca y, honestamente, no lo encuentro.
Solo les deseo que no tengan parientes de la calaña de los Saldaño.
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