La vida de Inés gira en torno a un elemento que sostiene su evidente derrumbe.
Por Enriqueta Barrio (*)
Inés tenía la espalda destruída. Así lo decía, y en su gesto y en su voz las vértebras sonaban desmoronándose. Por eso debía usar un corsé, que nunca vi, sino apenas esbozado a través del encaje de la camisa blanca, inmaculada, divina; de la que el corsé quería escapar a toda costa. Hay objetos así, que no se resignan a su situación y pujan por tomar otros rumbos a los decididos por los humanos, arruinándonos hermosas veladas y distrayéndonos de profundas confesiones. Así era el corsé de Inés.
En mi mente era un armazón que sostenía de su derrumbe completo una columna de anciana, de huesos gastados y hartos de mantener en pie una supuesta dignidad perdida.
No supe si se abrochaba o no. Imaginé miles de ganchitos por delante, descartando la fantasía de las cintas de raso atravesando la espalda de Inés, sobre todo ante la ausencia de doncella que pudiera ajustárselo diariamente.
En un momento ella me aseguró que era “de velcro”. No supe si se refería al material o al cierre del corsé, yo pensaba que la segunda posibilidad era la correcta, en un lejano archivo guardaba la idea de que con velcro se cerraban cosas, vaya uno a saber, el ajuste según las dimensiones de la paciente. “Abrojo” y velcro eran para mí sinónimos. Por un momento pensé que el velcro sería como el neopreno, pero cuando ella me nombró las cinco ballenas que lo hacían rígido en la espalda, deseche estos materiales, no sé porqué, pero me pareció que el neopreno de los trajes de surf no podía ser sostenido por ballenas (paradoja marina). Capaz que sí, pero en ese momento me pareció que no.
Intentaba distinguirlo con la mirada a través del encaje; poco se veía, porque Inés había colocado estratégicamente un chal negro, con flecos de seda que lo confundían todo y hacían que lo poco que alcancé a ver, no me pareciera real. Pero ahí estaba, sosteniendo esa columna “destruida” (con qué dramatismo decía Inés esta palabra).
Ella me seguía hablando y en otro momento de su monólogo sobre el corsé, esta vez refiriéndose al momento en que lo adquirió, imaginé a su hijo en uno de esos negocios de ortopedia y trusas para operados eligiéndoselo a su madre, interiorizándose en un mundo completamente nuevo de elásticos, costuras, cierres y afecciones. Pensé cómo van cambiando las cosas que son importantes en nuestras vidas. A veces, un corsé cobra un protagonismo enorme, y miles de millones de congéneres ignoran absolutamente su existencia al mismo tiempo. Y, más tarde, será un experto corsetero, conocimientos que guardará y sacará a relucir orgullosamente veinte años después, cuando lo que aprendió ya sea viejo y no sirva para nada. Los corsés ya son completamente diferentes, conocimiento vano.
El hijo de Inés paga y se va, doblando la bolsa para ocultar el poco masculino título impreso en la bolsa: “El mundo del corsé”. Conociendo a Inés, dudo que hubiera abierto la bolsa agradeciendo a Roberto por su excelente inversión. Imposible. Seguro sería chico, el cierre no cerraría lo suficiente, el material le daría alergia o algo así y el hijo volvería a “El mundo del corsé” donde alcanzaría ya el doctorado en esta materia; y traería a casa con uno que, sin ser por supuesto el ideal, sería “mejor que nada, pero tendría que haber ido yo, que cosa, al final tengo que estar en todo –palabras de Inés-”, a lo que el hijo murmuraría un ardiente “la verdad que sí”, que Inés fingiría no escuchar.
Me sigue hablando, ajena a mis pensamientos.
A ella, me dice, le gustaba hacer la comida fuerte del día al mediodía. Al hijo, a la noche. Por supuesto, como buena madre, se sacrificaba y se iba a la cama reventando sólo para darle el gusto al primogénito, y no despreciarle la comida. Pero este sacrificio (comer de noche, a pesar de que no le gusta ir llena a la cama porque sueña y bla, bla, bla; lo aclaro porque quizá alguno no vea ningún sacrificio) debió finalizar, porque la naturaleza puso las cosas en su lugar. El hijo había cocinado, Inés comió fingiendo gusto para satisfacer al vástago, hasta que no pudo más y le rogó al hijo que le diera un vaso de agua, mientras balbuceaba disculpas y le echaba la culpa al corsé. Inés me aseguró que la comida “no le bajaba” y que solo logró no morir ahogada cuando se lo quitó, con los dedos nerviosos y torcidos por la artrosis, desesperada en su cuarto. Al hacerlo sintió que le volvía el alma al cuerpo, que su estómago recuperaba su lugar perdido… ¡Qué de sacrificios hace una madre por su hijo! Pero Roberto se lo merecía, no como las otras desagradecidas. Ahí quise saber si dormía con el aparato puesto. “Noooo”, afirmó haciéndome sentir totalmente ignorante, parece que es obvio que no se duerme con corsé. Igual yo pregunté por preguntar, para hacerme la ocupada en una situación en la que no daba pie con bola.
La cuestión es que la fiesta de casamiento en la que me tocó sentarme en su mesa, se fue entera escuchando hablar de huesos y ortopedia, mientras Inesita tragaba todo lo que le ponían por delante y vaciaba las copas, con ese apetito voraz que tienen algunos viejos a pesar de estar flaquísimos.
Tanto engulló esa noche, que instintivamente me corrí, alejándome de ella, no fuera a ser cosa que estallara el corsé y me arruinara la noche que tan fantástica venía, me dije sonriendo con sarcasmo triste, mientras los acordes del vals de los novios empezaban a sonar.
(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, en Instagram: @soylaqueta