El que se la pasaba trabajando, mientras sus padres le ordenaban la vida desde Rosicler.
Por Enriqueta Barrio
Era un buen muchacho Carlitos.
Hijo único, sobreprotegido, era ya tremendo huevón y todo el mundo le seguía diciendo Carlitos. Él usaba la misma ropa de viejo desde los cinco años, pantalones marroncitos con camisas a veces a cuadritos, a veces lisas, en tonos neutros, que solo cambiaron de talle conforme crecía.
Trabajaba en el Automóvil Club Argentino, manejando una de las grúas. Pobre Carlitos, los 24 y 31 de diciembre siempre era él el que estaba de guardia. Nos lo cruzábamos cuando íbamos con la fuente con el pionono y mi viejo decía “Cómo lo engarzan a este pibe, es el único argentino que labura”.
Otra corriente de pensamiento aseguraba que Carlitos trabajaba tanto para no quedarse en la casa y aguantar a sus padres, sobre todo a la madre, la Beba.
La Beba era una mujer oscura, que hablaba siempre murmurando, se vestía con polleras grises largas y tenía un lunar peludo que te pinchaba al saludar. Ella y su marido, Domingo, eran Ceos de una mercería de barrio que me resultaba fascinante, Rosicler se llamaba. Cajones y cajoncitos, vitrinas repletas de los objetos más inquietantes, algunos pasadísimos de moda, que quedaban en stock.
Ganchos de corpiño, cierres de todo tipo y color, madejas de lana y de hilo macramé, papeles de molde, escuadras de madera, tafetas para moño, agujas de tejer, bastidores, dedales, tijeras, medias can can de nylon, pitucones… del suelo al techo, más el sótano y el depósito del fondo, repletos de estos objetos que poco a poco iban cayendo en desuso.
Domingo aparentaba no hacer nada, y leía el diario en un banquito en un rincón, pero en realidad, su ojo avisor supervisaba cada peso que entraba a la caja.
Porque los pesos entraban, pero salían muy poco.
Se habían hecho famosos en el barrio por su avaricia, se murmuraba que acumulaban bienes inmuebles por todos lados, y que vivían miserablemente.
Con el paso de los años, el negocio quedó como suspendido en el tiempo. Primero se rompió el engranaje que subía la cortina de la vidriera y la dejaron cerrada para siempre, sumiendo al local en una penumbra tenebrosa de la cual salía la cara de la Beba como en las películas de terror. Domingo envejeció en el banquito, ya ni veía ni escuchaba, pero se quedaba ahí apoyado en su bastón.
Las mujeres del barrio cambiaron y ya no te cosían un pitucón ni sabían remendar; desconocían el uso de la cinta al bies y la diferencia entre agujas de tejer de distinto número. Pero la mercadería permaneció ahí para siempre, cubriéndose de polvo y perdiendo vida; un capital acumulado e inerte importante y sin destino.
Ninguna novia de Carlitos le venía bien a la Beba. Tuvo bastantes candidatas, algunas eran chicas sencillas que lo veían como un buen muchacho; otras eran una vivarachas que querían manotear la fortuna de los viejos, pero ninguna pasaba el filtro de la madre. A todas le encontraba defectos insuperables y las sacaba picando de su casa y de la vida de su hijo.
Y en esa ardua selección, Carlitos cumplió los cincuenta y los festejó como se debía: laburando.
Brindó con los muchachos en el estacionamiento del ACA y salió a acarrear un Renault 12. Estaba medio mareado por la sidra y con ganas de ponerla.
Cuando terminó la vuelta, se fue a lo de Marcelita, una casa de citas atrás de una panadería en Luro al fondo. Antes de bajar de la grúa se clavó una pastilla que le pasó un compañero, las primeras pastillas azules que llegaron al país, que todavía se manejaban clandestinamente.
Adentro las chicas brindaron por él, lo besaron en la boca, lo manosearon un poco y se fueron entre risas a atender a sus clientes.
Él se quedó, como siempre, con la Nancy, con la que mejor se entendía.
La cuestión y, para ahorrarles detalles escabrosos, que le dio un bobazo en pleno acto. El día del cumpleaños, podés creer. La ambulancia tardó en llegar, y en ese tugurio y con la grúa delatora afuera, Carlitos partió de este mundo.
Tanto ahorrar y elegirle novia, para terminar llorándolo en el velorio, murmuraban las vecinas en la sala velatoria, después de darle el pésame a la Beba con expresión compungida, esquivándole el lunar pinchudo.
Era buen muchacho, pobre Carlitos, decían todos al irse del cementerio.
Nadie supo nunca adónde fue a parar tanta puntilla, porque Rosicler no abrió nunca más sus persianas.
Hoy en su lugar hay un edificio moderno, vidriado, como los vidrios de los estantes de la mercería de la Beba pero sin misterio, y cada vez que pasa alguno de los del barrio por esa esquina siempre decimos “Pobre Carlitos, era un buen muchacho…”
(*) En Facebook: Enriqueta Barrio Escritora, enriquetabarrio@gmail.com.